Por Gonzalo Mallarino*
A sí se decía antes, para reconocer en alguien la pureza de sus creencias, la verdad de sus motivos frente a lo sagrado, lo trascendente. Con las manos temblorosas, ennegrecidas, con la cara ensombrecida por los vapores de las paredes rezumantes de la mina, salía del socavón el minero con el nombre de Dios en los labios, por haberlo traído con vida de regreso, a la luz, al aire.
Los carboneros humildes, no necesitaban razones teologales. Creían con las tripas y con el alma y con los ojos anegados. Creo que Azorín los nombró, en la meseta castellana, como nombró al leñador, al panadero, al pastor. La pura entraña de la vida en esta tierra. Y toda España en el corazón.
Todo eso nos vuelve, pues, a un tiempo pasado. Ahora Colombia está empeñada –y tendría que estarlo, acaso–, en valerse de la explotación minera a gran escala para generar cuantiosos ingresos en el mercado de exportación.
Pero hay que hacerlo bien. Cuánto desastre y desesperanza y violencia ha traído la minería ilegal. Y cuánto bien y trabajo y bienestar, cuando ha sido bien hecha. Hay que encontrar una manera de meter los dedos de acero de las máquinas mineras, en lo hondo de la tierra, sin dañarla, sin degradarla. Tiene que ser posible. Hay muchos ya, en nuestro país, que creen que esto es posible, que están trabajando para que lo sea.
Dejemos atrás aquel pasado. En esta revista dije alguna vez, en un bello especial sobre las esmeraldas: “Cleopatra quiso para sí el color del mar, en un broche labrado en una gema que sus esclavos sacaron de las minas del desierto egipcio, cerca del mar Rojo…”.
Literatura… ¡ya no más de eso! Sin delirios y sin esclavos y sin indignidad. ¿Que tenemos que ser un país que exporta minerales?, ¿qué eso convendría a la gente y a la Nación? ¡Pues hay que hacerlo bien! Y estemos todos atentos. A la neblina, al agua, al frailejón, al mar, al viento que nos trae el aire a los pulmones. Sí. Con los ojos bien abiertos. Ya no basta con la fe del carbonero.
*Escritor
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