Por lo general se trataba de contar la historia de una mujer pobre y bella, que cuida a su madre y a su hermana menor, todas abandonadas por un padre que jamás respondió por ellas. Pero un día conoce al galán de sus sueños, un hombre joven multimillonario y guapo que se fija en ella y se enamora perdidamente de su belleza, de sus sentimientos nobles y una pureza virginal. El galán es básicamente un buen muchacho, que trata bien y estima a los pobres. Pero la pantera de su madre se opone apenas se entera y dice: “Jamás permitiré que una patirrajada se meta en la vida de un Santo Coloma”. Y aquí empieza un infierno de 120 capítulos para esta pareja, ambos angelicales, como un romance entre el Papa y sor Teresa de Calcuta. Pero mientras él soporta todos los avatares en medio de la opulencia de su familia y termina convirtiéndose en un idiota manipulable, a ella le caen rayos y centellas por el hecho de ser una pobre, sin apellidos (aunque existe la posibilidad de que sea hija de un aristócrata millonario) y cometer el delito de enamorarse de un príncipe. Este era el planteamiento básico de las telenovelas en el siglo XX, aunque sus mujeres en realidad pertenecían más al siglo XVIIII, pues la estructura del melodrama clásico proviene de las novelas de ese entonces, y corresponde a la literatura romántica. La mujer pobre, para lograr el cielo, debía hacerlo a través del amor, de la consecución de un príncipe que la sacara de su estado de pobreza para tener un ascenso social y económico. Curiosamente, estos dramas sobreviven en el siglo XX en América Latina a través de las telenovelas. El factor determinante, que es la identificación del conflicto, en este caso femenino, se ha mantenido anacrónicamente en nuestras sociedades, que en su gran mayoría son pobres. Y la ecuación melodramática cuadró perfectamente en la industria de la televisión en el siglo pasado donde la premisa del rating era: “Televisión para mujeres y pobres”. Y una de las grandes transversales de identificación era el sufrimiento de estas mujeres y en general el de los pobres. Por eso, José Ignacio Cabrujas, el gran dramaturgo venezolano, decía que la protagonista de una telenovela era una mujer que recibía durante toda la historia dos buenas noticias. La primera: el día que conoce al galán de sus sueños, y la segunda, al final, cuando se casa con él. El resto eran 118 capítulos de malas noticias para ella. Colombia hizo rompimientos importantes en cuanto a las protagonistas y las mujeres en general. Si bien las condiciones laborales eran desiguales, la telenovela no podía seguir ignorando lo que estaba pasando con ellas. Cuando diseñé a la Gaviota de Café con aroma de mujer quise rendirle un homenaje a la mujer colombiana que estaba surgiendo. Si bien la Gaviota era una campesina, a medida que iba ascendiendo social y laboralmente, reflejaba a muchas colombianas que había visto en nuestra realidad: ministras, presidentas de bancos, ejecutivas, vendedoras, comerciantes, una gama de mujeres aguerridas que habían despertado antes que muchas otras en América Latina. Luego diseñé otras mujeres de ficción que seguían reflejando esas realidades: Beatriz Pinzón Solano, la economista de Ecomoda que logra el amor del galán gracias a sus méritos profesionales a pesar de ser fea. Alejandra Maldonado, la gerente dictatorial de un grupo de ventas de carros en Hasta que la plata nos separe, y que termina enamorada de un pobre, pero audaz vendedor. Colombianas para quienes el amor y la aparición de un hombre providencial ya no es un objetivo de vida ni la carta salvadora. El trabajo, su profesión o su oficio es el gran norte de sus vidas. Y si bien en la telenovela clásica el matrimonio era el ritual de consagración eterno del amor y el inicio de la felicidad total después de 120 capítulos de dolor, para las mujeres de hoy puede ser la desmitificación del amor, a juzgar por el elevado número de separaciones que hay en el país. Hoy, hasta las mujeres de los sectores más populares quieren identificarse con las guerreras que surgen. Y el mayor reconocimiento que podemos hacerles a estas mujeres es reconocer que son la mayor fuerza productiva de este país como consecuencia de una enorme e impune paternidad irresponsable. Esto lo vemos en La Madre, de Mónica Agudelo, (también creadora de Señora Isabel y Hombres, entre otras telenovelas) y en las obras de Adriana Suarez, (Allá te espero y el último matrimonio feliz), libretistas que le dieron la vida a personajes brillantes, cautivadores que representan a las mujeres de su tiempo. *Guionista.