"Marquen a la monita!”, solían gritar con desespero los hombres a los que se enfrentaba Daniela Montoya en torneos de su infancia. Hubieran podido referirse a ella con el término ‘niña’, pues antes de competir en ligas femeninas muchas veces fue la única mujer de la cancha en partidos masculinos. Pero una de las recompensas prematuras de su carácter consistió precisamente en hacerles entender a compañeros, rivales y espectadores que debían determinarla por sus capacidades. Y no por su género. El primer lugar donde lo consiguió fue en la cuadra de la casa donde vivió toda la vida, en el barrio Holanda, en el municipio antioqueño de Sabaneta. Allí pateó sus primeros balones rodeada de niños y suscitando miradas reprobatorias que a la larga terminaría contradiciendo con actos. “Las personas no veían bien en ese entonces que yo jugara. Hacían comentarios. Me tildaban de marimacha. Pero como el fútbol era lo que me apasionaba y como mi familia me apoyaba por completo, no me importaba lo que decían. Tenía claro que quería lograr mi sueño”, recuerda Daniela. A veces pasaban las once de la noche y la menor de la familia Montoya Quiroz seguía jugando en la calle. Cuando sus papás la llamaban a gritos desde la ventana, volvía a casa a regañadientes, con la cabeza gacha, la cara sucia y raspones en las canillas y los codos a seguir pateando. Parecía necesitar un balón pegado al pie para sentirse segura mientras se sentaba en el comedor o caminaba por la casa. Por eso desde siempre pidió pelotas de fútbol en Navidad. Y desde siempre su familia también se acostumbró a que hiciera ‘daños’ con ellas. Pero más allá del regaño de turno por romper una porcelana o quebrar el vidrio de un portarretratos, en su casa nunca cortaron ese hilo invisible entre ella y el balón. Todo lo contrario. Sus padres Juan Guillermo y Marta, sus tres hermanas mayores Jacqueline, Dayana y Alexandra, y su gemela Daryi –quien es mayor que Daniela por diez minutos– la apoyaron en su objetivo de convertirse en futbolista. Y jamás faltaron los consejos de su papá, marcador de punta derecho de la selección de Sabaneta. Daniela tendría unos 7 años cuando el técnico del equipo infantil Visión 2020 decidió incluirla para jugar un campeonato masculino en la unidad sur de Sabaneta. Ni organizadores ni rivales pudieron evitarlo ante la inexistencia de reglas explícitas que prohibieran la participación de mujeres. Así que ella se calzó unos guayos negros y se enfundó el uniforme del equipo: camiseta blanca con rayas naranjas y con cuello del mismo verde de la pantaloneta y las medias. Ingresó a la cancha de arena espesa con el ceño fruncido, se ubicó en el medio como su referente de la época –Carlos el ‘Pibe’ Valderrama–, y al igual que en su barrio, necesitó pocos minutos para ganarse el respeto de los presentes. “¡Marquen a la monita!”, advirtieron entonces los rivales cuando vieron su calidad en el mediocampo. “¡Marquen a la monita porque nos la mete!”. Y, efectivamente, la futbolista de pocas palabras y semblante tierno les metió la pelota dos veces en su arco. “El machismo no entiende que las mujeres son igual de buenas o mejores que nosotros los hombres. Y Daniela ha sido el ejemplo”, explica su padre. Para lograr destacar, Daniela también necesitó una gran dosis de exigencia. A medias no servía nada. Y quedó claro desde el momento en que su mamá la obligó a repetir primero de primaria porque lo había cursado sin esforzarse. Aprobó con suficiencia, pero también con ayuda de su gemela, quien le hizo las tareas mientras ella se dejaba distraer por el balón. Lea también: Así era como la Selección Colombia vetaba a sus jugadoras Jamás olvidaría aquella lección. Y la siguió poniendo en práctica en todos los ámbitos de su vida. Por eso se convirtió en ejemplo para sus compañeras en la Selección Colombia. “Nunca tiene un mal partido, te corre los 90 minutos”, confiesa Yoreli Rincón, su amiga, cómplice de viajes en avión, compañera en concentraciones y socia en la creación del equipo. “Cuando recupere el balón, acérquese que yo se la doy para que usted resuelva”, le suele decir Daniela a Yoreli durante los partidos. Y eso que Daniela no es de muchas palabras. “Pero ténganle miedo cuando vaya a decir algo”, añade Yoreli, entre risas. “Tumba paredes, va al grano, no le gusta dar rodeos, ni que la gente los dé”. Sus mensajes son concretos, pero sobre todo su espíritu de lucha tan elocuente sobre el césped la convierten en líder. “Nunca la ves salir por lesión. Y siempre está guerreando aunque le den puños, le peguen, le jalen el pelo. Si a ella la tumban, siempre se para. No recuerdo una sola vez que la hayan sustituido por dolor. Daniela siempre se levanta”, añade Yoreli. El acto de volverse a levantar dibuja fielmente a Daniela, incluso fuera de las canchas. Cuando le cerraron las puertas de la Selección Colombia en 2015, después de reclamar públicamente mejora de premios a la federación, pudo haber tirado la toalla por el veto y la imposibilidad de participar en eventos como los Juegos Olímpicos de Río 2016. “Incluso llegué a pensar en no seguir luchando porque fue un momento muy complicado. Pero Dios, mi familia y las personas que más me quieren me dieron la fuerza”, explica la mediocampista de 28 años. Su perseverancia seguirá derribando obstáculos que intenten separarla de la pelota. A la larga, todos los que se han interpuesto en esa relación terminan sucumbiendo porque desconocen a quién se enfrentan. “Mi carácter siempre ha sido fuerte para no rendirme”, sentencia Daniela. Lección aprendida e impartida desde que pateó su primer balón en el barrio Holanda de Sabaneta. *Periodista