Soy un hombre de pueblo. Nací en Neira, un clásico rincón caldense con arquitectura de guadua. Aunque trabajé en lugares como Bogotá y Nueva York, hace algunos años regresé a mi origen, vivo de nuevo en un pueblo: Barichara, en Santander. Aquí, en medio de los vestigios de viviendas del siglo XVIII, recuerdo mi propia historia, encuentro una identidad y las mejores condiciones para pintar. En 1979 pisé por primera vez sus caminos empedrados. La llegada fue toda una travesía, que, debo confesar, no me agradó en un principio. Pero cuando ví la capilla de Santa Bárbara, que se erige sobre la cima, me transporté a los caseríos españoles en donde me crié. Entonces pensé: ¡algún día me gustaría vivir aquí! Sin embargo, tuvieron que pasar más de dos décadas para que este deseo se hiciera realidad. Hace un poco más de 15 años tenía en mente mudar mi estudio de Bogotá a Nilo, para dejar el encierro. Pero mis grandes amigos, Belisario Betancur y Dalita Navarro, su mujer, se trasladaron a esta población con el propósito de hacer un aporte cultural. Y me convencieron de venir con ellos. En el mundo actual, las ciudades generan cada vez más apatía y se parecen entre ellas, sin importar cuán distantes estén. Pero los pueblos, que son lugares en donde aún la gente se conoce y es llamada por su nombre, son la reserva de identidad de un país y un respiro. Es decir, son todo un privilegio. Y aunque en Colombia hay muchas poblaciones rurales, Barichara es diferente. Reúne todas las maravillosas características de las pequeñas tierras: la trascendencia histórica de su arquitectura, debido a la cual no se sabe si se está caminando en el siglo XIX, XX o XXI; la geografía, que combina el río con cañones y montañas; y sus gentes, que se resumen en la imagen de mujeres sentadas fuera de sus casas, bordando y hablando sobre lo que pasa en el pueblo. Lea también: 10 pueblos para enamorarse de Colombia Así mismo, las condiciones atmosféricas de Barichara favorecen el trabajo del pintor, pues se asemejan durante todo el año a la primavera. Hay luz aprovechable casi todo el día, una temperatura agradable, en la que no se requiere aire acondicionado o ventilador. Y casi a diario se produce un fenómeno visual muy particular: entre las cinco y las seis de la tarde el paisaje se colma de luces y contrastes, realzando la belleza hasta de las piedras. Mentiría si digo que aquí he encontrado tranquilidad. No estoy de acuerdo con que cuando uno llega a la vejez deba usar una boina y sentarse todos los días bajo la sombra de un árbol. La tranquilidad es peligrosa y, para mí, significa la muerte. En cambio, en este sitio he tenido el aislamiento que necesito para pensar, intercambiar ideas, corregir errores; para ser combativo con mi arte y reinventarlo todos los días. Porque pintar es una lucha constante, es casi una tragedia. Barichara invita a reflexionar y a hacer cualquier labor que tenga que ver con la mente. Por eso se ha convertido en un refugio para arqueólogos, escritores y artistas de todo el mundo. Además, tal como lo quería Belisario, este pueblo se ha empezado a transformar en un piloto cultural para todo el país. Por ejemplo, se están desarrollando festivales de cine, arte y música. A pesar de que este no es un sitio de piscinas, bermudas y playa, hay otras formas de disfrutarlo: un turista puede encontrar toda clase de hoteles y restaurantes, un deportista puede hacer desde canotaje hasta parapente. Por todas estas razones creo que Barichara permite volver a la simpleza de la vida. *Pintor.