En 1780, don Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, emisario real, sacudió la apacible vida colonial. Llegó al país y restableció el Impuesto de la Armada de Barlovento, que cobraba un porcentaje para proteger las flotas españolas de los ataques de los adversarios. Y, además, reglamentó 15 cobros diferentes integrados a la Alcabala, el impuesto más importante del antiguo régimen. El 29 de octubre de ese mismo año, más de 400 vecinos se amotinaron en la población de Nuestra Señora del Rosario y Santa Bárbara de Mogotes, en tierras santandereanas, para protestar contra tantas ofensas y maltratos por parte de los españoles. Lo mismo ocurrió en Barichara, Charalá, Simacota, San Gil, entre otros municipios. Unos meses después, el 16 de marzo de 1781, en El Socorro, durante un día de mercado, la vendedora de frutas Manuela Beltrán arrancó y rompió la lista de impuestos que vio colgada en una pared, y en un acto de rebeldía convocó al pueblo por medio del grito “¡Viva el rey y muera el mal gobierno!”. El periódico oficial de la época, la Gaceta de Santander, dice, sin embargo, que quien lideró esta protesta fue doña María Antonia Vargas. Ese acontecimiento desencadenó que el 18 de abril, después de la lectura de una Real Cédula –orden expedida por el rey de España–, los habitantes se rebelaran e iniciaran una marcha de 20.000 comuneros, provenientes de 45 ciudades y pueblos santadereanos, sobre la capital virreinal. Cuando en Santa Fe se supo la noticia, el regente visitador (un jefe administrativo del virrey) mandó al oidor José Osorio a detenerlos. Este solo llegó hasta Puente Real, hoy Puente Nacional, con 75 soldados. El 3 de mayo los comuneros, sin pelear, los derrotaron. Cuatro días después apareció José Antonio Galán Argüello, quien se vinculó a la insurrección como capitán comunero. Los hombres avanzaron hasta Nemocón. Entonces, los gobernantes españoles capitalinos convocaron a una junta de Tribunales y llamaron al señor arzobispo don Antonio Caballero y Góngora para que consiguiera la quietud pública y los alzados se restituyeran a sus domicilios, tarea que cumplió en Zipaquirá, junto al oidor Joaquín Vasco y Vargas, y a don Eustaquio Galavís, alcalde ordinario de Santa Fe. En el proceso de negociación escribieron las 35 Capitulaciones de Zipaquirá, con distintos reclamos sobre los impuestos y la exigencia de la independencia de la monarquía. Estas peticiones, eventualmente, fueron reprobadas por el virrey Manuel Antonio Flórez, a quien reemplazó tiempo después Caballero y Góngora. Este último solicitó, al asumir la responsabilidad del gobierno civil, el 15 de junio de 1782, un indulto y un perdón general para los rebeldes. El valeroso alzamiento de los comuneros concluyó con la muerte de José Antonio Galán –el capitán comunero–, Isidro Molina, Lorenzo Alcantuz y Manuel Ortiz, en la Plaza Mayor de Santa Fe de Bogotá, el primero de febrero de 1792. Ante estos acontecimientos, José María Rosillo y Vicente Cadena, posteriores mártires de la patria, se trasladaron a los Llanos del Casanare para avivar la revolución. Perseguidos por el gobierno, el 15 de abril de 1810 los capturaron en Pore. El 30 de abril los fusilaron y decapitaron, y el 14 de mayo llevaron sus cabezas en jaulas a Santa Fe. Las colocaron en escarpias para escarmiento público. Pasquines sediciosos Junto a don Antonio Nariño, el sangileño don Pedro Fermín de Vargas fue uno de los precursores de nuestra independencia política y económica; ambos revolucionarios natos sembraron la semilla de la insurrección entre los jóvenes. Poco tiempo después de la Revolución de los Comuneros, el 19 de agosto de 1794, ocurrió la conspiración de los pasquines, en Santa Fe. Allí algunos insurrectos escribieron versos en las paredes de las calles, exigiendo menos impuestos y más igualdad. Por estos pasquines o ‘grafitis de la época’ condenaron a cerca de diez estudiantes. Grito de independencia En los sucesos del viernes 20 de julio de 1810, en la plaza mayor de Santa Fe, se dio el grito de independencia, “la revolución que no se manchó con sangre”, y allí también sobresalieron los santandereanos. El regidor don José Acevedo y Gómez, el tribuno del pueblo, de Charalá, fue el alma de ese día. Los sacerdotes José Antonio Amaya, Francisco Javier Gómez y Juan Nepomuceno Acero Plata fueron otros santandereanos que, desde el atrio de la catedral, animaron al pueblo. Así mismo, don Francisco Javier de García Hevia, su esposa doña Petronila Navas y Serrano, y sus hijos Juan Crisóstomo y Dionisio –gironeses– cumplieron un rol esencial en la revuelta. También participaron José Custodio Cayetano García Rovira, bumangués; Francisco José de Paula Santander, cucuteño; monseñor Fernando Caicedo y Flórez, de Suaita; monseñor José Miguel Esteves Cote, bumangués; el abogado rosarista y militar Fernando Serrano y Uribe, natural de Matanza, y centenares de héroes y mártires, quienes lucharon por la libertad de nuestra patria. Guerrillas patriotas Superada la guerra civil, en la Primera República, hacia 1815 llegó la Época del Terror o de La Reconquista Española, en cabeza del mariscal Pablo Morillo. Para contrarrestar ese huracán de tormentos y suplicios brotaron en tierra santandereana las guerrillas patriotas. Uno de los grupos principales de estas guerrillas se llamó Los Santos, Coromoro o La Niebla. La creó, financió y sostuvo la señorita Antonia Santos Plata, con sus hermanos y sobrinos. Su asiento estuvo en El Hatillo, en Cincelada, Santander, y se alcanzaron a formar dos columnas triunfadoras. Luego del fusilamiento de Antonia Santos, en plena plaza de El Socorro, los españoles creyeron que el pueblo se iba a calmar. Sin embargo, pasó todo lo contrario: el 4 de agosto de 1819 más de 2.000 campesinos de Charalá y sus alrededores se armaron con piedras, machetes y mazos para atacar a los españoles que iban a reforzar a otras tropas. Este enfrentamiento, conocido como la Batalla del Pienta, fue crucial para impedir la llegada de más de 800 hombres a Tunja. Permitiendo la victoria del 7 de agosto de Simón Bolívar en la Batalla de Boyacá, que garantizó el éxito de la Campaña Libertadora de la Nueva Granada. *Historiador.