Por Diego Trujillo*

Nunca me han interesado mucho los seguros, pero tal vez el que menos es el seguro de vida. No solo porque –aunque no soy supersticioso– tomar uno me hace pensar que de alguna manera estoy invocando la muerte, sino porque siento que al adquirirlo la posibilidad de morir envenenado con estricnina aumenta considerablemente, por más probos que sean los beneficiarios.

De hecho, confieso que nunca he sido previsivo, tal vez amparado en la buena estrella que hasta ahora me había acompañado, y por lo tanto mi portafolio de seguros se limitaba al único que consideraba indispensable, por obligatorio, el Soat. Pero la vida te da sorpresas, como dice la canción.

Hace unos días, después de terminar la jornada, me disponía a sentarme en el sofá de la sala para hacer el recuento rutinario de las actividades del día, cuando de repente la pared que me separa del apartamento vecino comenzó a crujir como si quisiera venirse abajo y en unos pocos segundos, antes de que pudiera identificar el origen del estruendo, el tubo principal de suministro de agua de mi vecina no aguantó más la presión después de 50 años de instalado y estalló en una catarata descomunal que desfondó el cielo raso e inundó mi apartamento.

Lo que siguió hace parte de un recuerdo macabro: vecinos en pijama y botas de caucho llenando baldes, escurriendo traperos, moviendo muebles, poniendo a salvo de las olas, tapetes, objetos, libros y equipos, y de pronto en medio de la marejada un miembro del consejo del edificio que se me para enfrente y me pregunta con una mirada sombría: ¿Tú tienes seguro, cierto? Y yo siento que se me hiela la sangre y no por el agua que ya me llega a la pantorrilla sino por la terrible evidencia de no tenerlo.

No quiero pensar qué habría ocurrido si no tuviera la suerte que tengo, si el duende de los seguros –que debe existir– no me hubiera dado una segunda oportunidad y a mi vecina la sensatez de tener su apartamento cubierto con un seguro de hogar con amparo a terceros; yo, que desde que ocurrió el siniestro me dedico a investigar cuál es la mejor opción y me he enterado de datos fascinantes: existen compañías especializadas que proveen seguros personalizados, como Lloyd’s en Inglaterra que ha llegado a asegurar a una empresa cinematográfica por si alguien muere en la sala de un ataque de risa viendo la película. Hay seguros contra abducciones de extraterrestres con cláusulas que amparan a la víctima por un eventual embarazo alienígena. O está el cantante Tom Jones que aseguró el vello de su pecho por 3,4 millones de euros. Por lo pronto no le daré más largas a la compra de mi póliza; no quiero arriesgarme a que un marciano abduzca a mi vecina.

*Actor.

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