Todos los viernes a las 4:30 de la tarde, todos sin falta, mi papá nos recogía en el colegio en un Renault 6 blanco que era el hijo de en medio que nunca tuvo. Al cierre de esta edición, ninguno de los dos sobrevivientes de la familia Silva y Romero, ni mi mamá ni mi hermano mayor, habían conseguido recordar si ese día íbamos de afán porque teníamos pendiente un viaje de fin de semana a alguno de esos hoteles viejos de “tierra caliente” –y por qué esa vez yo estaba solo con mi papá–, pero lo cierto es que cuando salimos a la calle soleada el pobre carro no estaba por ninguna parte. Se lo habían robado a plena luz. Andaba perdido, en manos de quién sabe quién, por las calles de la Bogotá inhóspita de 1984. Primero reaccionamos como si se nos hubiera perdido la billetera y miramos a ver si estaba por ahí. Luego guardamos la esperanza de haberlo parqueado en otro lugar y dimos la vuelta a la manzana convencidos de que existía una mínima posibilidad de que a un niño de 9 y a un hombre de 44 –iba a decir “a un viejo de 44”, pero acabo de cumplirlos– se les hubiera olvidado al mismo tiempo que no habían dejado un Renault 6 allá, sino allí. Nunca apareció. Nunca volvió. Se nos dijo de todo en los días que siguieron, “qué vaina”, “toca poner el denuncio”, “hay gente que se dedica a buscarlos”, “parece que lo vieron en un pueblo el fin de semana”, “solo están debiendo 12 cuotas…”, hasta que lo mejor fue pensar que no había nada por hacer. Nuestro reluciente Renault 6, uno de los 42.500 ensamblados en Colombia, descansaba en la paz del Señor. Mi papá se acercaba a la ventana a imaginárselo. Durante años, incluso después de los carros que vinieron, nos dolió encontrarnos en la calle con un carro de aquellos. Mi papá, tan poco dado a los dramatismos, adoró a sus carros como a sus prójimos: al Chevette de cuatro puertas, al Mazda 626 Allegro, al Mazda Matsuri, al Renault Megane que nos sigue llevando como si él nos llevara todavía. Prefiero no reírme de cómo traicionaba su famosa ecuanimidad cuando alguien se metía con sus mascotas con ruedas, de cómo sufrió de copiloto el día en que yo me animé a conducir el primero de los Mazdas, de cómo se negó a hacerles caso a las indicaciones de Waze hasta el último día de su vida. No digo más. Soy prudente. Confieso que tengo la sospecha de que está leyendo esto. Le recomendamos: El niño más querido de los alemanes: el Mercedes Benz Mi papá no era el único colombiano que amaba a sus carros sobre todas las cosas, no, el papá de nuestros vecinos tenía un Montero Mitsubishi que lo acompañaba en las buenas y en las malas, la dentista que atendía a mi hermano iba y venía a bordo de un Sprint naranja al que llamaba Emeterio, mi padrino de todo en la vida, Iván Magyaroff, quiso de verdad a un Dodge Alpine legendario que contra todos los pronósticos sobrevivió –allá abajo en el parqueadero– a los fuegos de la toma del Palacio de Justicia. No sé muy bien por qué, pues no hay estudios de la Universidad Nacional que me lo expliquen, pero creo que detrás de semejante misterio podría encontrarse el amor propio de aquella generación, de aquel país. Nuestros papás fueron parte, como el de Mafalda, de esa clase media que en los años setenta pudo comprar carro nuevo por primera vez: si por ese entonces se volvieron comunes expresiones tan de acá como “mi carrito” o “mi cacharrito”, si el Renault 4 alcanzó a ser llamado tanto “el carro colombiano” como “el amigo fiel” cuando se consiguió convencer al público de sus bondades, fue porque aquellas máquinas “encarnaron” el trabajo duro que sí lo llevaba a uno a alguna parte, la oportunidad de avanzar en una sociedad que ha dado tan pocas, la promesa de un país que algún día dejará de ser para unos cuantos. Seguía habiendo carros mejores. Pero los más queridos –el Willys, el Fiat Topolino, el Volkswagen escarabajo, el Ford– también podían llevarlo a uno de A a B. Recuerdo bien el comercial de dibujos animados del Renault 4 –y acabo de verlo en YouTube– porque uno veía cómo el carrito de todos cruzaba los paisajes urbanos, paramunos, rurales, destapados, montañosos, abismales, tormentosos, desérticos, playeros y soleados de este despliegue de la naturaleza que no ha tenido la culpa de nada mientras un par de voces amables cantaban “Amigo de la ciudad, / amigo del buen andar, / amigo de los amigos, / amigo del mal camino, / de las montañas también, / Renault 4, amigo fiel. / Amigo de las alturas, / las rectas y las curvas. / Amigo del sol también… / ¡Renault 4!: ¡amigo fiel!”. Y uno quedaba de acuerdo con todo. Lea también: Los 10 vehículos en la historia de Colombia El buen Renault 4, que nadie lo quiso hasta que sus fabricantes se inventaron un rally, se tropezaba con un burro en la vía en aquel comercial. Y le sucedía aquello, claro, porque aquí siempre habrá burros por ahí, pero sobre todo porque cumplía por usted y por mí el propósito que no han conseguido las vueltas a Colombia ni los gobiernos: el propósito de llevarnos por este país sin temerle, sin caer en sus trampas, sin verse violentado, sin desaparecer de un día para otro en sus vorágines. Hemos querido comprar carro porque aquí aún no se respeta a los de a pie. Hemos amado a los carros porque han sido amores correspondidos, amores propios. Pero también porque, en un país en el que ‘Estado’ es sinónimo de ‘incertidumbre’, hemos necesitado carros nuestros para movernos y familias fuertes para protegernos. Y ya me dirá mi papá si está de acuerdo. *Escritor.