Hay películas inolvidables y escenas que se afianzan de manera empecinada en la memoria. Mary Poppins es una de mis grandes favoritas de todos los tiempos, y la secuencia en que el padre, el señor Banks, lleva a sus hijos al banco donde trabaja para que el pequeño Michael, su hijo, deposite dos peniques y abra una cuenta de ahorros. Recuerdo con pavor la encerrona que les hacen a los niños –con anuencia del padre–, el director del banco y sus esbirros, para quitarles las dos monedas que son su único patrimonio y luego la escapada triunfal de los pequeños que finalmente logran poner a salvo su dinero.
La mente infantil es dúctil, maleable, y de no haber sido porque mi madre trabajó en un banco y logró disuadirme con una sabia estrategia, el recuerdo aterrador de esa escena seguramente habría determinado que mi historial financiero transcurriera de colchón en colchón hasta el final de mis días. Paradójicamente yo también tuve mi propia señora Banks; mi madre trabajó durante muchos años en un banco, y a diferencia de lo que ocurre con los niños de la película, ella se encargó de que cada sucursal a donde fue trasladada a lo largo de su vida laboral, se convirtiera para mí en una especie de parque de diversiones.
Como trabajaba de sol a sol, durante las vacaciones escolares era indispensable separar a los hermanos con el fin de mermar la mano de obra disponible para destruir la casa. De modo que por turnos, nos llevaba con ella a la oficina. Aquello era Disneylandia; teníamos asignado el cargo de ‘patinador’, cuya función principal era la de llevar y traer documentos por todas las dependencias del banco y en algunos casos estamparles el sello de recibido con fecha y hora. El cargo además incluía mantener surtidos los dispensadores de papelería para el público y como si fuera poco servíamos de apoyo en la distribución de tintos, pericos y aromáticas.
El día se pasaba volando yendo de un lado para otro, escribiendo memorandos sin destinatario en las imponentes máquinas de escribir eléctricas, haciendo complejas operaciones en las sumadoras, imprimiendo los resultados en rollos de papel interminables o estampando cheques de gerencia imaginarios con la máquina de sello seco.
Al final de la jornada llegaba el momento más emocionante del día, el cierre con broche de oro, cuando el señor Chamorro, subgerente de la oficina, un costeño simpatiquísimo y alcahueta, nos permitía presenciar la apertura de la bóveda para guardar el recaudo, y luego asomarnos maravillados a su interior durante unos segundos, suficientes para soñar esa noche que habíamos nadado durante horas en las montañas de dinero del Tío Rico.
*Actor.
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