Tiene apenas 860 hectáreas y está ubicado entre los municipios de Medellín, Bello, San Jerónimo y San Pedro. Se encuentra a 33 kilómetros del centro de la capital antioqueña y en diciembre pasado recibió el reconocimiento como el páramo más pequeño del país, aun cuando ofrece servicios ambientales a 3,5 millones de personas.Al dejar la vía que va de Medellín hacia el norte de Antioquia solo hay que subir unos kilómetros para empezar a notar cambios en la vegetación: las praderas verdes de las fincas ganaderas se transforman en matorrales, fuentes de agua, musgos húmedos y follaje espeso que caracteriza a los páramos.Lo más sorprendente es pensar que hace 40 años no existía este paisaje contrastado, y que de no ser por la labor de una familia comprometida con el medioambiente y consciente de la importancia de este lugar para el Valle de Aburrá, tampoco existiría hoy.Se trata de los Moreno Soto, propietarios del 60 por ciento del páramo. Desde hace cuatro décadas esta familia suspendió cualquier actividad que estuviera en contra de su preservación, aun en detrimento de sus propios intereses económicos: “Sacrificamos nuestros ingresos por otros usos agropecuarios o ganaderos”, explica Horacio Moreno, el padre. En ese momento se fueron las vacas y empezó la regeneración vegetal.Al señalar el alambrado que han tenido que poner al borde de la carretera que divide la zona de páramo, Gloria Soto recuerda que antes de tomar esa medida hicieron una barrera natural sembrando acacias, pinos y otras especies: Horacio cavaba la tierra y ella y su hijo Daniel plantaban las semillas.La mejor herenciaAsí pasaron un día de las madres hace diez años. Esa acción y muchas otras que todavía siguen realizando han permitido regular el clima de la región, disminuir el índice de desbordamientos de fuentes de agua y los deslizamientos, evitar los procesos erosivos, regular los ciclos hidrológicos, conservar el nacimiento de más de diez quebradas emblemáticas del área Metropolitana (como La Iguaná o La García), preservar la flora nativa como los mismos frailejones o la roseta de páramo, y especies animales como el zorro cangrejero, la zarigüeya orejiblanca o el cacique candela.Su hijo, Daniel Moreno, ha tomado tan en serio ser el propietario de este ecosistema natural que se convirtió en biólogo y hoy trabaja en la Sede de Investigación Universitaria de la Universidad de Antioquia. Al lado de su padre, valoró los servicios ambientales de la serranía en 12.000 millones de pesos, entre ellos, el agua para consumo humano, la regulación hídrica, la recreación, la captura de carbono y el control de inundaciones.Los frailejones crecen apenas un centímetro por año, así que al llegar hasta estos habitantes emblemáticos de Las Baldías, a 3.150 metros sobre el nivel del mar, es posible calcular un par de décadas de paciencia, en las cuales el suelo también se ha cubierto de helechos, sietecueros, chuscales y hasta palmas de cera. En el proceso no solo ha sido difícil recuperar la vegetación natural de la zona protegida, también lo ha sido la conservación, pues la familia dice no haber tenido acompañamiento institucional.“Desde hace 20 años hemos solicitado colaboración a las autoridades ambientales de la región y a los entes territoriales para que nos colaboren con ese ejercicio de protección y hasta la fecha no la hemos obtenido”, dice Horacio. Quien agrega que solicitan la exoneración de impuestos, el reconocimiento de los servicios ambientales prestados por la serranía y una gestión integral que tenga en cuenta la articulación interinstucional: “porque no es suficiente solo con la declaratoria”.Por eso para la familia Moreno Soto ha sido importante haber ganado el premio Germán Saldarriaga del Valle en reconocimiento a su labor ambiental, en septiembre pasado. Sienten que por primera vez no los dejaron “mirando pa’l páramo”.