Sentado en un sillón de la sala de su casa, con el reflejo del sol en las gafas, Víctor Gerometta se dispone a hablar sobre su historia con el Tren de la Sabana. “Corrían los años sesenta y yo era un joven curioso y aventurero”, dice, mientras cruza las piernas y pasa su mano por la cabeza donde aún queda un poco de cabellera blanca. Ha vivido sus 70 años en Mosquera, al occidente de Cundinamarca, y de niño se paseó cientos de veces por los rieles que hoy están olvidados a las afueras de la ciudad. Pero no siempre fue así. Hace 80 años el tren era el transporte universal. En él se llevaban los productos de un pueblo a otro y los paseos turísticos de fin de semana eran posibles gracias a los diez vagones que atravesaban las montañas cundinamarquesas. “Yo lo recuerdo con mucho cariño porque era algo bonito. Folclórico. En las estaciones la gente llegaba bien vestida y pomposa, pero también estaban los vendedores con sus amasijos o vendiendo gallinas”, cuenta al tiempo que una sonrisa se escapa de su rostro. En ese entonces un boleto de tren costaba entre 15 y 20 centavos. Valor que, según Víctor, era un dineral para alguien de 15 años. “Para montarnos todos, mis amigos y yo, teníamos que reunir casi dos pesos y cuando los teníamos preferíamos gastarlos en pan con Kol-Cana, que era la Coca-Cola criolla”. Así que pasaban las tardes jugando fútbol en la zona verde de la estación, esperando para saltar cuando el tren pasara. ?“Nuestra aventura empezaba cuando identificábamos el vagón más vacío. Normalmente era el último. Luego, apostábamos al primero que saltara, pero al final todos terminábamos arriba. Teníamos que estar pendientes de que el tiquetero no se fuera a dar cuenta, porque si nos cogían podíamos terminar en la estación de policía. Cuando ya nos alejábamos del pueblo, saltábamos de nuevo y nos regresábamos a pie comiendo cerezas o duraznos de los árboles que adornaban el camino”, recuerda. Lea también: Las ventajas del RegioTram para Cundinamarca, la capital y el país Al hablar de aquella época, Víctor recuerda a una vendedora de amasijos y dulces tradicionales de Bojacá. Doña Elvia, una mujer delgada, de tez clara y cabello oscuro, que todos los días se paraba en una esquina de la estación y con ella solía conversar con frecuencia. “Al final de la tarde, siempre nos acercábamos y le pedíamos algún dulce que le hubiera sobrado y ella decía: ¡chivatos estos! me van a dejar sin mercancía. Pero siempre nos compartía algo y luego la acompañábamos en su camino de vuelta a casa”. Tampoco olvida cuando ponían monedas en los rieles para que, al pasar el tren, quedaran apachurradas, o la vez que pudieron sentarse en los primeros vagones, gracias a la excursión escolar que organizó el colegio municipal. Este mosqueruno, hijo de padres italianos y abuelo de Emilia y Gabriel, no cambiaría los recuerdos del ferrocarril por nada en el mundo. “Anhelo que las nuevas generaciones no crezcan sin esa sensación extraordinaria que da escuchar el ruido de las ruedas al chocar contra los rieles, o la paz que se percibe cuando el tren se va perdiendo en la lejanía”, dice con nostalgia. Nuevos caminos A 30 minutos en carro desde Mosquera, en Facatativá, vive Juan Pablo Chávez. Un joven de 21 años, piel trigueña, cabello oscuro y ojos expresivos. Haber nacido dos generaciones después de Víctor le impidió vivir la experiencia que este recuerda con tanta lucidez, pero la idea de contar con un medio de transporte que le permita ahorrarse un par de horas en su épico recorrido lo ilusiona mucho. Se levanta a las 3:30 de la mañana, se alista, desayuna y se dirige a la terminal. Para ese momento no deben ser más de las 4:45 de la mañana o de lo contrario llegará tarde a su clase de semántica, la primera del día. Luego de una hora de camino, llega al Portal de la 80. Ahí aborda el bus G22 con destino a su última parada, la Universidad Nacional, sede Bogotá, donde cursa séptimo semestre de Español y Filología Clásica. De regreso a casa debe hacer el mismo recorrido, pero debido a los caóticos trancones de la capital, algunas veces ha gastado hasta cinco horas en llegar a Facatativá. Por eso, para él y los cientos de jóvenes que pronto empezarán una carrera universitaria fuera del municipio, el Regiotram será un sueño hecho realidad. “El tren va a ser un alivio y una oportunidad de poder acceder dignamente a la educación. Y claro, podremos dormir un par de horas más porque yo cada día me levanto cuando el sol no ha salido y llego a casa cuando ya se ha ido”, concluye Chávez. *Periodista de Especiales Regionales de SEMANA.