Desde que comenzó la pandemia dormimos, en general, más horas que antes. No parece que se haya retrasado la hora de acostarnos, pero sí nos levantamos más tarde, probablemente debido a una mayor flexibilidad en los horarios laborales y al teletrabajo. Ganamos (en sueño) el tiempo que tardaríamos en “llegar” a nuestro puesto de trabajo. Una buena noticia, sobre todo para los cronotipos más vespertinos; es decir, para aquellas personas con mayor tendencia a acostarse y levantarse tarde y con más dificultad para madrugar.

También se ha reducido el denominado jet-lag social, que aparece cuando existe una diferencia de más de dos horas entre la hora central del periodo de sueño entre semana y en fin de semana o días libres.

Menor jet-lag social y más tiempo de sueño, en condiciones normales, debería haber resultado positivo para nuestros ritmos, en general, y para nuestro sueño, en particular. Sin embargo, todo apunta a que desde que comenzó la pandemia estamos durmiendo peor. ¿Cómo es posible?

El hogar ya no es sinónimo de relax

A pesar de que algunas rutinas de nuestro día a día podrían haber mejorado nuestros ritmos circadianos, lo cierto es que han entrado en juego algunos factores que pueden contribuir a reducir la calidad de nuestro sueño y también la sincronización de nuestros ritmos.

Por un lado, ha aumentado la sensación de sobrecarga. Nuestro bienestar físico y mental se han resentido: nos sentimos, en general, peor. Factores como la preocupación por enfermar (nosotros o nuestros familiares), las dificultades económicas por la crisis asociada a la pandemia, o la mera incertidumbre sobre el futuro de esta excepcional situación sanitaria afectan a nuestro día a día.

Todo ello nos ha pasado factura. Acumular preocupaciones, estrés y ansiedad ha contribuido a que durmamos peor. Tanto es así, que algunos autores sugieren que hemos dejado de asociar nuestro hogar con el relax y el descanso. El estrés del trabajo ya no queda, para muchas personas, fuera de casa.

A esa tensión se añade que, en muchos casos, actividades que antes hacíamos a horas concretas se han vuelto más irregulares. Hemos dejado de lado rutinas diarias que contribuían a sincronizar nuestra fisiología y nuestro sueño. No hay que olvidar que nuestro reloj biológico requiere de señales que lo pongan en hora cada día como si de un reloj antiguo de cuerda se tratara, compensando su tendencia natural a retrasar.

¿Quién nos pone en hora?

Para sincronizar nuestros ritmos y que nuestro sueño no solo dure lo necesario, sino que también ocurra a las horas adecuadas, es necesario que nos expongamos de forma apropiada y regular a distintos sincronizadores. El más importante de ellos es el ciclo de luz y oscuridad. Por ello, cuanto mayor contraste tenga esta alternancia (días brillantes y noches oscuras), más fácil será poner en hora nuestro reloj biológico cada día.

Sin embargo, en esta época de pandemia y aumento del teletrabajo, sobre todo en los periodos en los que hemos estado confinados, la luz natural que recibimos durante el día disminuyó drásticamente. Muchos trabajadores dejaron de salir a la calle por la mañana para ir al trabajo. Para colmo, los interiores no siempre tienen acceso a la luz natural ni están adecuadamente iluminados durante el día.

A ello se suma la disminución en los contactos sociales. Las recomendaciones (totalmente fundamentadas y justificadas) de aumentar la distancia física entre personas, limitar las reuniones de no convivientes o el toque de queda han condicionado que irremediablemente nos relacionemos menos. Aunque no es el sincronizador fundamental para nuestro sistema circadiano, el patrón diario de contactos sociales también puede contribuir a ajustar los ritmos, además de los efectos positivos que tiene sobre el bienestar psíquico.

Desvelados por las pantallas

El confinamiento también ha afectado a otros hábitos como es el uso de dispositivos electrónicos. Recientemente, un grupo de investigadores ha demostrado en Italia que aquellas personas que utilizaron más los dispositivos con pantalla retroiluminada durante la tarde-noche en el confinamiento también presentaban menor calidad y duración del sueño, un aumento de los síntomas de insomnio y del tiempo que tardaban en dormirse (latencia) y un retraso tanto en la hora de acostarse como de levantarse.

Quienes utilizaron menos estas pantallas, por el contrario, mejoraron la calidad de sueño y experimentaron menos síntomas de insomnio. Por otro lado, los encuestados que no modificaron sus hábitos de exposición a pantallas durante la noche durmieron de forma similar durante el confinamiento y antes de la pandemia.

Estos resultados apoyan la importancia de no utilizar dispositivos con pantalla retroiluminada durante la noche para no alterar nuestro sueño y confirman lo que ya sabíamos: exponernos a la luz durante las horas cercanas al sueño no nos ayudará a dormir. Para dormir, mejor un buen libro en papel o electrónico (pero sin pantalla retroiluminada).

El sueño es un bien preciado para la salud. Más nos vale cuidarlo para que, cuando acabe la pandemia, esperemos que lo antes posible, nuestro reloj siga estando en hora.

María de los Ángeles Rol de Lama

Profesora Titular de Universidad. Codirectora del Laboratorio de Cronobiología de la Universidad de Murcia, Universidad de Murcia

Juan Antonio Madrid Perez

Catedrático de Universidad, Laboratorio de Cronobiología, Universidad de Murcia, Universidad de Murcia

María Ángeles Bonmatí Carrión

Investigadora postdoctoral Saavedra Fajardo en Fisiología, Universidad de Murcia

Publicado originalmente en The Conversation