A partir de noviembre será necesario mostrar prueba de vacunación contra la covid-19 para ingresar a los restaurantes, bares o cines en Los Ángeles, según un decreto adoptado este miércoles por la Alcaldía de la segunda ciudad estadounidense.
De manera similar a las pautas ya implementadas en Nueva York y San Francisco, esta medida se aplica a los establecimientos que sirven comida o bebida, gimnasios, lugares de entretenimiento, centros comerciales y salones de belleza.
Los supermercados y farmacias no se ven afectados por la medida, que entrará en vigor a principios de noviembre y contempla excepciones en caso de contraindicaciones médicas o creencias religiosas incompatibles con la vacunación.
“Hemos pasado demasiado tiempo imponiendo restricciones a las personas que debieron vacunarse y usar mascarilla (tapabocas). Necesitamos limitar la transmisión del virus, pero también evitar que los no vacunados vayan a lugares cerrados y pongan vidas en peligro”, dijo la presidente del concejo municipal, Nury Martínez.
Las empresas que incumplan la medida −aprobada por once votos contra dos− estarán sujetas a multas, cuyo monto aumentará en caso de reincidencia.
Asimismo, Los Ángeles exigirá vacunación o una prueba negativa para asistir a todos los eventos al aire libre que reúnan a más de 5.000 espectadores.
El distrito escolar de Los Ángeles anunció a principios de septiembre que la vacuna será obligatoria para todos los estudiantes mayores de 12 años que deseen asistir físicamente a clases, y les dio plazo hasta final de año para estar completamente inmunizados.
El coronavirus deja casi 44 millones de contagios en Estados Unidos y más de 700.000 muertos, según la Universidad Johns Hopkins, un récord mundial en términos absolutos.
La nueva normalidad en EE. UU.
Su carrito parece minúsculo en medio de los gigantescos rascacielos acristalados de Manhattan. Obligado a parar durante la pandemia, Abdul Rahman, vendedor afgano llegado a Nueva York en 1992, ha vuelto a abrir su negocio, pero apenas hay actividad en este barrio de oficinas que no acaban de llenarse.
Café, muffins, bananas, huevos cocidos: como él, miles de “vendedores ambulantes” que forman parte del paisaje neoyorquino esperaban recuperar la normalidad en septiembre.
Pero se hace esperar. “Mis ventas están en torno al 20 o 30 % con relación a la prepandemia”, confiesa Abdul Rahman, de 44 años, de pie junto al expositor de alimentos para el desayuno y un recipiente de café que apenas logra vender.
Al igual que los taxis amarillos, los pequeños quioscos móviles de color aluminio que venden hot dogs y comida rápida son parte de la identidad de la Gran Manzana.
Según datos de las asociaciones que les ayudan, hay 20.000 vendedores ambulantes en la ciudad, la mayoría inmigrantes que ven en este trabajo una salida para ganarse la vida.
Abdul Rahman expone visible el permiso de la Alcaldía y una foto de sus tres hijos nacidos en Estados Unidos.
Hace 20 años que este afgano, que llegó a Nueva York en 1992 huyendo de la guerra en su país, se instaló en la vereda de Whitehall Street, en el sur de Manhattan.
Un buen sitio, al pie de edificios de oficinas, cerca de una boca de metro y no lejos del muelle de donde salen los ferris repletos de turistas que visitan la estatua de la Libertad, así como los barcos que llevan a los trabajadores de Staten Island.
“No puedo quedarme en casa”
Tiene una clientela fiel, como Mike Reyes, un obrero de mantenimiento que asegura que viene todas las mañanas. “Necesitamos productos asequibles como los donuts o el café (a 1,25 dólares). En la ciudad es muy caro. Por lo que para mí, esta gente (los vendedores ambulantes) son esenciales”, explicó.
Pero apenas hay turistas y la “gente hace teletrabajo”.
Según un sondeo realizado por la asociación Partnership for New York City (Alianza por la Ciudad de Nueva York), solo el 23 % del millón de trabajadores de oficinas que tiene Manhattan habían vuelto a trabajar presencialmente en agosto y los empleadores esperaban un 41 % a finales de septiembre, muy inferior a los dos tercios que se vaticinaban en mayo.
Con una gorra “NY” y mascarilla negra, Abdul Rahman espera la vuelta a la normalidad “en octubre... o en enero”. “Puedo aguantar si se recupera la actividad”, dice preocupado mientras depende del salario de profesora de su esposa para mantener a la familia.
Por el momento, y tras quince meses de inactividad debido al coronavirus, durante el que recibió ayudas públicas, prefiere venir a trabajar desde el condado de Nassau, en el oeste de Long Island, donde vive.
Esto le obliga a levantarse a las 2:30 de la madrugada de lunes a viernes. “Es mejor que nada”, dice resignado pese a que los beneficios de entre 800 y 900 dólares en “una buena semana”, son de momento un recuerdo lejano. “Si me quedo en casa, ¿qué hago? Es mucha presión”, confiesa resignado.
Tras 20 años de oficio, sueña con reconvertirse.
“Mi esposa trata de ayudarme a tener un trabajo de conductor de autobús escolar, pero eso solo a tiempo parcial”, explica. Y aquí, “yo conozco a todo el mundo. Hace 20 años que estoy aquí. Toda una vida”.
Con información de la AFP.