Morir en medio de la pandemia se ha convertido en una verdadera tragedia. Ya sea por coronavirus o a causa de otra afección, los restos de las personas que fallecen en estos días y sus familiares deben someterse a un estricto protocolo que hace de la despedida un momento más desgarrador de lo habitual. Ese es el caso del sepelio de don Maximino Torres, un hombre de 88 años que se fue diez días después de haber empezado la cuarentena obligatoria.La carrera por la vacunaHacía seis meses había llegado en ambulancia a Bogotá desde Florencia, Caquetá. Le había dado un infarto y estaba delicado. Tanto, que los doctores le recomendaron quedarse unos meses en la capital para hacer terapias de rehabilitación cardiaca e incluso, psicológica, pues su esposa había fallecido hacía dos años y desde entonces él se había sumido en tal tristeza que su cuerpo comenzó a somatizarlo hasta detenerle el corazón por un momento. En enero, para colmo de males, un accidente cerebrovascular afectó su movilidad, le paralizó parte de la cara y comenzó a ocasionarle problemas para alimentarse. Fue en medio de esa rehabilitación, luego de haber recuperado algunos movimientos, que la muerte lo sorprendió.

El pasado 3 de abril don Maximino se atoró con dos pastillas que ingirió luego de almorzar y murió. No hubo nada qué hacer, ninguna ambulancia qué llamar ni ningún hospital al cual llevarlo. No obstante, hasta el martes 7 de abril Medicina Legal devolvió su cuerpo. La razón: la amenaza del covid-19. Hasta que no comprobaran que don Maximino no tuvo ningún indicio de gripa ni mucho menos rastros de coronavirus, su cuerpo debía permanecer en custodia médica. El dictamen oficial dice que murió de un paro fulminante, nada más. Pero a los Torres los funcionarios de Medicina Legal no les negaron que las ganas de volver a Florencia, el encierro de la cuarentena y el miedo de volver a una clínica ahora tuvieron que ver en su deceso.

Sus exequias se realizaron el miércoles 8 de abril, en una de las sedes de la funeraria Los Olivos, y allí la tristeza fue peor. Para evitar el riesgo de contagio por coronavirus, los servicios fúnebres solo admiten la asistencia de cinco familiares a la despedida de su ser querido, una regla difícil de cumplir para cualquier familia y en especial para los Torres, pues don Maximino tuvo diez hijos y se calcula que su descendencia bordea las setenta personas.Así fue el velorio del doctor William Gutiérrez, fallecido por coronavirusLos Torres se vieron entonces obligados a despedir a través de una videollamada grupal entrecortada a su ‘abuelito todopoderoso’ (como le decían), a aquel que había criado a varios nietos y que era el pilar de la familia.La ceremonia, que usualmente dura una hora, en esta ocasión duró tan solo diez minutos. Los asistentes, dos hijas y tres nietos de don Maximino, debieron ubicarse a metros de distancia el uno del otro y estuvieron todo el tiempo frente a un sacerdote que perdió solemnidad por el tapabocas blanco que llevaba.

A don Maximino no lo cremaron por voluntad propia, los obligó el coronavirus. Si bien para la época en que se llevaron a cabo sus exequias todavía existía la opción de enterrarlo -algo que a medida que el virus se propaga se torna más difícil- los Torres tenían una razón de peso para no hacerlo: “Si no hubiera pandemia, nosotros nos lo hubiéramos llevado para Florencia, lo hubiéramos velado allá y lo hubiéramos enterrado al lado de mi abuelita. No hay duda de eso.”, dijo una de sus nietas. Pero el coronavirus no los dejó.Ahora, hasta que la cuarentena termine y se habilite la movilidad entre regiones, las cenizas de don Maximino permanecerán lejos de Marina Lily, su esposa. La que se le adelantó dos años y le dejó maltrecho el corazón.