En una escena de 1984 -la novela de George Orwell que en su aniversario número 70 parece más vigente que nunca-, Winston Smith, el protagonista, escribe secretamente un diario. Se lo dedica al futuro o al pasado, a un tiempo en el que el pensamiento sea libre, en el que los hombres tengan diferencias y no vivan solos, y en el que la verdad exista sin que el Estado la pueda manipular.
El protagonista vive en Oceanía, un país dominado por un dictador carismático, el “Gran Hermano”, que vigila a sus súbditos todo el tiempo. Smith escribe para pensar, así le pueda suponer la muerte. Es un hereje que dice verdades que nadie escucha en una nación de guerreros y fanáticos incapaces de pensar por sí mismos.
Ese régimen, además, pretende abolir el lenguaje en su estructura tradicional para eliminar el pensamiento. El partido controla el pasado, el presente y el futuro: día a día, y casi minuto a minuto, actualiza la historia para acomodarla a sus hazañas y confirmar su infalibilidad.
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Así como lo había logrado en Rebelión en la granja, en 1984 Orwell fusiona en un todo la intención política y artística. Muchos interpretan la novela como un panfleto político anticomunista, una interpretación válida para el momento de su publicación, en 1949, en plena Guerra Fría cargada de tensiones de posguerra. Pero con el paso de los años, ha quedado claro que, como obra, ilumina la condición humana con una técnica narrativa contundente que expone y explora las relaciones entre el pensamiento, el lenguaje, la tecnología y el poder en un mundo totalitario.
La novela bien puede tomarse como una analogía del declive de la revolución rusa o como un retrato del ascenso de Donald Trump. Esto por su profecía distópica sobre los excesos de la vigilancia y la tecnología, su predicción del regreso del populismo y el nacionalismo a las masas, su defensa de la verdad en un entorno regido por la posverdad, y una reivindicación de la duda que pone en jaque al odio. Ese que moldea el actuar de los habitantes de Oceanía, borregos que, aún si dudaran de las mentiras que difunde el Partido -como explica la filósofa alemana Carolin Emcke en Contra el odio-, no podrían estar furiosos. Porque odiar requiere una certeza absoluta.
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Pocas obras resultan tan vigentes en el mundo contemporáneo como 1984. En efecto, además del trasfondo político y la crítica social, analiza el acto de observar y el efecto de ser observado, como hicieron Hitchcock en La ventana indiscreta y Charlie Brooker en la serie Black Mirror. En la novela, la vigilancia se exacerba gracias a la tecnología de las telepantallas que impone el Gran Hermano. Hoy, además de esa vigilancia impuesta y opresiva, los hombres entregan sin reproche su información a las redes sociales. “La voluntad y la cooperación de los manipulados es el principal recurso empleado por los sistemas sinópticos de marketing”, explica Zygmunt Bauman en Vigilancia líquida.
Ya lo dijo Dorian Lynskey en el diario The Guardian: más que una profecía, 1984 es aún una advertencia que cobra vigencia cada dos o tres décadas. Lo explica también Orwell en su ensayo La política y la lengua inglesa: “En nuestra época, la libertad intelectual está siendo atacada por dos flancos. Por un lado, por los enemigos teóricos, los apologistas del totalitarismo (como Bolsonaro en Brasil o Maduro en Venezuela), y, por enemigos más inmediatos como los grandes monopolios del mercado que se adueñan de la información personal para influir en las decisiones políticas.
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Por esto, la advertencia se acentúa aún más ahora que la gente cuestiona cada vez menos la mitología oficial. Una época en la que escritores y periodistas se ven impulsados por la deriva general antes que por una persecución noble y activa. Una en la que la diferencia entre la verdad y la mentira tiene sin cuidado a los entusiastas de la publicidad y a los influenciadores de las redes sociales. Lo dijo Orwell: “Los de ahora no son tiempos de paz. Tampoco son tiempos de crítica, muchos menos cuando se es capaz de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo”.