Cuando arrancó el siglo XX, tras la muerte de Giuseppe Verdi, en 1901, Giacomo Puccini fue el compositor vivo más famoso de Italia y probablemente del mundo.

Su prestigio se había cimentado en Manon Lescaut, de 1893, y La bohème, de 1896, que le habían permitido amasar una cuantiosa fortuna. Era propietario de una villa en Torre del Lago, en las afueras de Lucca, donde nació el 22 de diciembre de 1858. Poseía 14 carros, 5 lanchas de motor, un lujoso yate y una colección de armas para practicar su legendaria afición a la cacería. Era elegante, vestía a la moda, su porte tenía algo aristocrático y fumaba sin parar. Fue tan consciente de su imagen que llegó a referirse desdeñosamente de esos músicos “que creen que es necesario tener caspa para ser geniales”.

Cuando arrancó el nuevo siglo, tras el estreno de Tosca, en Londres asistió a una representación de Madama Butterfly, de David Belasco, y, pese a no hablar inglés, resolvió que sería su próxima ópera, consiguió los derechos, empezó a investigar sobre la cultura japonesa y emprendió el arduo proceso de la composición.

El 25 de febrero de 1903, por una vieja afección de su garganta, fue a Lucca para una consulta con su médico. Al final del día fue a cenar al Rebecchino, su restaurante favorito, con Elvira –su mujer–, Tonio –su hijo– y un grupo de amigos. Por la niebla y el hielo en la carretera, trataron de convencerlo de no regresar a su casa. Guido Barsuglia, su joven conductor, después de un puente patinó en una curva, el coche se precipitó y cayeron cuatro metros. Elvira y Tonio salieron ilesos, Barsuglia salió volando y Puccini quedó atrapado, inconsciente, bajo el carro. Aunque solo se fracturó la tibia de la pierna derecha, el médico colocó mal el hueso, después trataron de corregir el error, pero quedó cojo. Cojo y prisionero de un séquito de mujeres: Elvira, su cuñada Ida y sus hermanas Ninettti y Ramelde, que lo vigilaban porque estaban enteradas del amorío que sostenía desde hacía tiempo con una estudiante de derecho a quien se referían como Corinne la Piamontesa. No fue ni el primero ni el último de sus devaneos extramaritales.

Componía directamente en el piano y fue un hombre de teatro. Su legado reside en sus 12 óperas; el resto es, a lo sumo, una curiosidad.

Un suicidio para Turandot

Elvira, una mujer agria, a quien no le faltaban razones para serlo, era celosa en extremo. Para ayudar en los cuidados de su marido, contrató a Doria Manfredi, de 16 años. En el otoño de 1908 resolvió que era la amante de su marido y la despidió. No contenta con eso, resolvió acosarla sin descanso y la insultaba en la calle. Doria, desesperada, se suicidó. La autopsia determinó que era virgen y su familia inició un juicio por difamación. Fue declarada culpable, sentenciada a prisión, pero huyó a Milán. Puccini, para resolver el asunto, pagó una cuantiosa indemnización a los Manfredi, y su ya inestable relación terminó de irse al traste, pero siguieron juntos.

En mayo de 1922, en Baviera, se atragantó con un hueso de ganso, que un médico le extrajo con sumo cuidado, aunque se especula que ese habría sido el origen del cáncer que se descubrió después. En agosto de 1924 vino a visitarlo Sybil Sanderson, con quien sostendría un amorío. Ella desconfió del diagnóstico de fiebre reumática de los médicos locales. Finalmente, el dictamen médico señaló que tenía un cáncer no operable en la garganta.

Estaba embarcado en la composición de Turandot, que sería su última e inconclusa ópera. Acompañado de Tonio, viajó a Bruselas para someterse a un tratamiento de rayos X, donde murió en la madrugada del 29 de noviembre de 1923.

El 25 de abril de 1926, Arturo Toscanini dirigió el estreno de Turandot, pero detuvo la ejecución tras el suicidio de la esclava Liù, que se ha interpretado como un homenaje póstumo a Doria Manfredi.

Su Turandot, de Puccini, fue memorable, pero solo la cantó en el inicio de su carrera.

Puccini y las mujeres de su vida y de sus óperas

Giacomo Puccini fue el último eslabón de una dinastía de compositores íntimamente ligados con Lucca. Su padre, Michele, murió cuando tenía 6 años. Creció en un hogar dominado por su madre y rodeado del afecto de cinco hermanas. Las mujeres marcaron su vida y eso afloró en sus óperas: Anna, de Le villi, un vampiro vengativo; en Edgar, de 1889, Fidelia es casta y Tigrana, cruel; Manon Lescaut es frívola y apasionada; Tosca, de 1900, celosa como su mujer; Cio-Cio-San, de Madama Butterfly, indefensa pero feroz en el fondo; Minnie, de La fanciulla del west, aparentemente ingenua, es tramposa en el naipe. Así, sucesivamente, hasta Turandot, la princesa de hielo. Si bien es cierto que para los tenores escribió melodías fabulosas –nada más pensar en la popularidad de Nessun dorma–, el mundo de Puccini es el de la mujer en todas sus facetas posibles.

Los intelectuales de la ópera lo aborrecen por lo mismo que el público lo adora. Porque no era ni revolucionario ni conservador. Su música no se podía encasillar en ningún estilo específico, pero tomaba de todas las tendencias lo que podía servirle en sus propósitos, y su estilo resultó inimitable. Supo hacer de las arias momentos que llevaban, y siguen llevando, al público al paroxismo. Los temas de sus óperas son sencillos, directos, sin las complejidades de otros compositores, y su público lo agradece. Lo que sí resulta imposible es que los cantantes intenten limitarse a cantar, lo suyo es teatro en música.

Tras 100 años de su muerte, su popularidad no decrece. Muy pocos teatros pueden prescindir de sus óperas al momento de organizar las temporadas. Increíble, porque solo escribió 12 y las dos primeras son cosa de especialistas. Sin embargo, entre ellas, gústele a quien le guste, una absoluta obra maestra: Gianni Schicchi, una macabra comedia inspirada en La divina comedia, en la que Lauretta canta O mio babbino caro, que debe ser el aria preferida por los directores de cine. Nada sorprendente, porque sus óperas son tan cinematográficas que hasta profetizó los wésterns del lejano Oeste.

¿Genio? Sin la menor duda.