París. Medianoche

Abir

Nunca he dormido con ninguna mujer. No puedo permitírmelo. Podría soñar, decir en voz alta cualquier cosa que me pudiera delatar. Mi vida se resume en matar y huir. Matar y huir. Matar y huir.

La mujer que conocí anoche me ha despedido en la puerta mientras bostezaba. Parecía aliviada de verme marchar. Dentro de unos minutos no recordará mi rostro ni yo su nombre.

Siempre busco profesionales, puesto que lo único que pretendo es un desahogo rápido. En alguna ocasión han querido alargar la noche, pero yo no me lo he permitido por temor a caer en el sueño.

Disfruto del paseo en soledad. Me cruzo con mujeres que exhiben su carne en las esquinas mientras los hombres para los que trabajan aguardan fumando en cualquier portal.

Me pregunto cómo será dormir con una mujer la noche entera. Quizá no lo llegue a saber nunca. Cuando era adolescente soñaba con un futuro en el que compartiría las noches y los días con Marion.

Camino hacia el distrito X, pasaré cerca de la casa donde ella vivía con su hermana Lissette. No es que espere verla. Hace años que se marchó, pero pisar su calle consigue que la sienta cerca.

Marion... pronto nos volveremos a ver. Le prometí que haría algo grande.

Esta noche el pasado me visita como tantas otras noches y me cuesta reconocerme en el adolescente que fui. Aún siento un temblor cuando recuerdo el día en que llegué a París con mi hermano y el tío Jamal...

Abir e Ismail, dos huérfanos asustados que no podíamos elegir. Era consecuencia de la tragedia. Mi tragedia. El asesinato de nuestros padres en Ein el-Helwe. Aquel comando israelí nos dejó huérfanos.

Cierro los ojos para recordar mejor, aunque temo revivir lo que sucedió entonces y que en el presente forma parte de la pesadilla que me impide dormir.

Abir respiró hondo y dejó que los recuerdos le arrastraran al pasado.

Seguía reteniendo en la retina aquella madrugada en Ein el-Helwe cuando los judíos irrumpieron en el sueño de la familia. No los buscaban a ellos, sino al jeque Mohsin. El jeque visitaba a un cuñado de su madre.

Su padre, Jafar, les ordenó que huyeran y Abir cogió de la mano a Ismail mientras su madre, Ghada, los seguía con su hermana pequeña en brazos, la dulce Dunya. Saltaron por una ventana. El ruido de los disparos envolvía la madrugada. Su madre tropezó y cayó de bruces. La cabeza de Dunya se estampó contra el suelo y empezó a manar sangre mientras su madre gritaba. Abir se dio la vuelta y quiso socorrerlas, pero en ese momento escucharon disparos seguidos de una explosión y al jeque Mohsin chillándoles que corrieran. Pero él se agachó e intentó tirar de la mano de su madre. Vio con horror que estaba herida, porque cuando el jeque disparó a los judíos, ella se interpuso para evitar que le mataran. Y allí murió. Entonces Abir cogió una piedra y, levantando el puño, gritó a los perros judíos que los mataría. Cumpliría su promesa. La estaba cumpliendo.

Después del asesinato de sus padres, siguieron viviendo un tiempo en Ein el-Helwe, un pueblo mísero, pero donde se sentían seguros porque nada les resultaba ajeno. Más tarde la familia decidió que estarían mejor en Beirut. Sus primos, Gibram, Sami y Rosham, hicieron lo posible por aliviar su dolor.

Allí estuvieron hasta que los reclamó Jamal Adoum, tío de su padre. Cuando se enteró de lo sucedido no dudó en regresar al Líbano para hacerse cargo de los dos huérfanos de su sobrino Jafar, casado con Ghada. Era su obligación para con la familia.

Su tío Jamal era un hombre humilde con un oficio, electricista. Primero había emigrado a Francia en busca de trabajo y luego... luego, a causa de Noura, tuvo que probar suerte en Bélgica, asentándose en Bruselas. La tía Fátima era una buena mujer y el primo Farid se había ganado el respeto de la familia por su piedad y sabiduría. En cuanto a Noura, Abir no podía dejar de querer a su prima, por más que le avergonzara su comportamiento indecente.

Se sentía agradecido a su tío porque los había adoptado. Les dio sus apellidos y les enseñó a ser buenos creyentes temerosos de Alá. Puso especial empeño en que ni Abir ni el pequeño Ismail faltaran a la mezquita. Cuando alguno de ellos enfermaba y su esposa le pedía que les permitiera quedarse en casa, Jamal ni siquiera la escuchaba. No había excusa para no acudir cada viernes a rezar junto a los hermanos que mantenían su fe en aquella ciudad pecadora.

Su tío no creía que tuviera que estarle agradecido a los infieles. Le habían permitido vivir entre ellos, sí, pero bien que se ganaba el pan. Nada le habían regalado, así que nada debía. Trabajaba duro y le pagaban. No le consideraban uno de ellos ni tampoco él quiso sentir que pertenecía a aquel lugar. Algún día Europa caería como fruta madura en las manos de los creyentes.

Jamal nunca perdonó a los judíos y educó a sus hijos y a sus dos sobrinos en el odio a los asesinos. Nunca les permitió olvidar, ni siquiera sanar las heridas.

Y él, Abir, en París tuvo que aprender a sobrevivir. Procuró sacar buenas notas para contar con el aprecio de los profesores, se esforzó por hacer lo mismo que hacían los otros chicos; incluso, sin que su tío lo supiera, llegó a fumar y a beber. No quería confesárselo ni a él mismo, pero aún recordaba lo mucho que le gustaba el sabor del vino. Sus amigos del liceo se reían de él porque no se atrevía a intentar meter la mano bajo las faldas de las compañeras de clase. Hasta que un día lo hizo.

En realidad imitó el comportamiento de aquellos muchachos para sentirse parte de ellos, y llegó a evitar a otros musulmanes como él. No quería ser diferente. Se empeñó en que le consideraran un buen francés, pero aquellos chicos nunca dejaron de verle como un «árabe», decían, y se reían de él. Su color de piel, su ropa, su acento gutural al hablar francés...

Por más que lo intentara, no lograba ser como los demás. Incluso había pasado una etapa de rebeldía en la que se negaba a hablar árabe en casa. Sólo quería hablar francés y abominaba de las comidas de su tía Fátima. En unas cuantas ocasiones su tío le castigó pegándole con el cinturón. Aún le quedaba alguna marca en la espalda. Jamal le conminaba a comportarse como un buen musulmán y a no pretender convertirse en lo que nunca sería.

«¿Por qué hemos de renunciar a nuestras creencias y a nuestras costumbres para agradarles? Algún día toda Europa será nuestra y los infieles se convertirán.»

Cuánta razón tenía su tío. Ahora estaba seguro de que lo conseguirían. Los europeos eran débiles, pusilánimes. Estaban demasiado ensimismados en parecer lo que creían ser. A regañadientes, habían abierto las puertas del continente y antes de que se dieran cuenta formarían parte del islam.

Encendió un cigarrillo y aspiró el humo para que se fundiera con los pulmones. Volvió a hablar consigo mismo permitiendo que fluyeran sus pensamientos.

Le hubiera gustado acercarse hasta la casa donde antaño vivió con sus tíos. Pero alguien podría reconocerle y eso le pondría en peligro.

Metió la mano en el bolsillo y palpó la llave de la casa donde podría descansar. Pertenecía a un hombre que ni siquiera conocía. Era el encargado de buscar lugares seguros a los «hermanos» que formaban parte de alguno de los grupos del Círculo en Europa.

El hombre alquilaba apartamentos y casas para los combatientes y los integrantes de las células dormidas.

Abir se había convertido en uno de los lugartenientes del jeque Mohsin, que era quien guiaba a los combatientes del Círculo. El jeque no olvidaba que los padres de Abir habían sacrificado sus vidas para protegerle. Además, como les unían lejanos lazos de parentesco, confiaba en él, tanto como para permitirle organizar atentados en los que a veces participaba y en otras se marchaba antes de que se llevaran a cabo. El jeque Mohsin decía que «aún» le quería vivo, que ya llegaría el momento del martirio.

Él se sentía orgulloso de contar con la confianza del jeque; esto suponía que los hombres le respetaran, pero también le obligaba a exhibir su valor sin flaquear.