1.
Una bola de pelos en la garganta. Detrás de la lengua. Tal vez la amenaza de un resfriado. O exceso de cigarrillo. Acostado, solo y con las manos detrás de la cabeza. El ruido de la televisión. La muerte del joven se produjo en las instalaciones del colegio. Las versiones indican que la asistencia médica tardó más de una hora. Las noticias del mediodía. No sabía por qué había encendido el televisor. Era un rumor que paulatinamente abandonaba el mundo del sentido. Una costumbre. Miraba el techo. Ella había entrado al baño. Trató de pensar en algo trivial para eludir lo que le pesaba. Cuando pueda me tomaré unas vacaciones de verdad. Praga, Budapest, Bratislava. Otros lugares, lugares nuevos. Todos son nuevos, pero hay unos más distantes que otros. O llegar al DF, alquilar un carro y viajar por México. Pueblitos. Carreteras eternas. Tal vez allá conozca a alguien. Tal vez no, qué importa. Nunca fue de viajes sino de comodidades. Se sintió ridículo; ¿por qué tendemos a proyectar una vida diferente a la que hemos vivido? Se imaginó reflexionando en rectas que se prolongaban frente al volante. Inteligente, maduro. O las costas de Colombia. Palomino. Quería conocer Palomino. Le habían hablado de la entrada a la Sierra, un mar colérico, un lugar que por alguna razón se habían peleado guerrilleros y paramilitares. Ahora invadido de colonos. Podía apostar que terminaría encontrándose con un rostro familiar. Un bogotano sonriente y en vestido de baño. Debe estar lleno de paisas. Mejor explorar Suramérica. Nunca lo había hecho. Conocía muy poco. Un viaje de dos meses, tomar el carro, andar solo y atravesar Perú, Chile... ¿Por qué en los momentos de cambio la gente busca un viaje? Se supo predecible; un recurso de escape bastante obvio. Se acercaban las vacaciones de diciembre, pero con lo que había pasado no sabía si podía permitirse un viaje largo. Además, diciembre en Bogotá es una mierda. Los trancones, las novenas, la familia.
El día anterior había visto a su papá. Fue un almuerzo poblado de silencios. Lo vio viejo. Un indicio de que él también estaba envejeciendo. Ayer pensó que en algún momento moriría, probablemente pronto. Lo pensó mientras él le hablaba de algo que parecía resultar importante y molesto. Algo relacionado con la casa. Un problema de humedad que estaba afectando el tapete. A este paso me va a salir carísimo, dijo. Él lo miraba. Imaginaba cómo sería, cómo se enteraría de su muerte y no le dolió. No le dolió ni un poquito.
El papá de Lorenzo era un tipo de pocas palabras. De voz seria, fértil en sentencias. A Lorenzo le gustaba oírlo, estar a su lado. Es mejor que ya no escribas sobre los falsos positivos. Te convirtieron en un mercenario. Expuso su pensamiento de forma concisa. Sabía escoger las palabras para no abrir un boquete por el que se derramara una molesta discusión. Lorenzo quiso responderle, pero no lo hizo. Escribía, pero no creía en lo que escribía. Simplemente escribía.
¿Por qué había terminado en esa profesión? O, mejor, ¿por qué había terminado por definirlo el rótulo de periodista? ¿Le gustaba tanto escribir? ¿Había nacido para algo? En el colegio nunca se destacó. En nada. Tal vez lo hizo a conciencia. Se habituó a cargar una pereza cómoda; a caminar por la sombrita.
Timbró el celular. Respondió. Durante la llamada Karen salió del baño. Era la excusa para no mostrarse derrotado. Con la mano quiso decir dame un segundo, es algo importante. Alguien se había tomado un almacén de fotografía, el FotoMarín. Alguien armado con una pistola tenía rehenes. ¿Un lunático? El cuento le resultó inverosímil. Parecía el argumento de una mala película que con buen presupuesto y un reparto de moda se volvía un taquillazo fenomenal. Y si fuera real, sonaba más a noticia de la realidad gringa que a una manifestación de la colombiana. Colgó y le dijo que debía salir, que la podía dejar en el camino. Ella asintió. Le hizo daño verla vestida. La certidumbre de que el tiempo era irreversible. Nada nuevo, pero siempre duele recordarlo.
En el carro se preguntó si esa sería su nueva realidad, si ahora se vería confinado en historias que pasan, en disparos que abandonan nuestra memoria no bien acaban de sonar, en las vulgares anécdotas de la urbe que no dicen nada de nosotros, que simplemente funcionan como distractores. Pero algo deben decir, algo que hay que saber leer, pues por más ajena que parezca la anécdota, no lo es desde que esté sucediendo acá.
Una noche había terminado con Juan Pedro Calvo en la tienda de la esquina. Poquito. El peor apodo que había escuchado en su vida. Pero buen tipo. La idea era tomarse una cerveza antes de ir a descansar. Vino la segunda, la tercera, la conversación lo entretuvo. Se dijo que Beatriz podría esperar, que no tenía por qué saber que ya había terminado su jornada, que podía tomarse un par de horas más y asegurarse de que al llegar la encontraría dormida y así ella pasaría por alto su tufo. Lorenzo estaba entusiasmado con la publicación de un artículo que había redactado tras una larga entrevista con doña Graciela, otra madre de un muchacho que había desaparecido en Soacha a manos de unos militares vestidos de civiles después de un partido de fútbol con sus amigos en la cancha del barrio. Pero él no era el único, había tres más que lo acompañaban; una señora que vivía frente al parque los vio, notó que hablaban con unos desconocidos y se interesó. Los vio subir a la camioneta; el sonido seco de las puertas, el motor, las luces que se pierden al final de la cuadra. Todo. Debía sacarle la declaración enterita a la vieja y cuanto antes, porque podía petrificarse y no volver a musitar palabra, o peor aún, podía desaparecer.
Poquito en cambio estaba impactado por una película que había visto. Le oía el cuento a Lorenzo, pero cada vez que podía desviaba la conversación hacia la película. Y es que él también la conocía, la había visto hacía más de un año. Era de Michael Moore; una investigación en torno a la masacre de Columbine, un crimen característico de los gringos, muy presente en el primer mundo, pero, sobre todo, un problema gringo. Poquito hablaba de la Asociación del Rifle, del negocio de las armas, de la mano negra que se cernía detrás de la venta de rifles, pistolas, escopetas y municiones en los grandes almacenes de cadena; todo al alcance de todos. Poquito hablaba como si fuera gringo, profundamente indignado: repetía que ese dinero era la causa de esas muertes.
—El problema es más profundo. Es tan profundo y complejo que uno no puede explicarlo tan fácilmente— respondió con un escepticismo que a Juan Pedro más le pareció arrogancia.
Lorenzo expuso con una quietud metódica que era una cuestión de primer y tercer mundo, del tedio de los países desarrollados y de la necesidad de los países en desarrollo. Que si en todos los supermercados de Bogotá tuviéramos venta de metralletas, pistolas, granadas y el armamento que se nos viniera a la cabeza, no tendríamos masacres en los colegios, no habría sociópatas que en silencio esperaran el momento de hacerse escuchar con una ráfaga de tiros, y entonces Juan Pedro interpeló orgulloso:
—Pero habría más atracos, y no serían con el cuchillo de la cocina ni con una botella picada, sino con el armamento del protagonista de una película de acción gringa.
—Exacto. —Lorenzo descansó la mirada sobre la protagonista de la novela, que en un primer plano, desde el fondo de la tienda, decía algo al parecer muy trascendental, pero a lo que nadie atendía porque el televisor no tenía volumen o porque el ruidajo era tal que nada de lo que decía se oía—. Es como echarle la culpa de esa masacre a Marilyn Manson porque los chinos esos oyeron su álbum esa mañana, a las películas de acción o a Doom, el juego de video ese, en el que uno anda armado matando gente. Sería muy fácil y no. Es algo mucho más profundo. No sé qué sea, no sé. Incluso puede ser el gusto de los gringos por el espectáculo. Charles Manson, Jim Jones, Ted Bundy. Eso los mata. Aunque bueno, Jim Jones es diferente.
—Cierto, aquí lo que tenemos son iglesias y creyentes.
—Exacto... A lo que voy es que allá todos quieren ser una portada, ver su cara en una camiseta, ser entrevistados.
—Pero acá es igual. La gente brinca detrás del periodista que está haciendo una nota de campo para salir en la televisión.
—Para saludar a la familia. «Mamá, míreme, estoy en la televisión». No, en serio. Allá es diferente. La nación de las estrellas. Acá puede ser más peligroso caminar por las calles en la noche, pero es por otra cosa, es diferente.
Esa noche, como cualquier otra, la calle latía a muerte, un silencio se prolongaba agazapado en todas las esquinas. El vapor de Bogotá era de toro herido, pero ya nadie lo percibía. Era tan habitual que nadie escuchaba sus amenazas, y esa vez, como tantas otras, le perdonaría la vida. Lorenzo se acostaría con la cabeza embotada y sin agradecer su suerte.
Hoy, en cambio, conducía. Dos de la tarde pasadas. Un trancón de mierda. De pronto por la Novena me va mejor. La Séptima está imposible. El radio encendido en un programa de opinión y humor. Una música irritante, casi subliminal. Él había encontrado algo a qué aferrar sus pensamientos. Le parecía extraño ese caso. Aquí no se vive ese tedio, los nuestros son otros síntomas, otras patologías. Un tipo armado, rehenes en el FotoMarín; no terminaba de entenderlo. Debía haber hambre, necesidad. Algo muy tangible que lo explicara. Aunque nosotros también tenemos nuestros psicópatas; Garavito, por ejemplo. Pero esos son monstruos sexuales, violadores de niños, asesinos de mujeres. Es otra cosa, el macho hecho bestia, la perversión de un delirio judeo-cristiano, el pene hecho puñal; es diferente.
Ya sin Karen, había dejado que la radio hablara de cualquier cosa. Igual, era como si él no estuviera presente. Ahora que lo pensaba, llevaba varios días ausente. Ausente e irascible. Como cuando lo despertaban sin justificación. Hacía dos o tres días había almorzado con gente de la oficina, gente que lo respetaba. Escogieron la rotonda de comidas de un centro comercial. Él había estado muy acertado en sus comentarios durante la comida. Terminaron y pidió que lo esperaran. Entró al baño. Los orinales copados. Tomó un cubículo y orinó. Una gota rebelde escogió unos centímetros encima de su rodilla. Se expandió un poco. Ahogó un insulto, pero solo había sido una gota. Podía ser cualquier cosa. Los jeans eran oscuros, nadie lo notaría. Se recompuso, subió la cremallera y ahí estuvo. Trancada. Miró bien y no notó algo que estuviera entorpeciendo el camino del cierre. Trató de bajarlo, recorrer el camino en sentido inverso, tomar impulso, afianzar las uniones y otra vez hacia arriba. Pero ahí estaba. Otra vez en el mismo punto. Jaló con fuerza y la impotencia, una ráfaga de calor. Volvió a intentarlo, pero solo un nuevo fracaso. La forzó hasta que se hizo daño en el índice. Respiró, se lo tomó muy en serio y volvió a enfrentar la empresa. La mano liberada de sopetón, el tirador en la mano. La cremallera parecía sonreír burlona. O reír. Una carcajada descarada. Respiró hondo. Se abotonó, intentó hacer más altos sus pantalones, más larga su camiseta y salió a enfrentar el mundo. No encontró un momento de paz y dignidad en el resto de la tarde.
En el camino a FotoMarín se precipitó, con mano gentil, una lluvia lúgubre y bajita de volumen, un clima muy bogotano. Se miró la panza y se vio en su padre. En qué momento había engordado de esa manera. Las arrugas que le surcaban la cara, la cabeza cada vez más despoblada. Tuvo que frenar. Los trancones de Bogotá son el compás del vals del fracaso. Y es que toda esa rabia debía venir de ahí. No había querido aceptarlo porque llevaba un tiempo sintiéndose el prodigio del periódico, el privilegiado, el bendecido. Cuando le dijeron que no más de los falsos positivos, que era mejor que dejara que se enfriara el ambiente, que a una periodista Ocampo le habían matado a la hermana y que ahora tenía que vivir de incógnito fuera de Colombia, que eres muy joven y no queremos eso para ti, que además ya llevas más de dos años dándole al tema y eso es delicado, te tienen entre ojos, Lorenzo, que si escribes un rato acerca de cualquier cosa después puedes darte el lujo de volver. No lo dudó. Le dolió, pero le pareció sensato. Después lo fue digiriendo. En la ducha, en la oscuridad tratando de conciliar el sueño, hasta que no, ya había dejado de verlo así. Su papá, como muchos, decía que había que llamar las cosas por su nombre. Era un fracaso, un militar diría que lo habían degradado. A Lorenzo le pareció muy preciso el término. No le dolía nada diferente a la pérdida del estatus, pero le dolía. No le dolía pensar que fuera malo, que su talento había sido una ilusión. Le dolía que el mundo lo supiera, que la gente lo mirara y lo viera derrotado. Aunque podía excusarse en las amenazas. Y hasta podía ser cierto. Quiso pensar que hubo una orden desde arriba, que a alguien le ordenaron callar a ese periodista, pero sentía que no eran motivos tan nobles; me volví aburrido, dijeron que era amarillista, que no tenía categoría, que mi trabajo no era digno de un periodista profesional. Perdí el criterio, o quién sabe, tal vez jamás lo tuve.
A dos cuadras de la Quince el tráfico se hizo aún más pesado. Un lugar para parquear.