En 1974, cuando secuestraron a Gloria Zea y a su segundo marido, Andrés Uribe Campuzano, los criminales le ataron las manos a la espalda, le vendaron los ojos y la subieron en la parte de atrás de una camioneta. Consciente de que su anillo matrimonial tenía pocas probabilidades de sobrevivir, logró quitárselo y esconderlo en la rendija entre la silla y el espaldar. Semanas después, cuando pagaron el rescate, la subieron a un vehículo, una vez más con las manos a la espalda y los ojos vendados. Gloria se preguntó si era posible que estuviera ahí la joya, y empezó a buscarla. La encontró.

Esa anécdota, más que cualquier otra, ilustra la personalidad de una mujer que llegó muy lejos en la vida por una combinación de determinación, recursividad, pasión y algo de suerte.

Quienes la conocían de cerca imaginaban que Gloria Zea iba a sortear esta última visita a la clínica como otras anteriores, con tesón, como le hizo frente a tantos otros retos que le presentó la vida. Una fuerza natural y una institución del arte en Colombia, Gloria falleció el lunes, de 83 años, en la Fundación Cardioinfantil. Y no es exagerado decir que trabajó en la Ópera de Colombia casi hasta su última exhalación. “Recibió llamadas relacionadas con la obra hasta el domingo”, aseguró a SEMANA su hijo Fernando Botero. Como un hecho simbólico o circunstancial que seguramente la hubiera emocionado, las tres funciones de Madama Butterfly, la última producción que gestionó junto con el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, agotaron sus localidades.

Como muchos capítulos y retos de su vida, su dedicación a la ópera empezó accidentalmente y terminó por resaltar los mejores rasgos de su personalidad. Su hijo Fernando asegura que su madre no sabía mucho de ópera, pero se metió a fondo. Para aprender, asistió a múltiples producciones en varias partes del mundo, incluido su destino favorito, Italia. Así, pasó de tener una familiaridad básica a ser una apasionada absoluta. Un fin de semana en Tabio podía ver tres versiones diferentes de Turandot, una tras otra, para apreciar las sutiles diferencias en las interpretaciones. Al día siguiente hacía lo mismo con otra.

Varias entidades promueven ópera en Colombia, pero, desde Colcultura, Gloria Zea plantó la semilla. Culminó la restauración del Teatro Colón, apoyó la Orquesta Sinfónica, y luego a mediados de los años setenta escuchó a Hyalmar de Greiff y Alberto Upegui, sus curadores cercanos, que le dijeron: “Tenemos teatro, tenemos orquesta, ¿por qué no ópera?”. Y como nunca le faltó ambición, montó La Traviata y La Bohème. “Fueron un éxito tan alucinante que seguimos”, contó ella. Con el paso del tiempo, las producciones alcanzaron tal calidad que Colombia pasó de nada a un nivel de excelencia, de exportación.

Ramiro Osorio, director general del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, su socio en estos recientes años de ópera, le reveló a SEMANA que, en 2018, Zea cumplió un sueño. “Siempre dijo que no quería morir sin hacer ‘El caballero de la rosa’. El año pasado la estrenamos y quedó bellísima. La vimos juntos, estaba tan emocionada que lloró la mitad de la función”. Montar con éxito una producción masiva como esta, con más de 100 músicos e intérpretes en escena, le probó que ya no había producción demasiado grande para el país. Soñar y pensar en grande arrojaron frutos.

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Amores y odios

Como cualquier protagonista de la vida nacional, Zea suscitó polémicas y controversias, pero admiradores y detractores la reconocen como una mujer que dejó la piel por la cultura en Colombia. Su legado se extiende por décadas y por muchos ámbitos culturales. Llevó la colección de arte del MamBo de 80 obras, cuando lo recibió de Marta Traba en 1969, a las 3.633, con las cuales lo entregó a Claudia Hakim en 2016. No menos importante es que gestó la consecución del predio, la financiación del mismo, el diseño arquitectónico y la construcción del edificio diseñado por Rogelio Salmona, donde hoy se encuentra el museo. Como directora de Colcultura, además de traer la ópera y volverla accesible a los colombianos, lideró importantes restauraciones, como la del Teatro Colón, e impulsó necesarias publicaciones en historia, sociología y literatura. Su larga travesía incluye haber traído obras de Pablo Picasso y de Marc Chagall por primera vez al país. Y desde 1988 también dirigió la Fundación Camarín del Carmen, en el mágico espacio del centro de Bogotá, dedicada a divulgar las artes escénicas.

En 1969 recibió el Museo de Arte Moderno de Bogotá con 80 obras y sin sede. Cuando lo entregó, en 2016, tenía un espacio icónico en el centro de la ciudad y un patrimonio de casi 4.000 obras.

Claudia Hakim, actual directora del MamBo, a quien Zea admiraba, reconoce la labor titánica de su antecesora, pues dejó un museo con un patrimonio de miles de obras de arte colombiano. Como Claudia le comentó a SEMANA, “La llamábamos ‘La mujer del arte’, pues desde 1963 hizo parte de la historia de Colombia, luchando para que el museo se mantuviera. Llevo tres años y sé lo difícil que es esto, es admirable lo que logró. Seguía entregada a lo que le gustaba hacer. Venía al museo todos los días. Yo seguiré su legado: el museo queda vivo en su nombre”. Su labor en el MamBo, que terminó en 2016, se extendió por 47 años.

Cuna de plata

Su vida fue apasionante más allá del ámbito cultural. Gloria Zea creció en el hogar del varias veces ministro y embajador Germán Zea Hernández, uno de los prohombres del Partido Liberal en la segunda mitad del siglo XX. Una niña bella y privilegiada, creció rodeada de los poderosos del país y conoció el mundo en su juventud, cuando pocos colombianos podían darse ese gusto.

En 1955 estudiaba Arte en Estados Unidos, pero en una visita de fin de año a Colombia coincidió con el expresidente Alberto Lleras en su casa. El entonces rector de la Universidad de los Andes la convenció de regresar a estudiar en esa alma mater. Él mismo le hizo el recorrido y la enroló. Y en una clase de Artes Plásticas, que dictaba el joven Fernando Botero, conoció a quien pronto se convirtió en su marido. Se fueron a México, donde una estadía corta se extendió por dos años. Allá nació su primer hijo, Fernando. Luego, cuando volvieron a Colombia, nacieron Lina y Juan Carlos.

A su regreso, casi de un día para otro, Daniel Arango le pidió asumir la cátedra de Humanidades, que dictaba Ramón de Zubiría, en Los Andes. A pesar del terror que le producía enseñarle a mucha gente mayor que ella, cumplió cabalmente, y esa experiencia cambió su vida: “Me permitió conocer a los intelectuales más importantes de este país. Me formó, fue un punto de quiebre y selló mi contacto muy profundo con Los Andes”, le dijo alguna vez a SEMANA.

Anecdotario de museo

Ya separada, Gloria volvió a Nueva York en 1960, donde su padre se desempeñaba como embajador ante las Naciones Unidas. Eso permitió que sus hijos estuvieran cerca del pintor, quien coincidencialmente también se trasladó a esa ciudad para abrirse campo en el mundo del arte. Su hijo Fernando recuerda ese contraste entre la vida bohemia de su padre como un pintor “sin un hijuemadre centavo”, y la elegante y lujosa vida de su madre en la residencia de su padre, el embajador de Colombia. En una celebración en esa casa, precisamente, conoció al empresario Andrés Uribe Campuzano, contemporáneo y amigo de Germán Zea, entonces uno de los hombres más ricos del país.

Contra los deseos de su padre, en 1963 Gloria se casó con Uribe Campuzano, que recordaba como el hombre “más maravilloso, generoso y noble que conocí”. Vivió con lujos en la Gran Manzana, estableció contactos con importantes entes del arte, y luego regresó a Colombia. El matrimonio con el empresario duró 17 años, que fueron algunos de los más productivos en la carrera de Gloria.

En 1969, recién aterrizada en Colombia, su amiga Marta Traba le notificó que tenía que reemplazarla como directora del Museo de Arte Moderno, pues ella se había enamorado de Ángel Rama y se iba a Venezuela a seguir a su amor. “Tienes que hacer el museo que yo no pude hacer”, le dijo la crítica argentina. El MamBo, que había cobrado vida en 1955, que Traba dirigía desde 1963 y cuyas 80 obras estaban en la Universidad Nacional, resultó el gran reto inesperado que definió la vida de Gloria Zea. Cuando comenzó a dirigirlo, pasó de ser una dama admirada por su belleza y distinción a ser una de las protagonistas nacionales en el mundo del arte.

Desde el inicio de su gestión apuntó a lo más alto. Gracias al industrial Carlos J. Echavarría y al entonces jefe de Relaciones Públicas de Bavaria, Bernardo Hoyos, consiguió una sede por un año. Allá montó sus primeras exposiciones. Empezó con Alexander Calder, a quien nadie conocía en Colombia. Y para arrastrar al público, gestionó con el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) el préstamo de Tres mujeres en la fuente (1921), de Picasso, y con el Guggenheim el de La novia (1950), de Chagall. La segunda exposición, tan memorable para Zea como la primera, abordó a Andrés de Santamaría. Viajó con su marido para conseguir sus pinturas a Bélgica y a los Llanos Orientales de Colombia, donde vivían las dos hijas del artista.

Gloria devolvió los locales de Bavaria tras un año, y con Rogelio Salmona salió en busca de un nuevo espacio. Encontraron uno en el recién terminado Planetario Distrital, pero para usarlo necesitaban un permiso del Concejo de Bogotá presidido por María Eugenia Rojas. No se querían. María Eugenia consideraba a Zea una burguesa elitista, pero Gloria le siguió la pista hasta que una noche la encontró y la frenteó diciéndole: “Sé que cree que el museo es una entidad elitista, pero yo le pido, vaya mañana sábado, y si lo que ve es elitista, no le pido más”. El día después Zea esperó nerviosa el veredicto. María Eugenia la llamó a las cinco de la tarde: “Es suyo, doña Gloria”, le dijo. Allá permaneció siete años.

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Gloria siempre le atribuyó su éxito a quienes consideraba los mentores de su vida. Además de sus tres maridos, Fernando Botero, Andrés Uribe Campuzano y el hombre con quien estuvo hasta su muerte, Giorgio Antei, tenía una gratitud enorme con el expresidente Lleras, con Rogelio Salmona y con Belisario Betancur. Lleras la introdujo en la academia artística en Colombia, y los dos últimos, desde sus respectivas capacidades, hicieron invaluables aportes para construir la sede del MamBo. Solo en 1985 esta quedó completa, con los cuatro pisos planeados originalmente. Salmona jamás cobró un peso por los diseños originales ni por los constantes cambios. Betancur, por su parte, se ofreció a respaldar con su firma un préstamo necesario con las corporaciones de ahorro para terminar la obra.

Por décadas, Gloria sacrificó su integridad física y su tiempo familiar para mantener el museo en pie. Año tras año gestionó los fondos necesarios para albergar cientos de exposiciones y colecciones (entre otras, Calder, Rodin, Klee, Miró, Andrés de Santamaría, Alejandro Obregón, Édgar Negret). Cuando se retiró del MamBo, el artista Carlos Salas aseguró a SEMANA que “una labor titánica como la de Gloria en el museo pasa por grandes aciertos y uno que otro desacierto. Yo soy de los que se centran en los logros”. Para él, nunca nadie podrá desligar al MamBo y a Gloria Zea.

Un sello transversal

Su huella en el arte colombiano abarca mucho más que el museo. Cuando el presidente Alfonso López Michelsen le ofreció la dirección de Colcultura en 1974, Gloria le dio a esa entidad una trascendencia que no tenía. Su labor en ese instituto es una de las más recordadas, desde lo memorable e impactante hasta lo polémico.

Gloria dirigió Colcultura ocho años y allí publicó 1.000 libros, entre ellos la Biblioteca básica colombiana, la Biblioteca popular de Colcultura y el Manual de historia colombiana. También inició el programa para recuperar el patrimonio cultural. Restauró varias iglesias en Bogotá y Tunja, y, como si fuera poco, gestionó uno de los descubrimientos arqueológicos más relevantes de la historia de Colombia: Ciudad Perdida.

En su última entrevista con SEMANA, concluyó: “Solo hay una forma de vivir, siguiendo la propia conciencia, el corazón, y con una regla ética que uno se pone a sí mismo. También sabiendo personalmente que lo que está haciendo está bien”.