I
El cielo sobre la laguna parecía haber tomado un color enfermizo. Cubriendo el sol, se había formado una fina capa de nubes que le daba a la luz un matiz macilento. Desde alguna parte, lejos, amenazaban los temporales, pero por ahora sobre los tejados de Venecia se suspendía solo una densa capa de humedad.
Desde el magnífico jardín que ve al Gran Canal, Giuliano de Medici miraba el agua estancada a sus pies y sentía una ligera inquietud por el olor a algas podridas y la corriente demasiado lenta. Le hacía pensar en una sangre espesa y densa que se descompone en las venas de un cuerpo aún vivo. A sus espaldas, la hermosa residencia ducal celebraba con música, canto y libaciones solemnes la Navidad del año de gracia de 1477.
Unos pasos firmes sobre la grava lo hicieron voltear. Su Excelencia Marco Correr, persona de confianza del dux y miembro destacado del patriciado de la Serenísima, se le acercaba con desenfado. Alto, imponente, moreno como un moro, iba cubierto con una túnica de terciopelo azul de medianoche bastante sobria, en contraste con la opulencia de las sedas translúcidas y los brocados en oro tan en boga entre los nobles venecianos. Tenía la sonrisa despreocupada de quien busca un fácil acercamiento hablando de cualquier minucia.
—Giuliano de Medici, ¡es usted un joven incorregible! Se ha escapado sigilosamente del banquete que el dux ha ofrecido en su honor. A fe mía, creía que sería para llegar a un encuentro galante. Pero no, lo encuentro aquí solo, mirando el canal, todo melancólico. ¿A qué se debe?
—Necesitaba un poco de aire fresco. Hace demasiado calor en el salón —respondió vagamente.
—¿De verdad? ¿No será más bien que está tratando de escapar de los tentáculos de aquellos que quieren manipularlo? El reverendísimo patriarca parecía ansioso por engancharlo. Querrá pedirle una entrevista privada, podría apostarlo. A nombre del Santo Padre. —Tal vez —dijo Giuliano evasivo.
—¿Sabe lo que se murmura por ahí? Que Sixto IV muere de ganas de que usted se case con su sobrina Agostina, la hermana de Girolamo Riario. Dicen también que su hermano Lorenzo no es contrario a ese proyecto en absoluto, porque lograría para Florencia una alianza con Génova y las otras ciudades de Cinque Terre. Pero usted, joven, no se ve muy entusiasmado. No tiene el rostro radiante de quien está a punto de contraer nupcias.
—¿Acaso debería? Nunca he visto a esa doncella en mi vida. Eso no era falso, pero a juzgar por el retrato que le habían enviado, Agostina Riario no poseía ninguno de los atractivos femeninos capaces de avivar los deseos de un hombre joven. Menuda, de nariz aguileña e incluso un poco jorobada. Sin embargo, ciertos agentes aduaneros que frecuentaban Liguria aseguraban que en realidad el pintor había sido magnánimo; la damisela en cuestión era más bien bajita, morena de piel y tenía además complexión de labradora. ¡Podría pasar por una campesina sarracena!
La cara de disgusto de Giuliano hizo innecesarios mayores detalles. Complacido con esa admisión tácita, Correr se percató de que era momento de llevar a cabo su maniobra.
—Me he dado cuenta de que mi hija Laudomia le tiene afecto. ¿Sabe que ella lo vio pasar por la calle y me insistió mucho en que encontrara el modo de invitarlo? Creo que ha perdido la cabeza por usted. Si está de acuerdo, puedo hablar con el dux al respecto. Todos sabemos que una alianza con Venecia puede resultar muy útil para la Signoria y su hermano Lorenzo. ¿Acaso no ha venido aquí para sondear el terreno? Mi hija le conviene, Giuliano. Siempre que el compromiso entre usted y la señorita Riario no sea ya un hecho, por supuesto… No, no lo es. ¿O estoy equivocado?
—Nada irrevocable, excelencia. En realidad, mi hermano no ve con buenos ojos un vínculo entre nosotros los Medici y Girolamo Riario. No deja de ser el sobrino del papa, es cierto, pero no goza de buena reputación.
Ante tales palabras, Marco Correr estalló en una gran carcajada. —¿Buena reputación? ¡Por favor, pero si ese Girolamo Riario es uno de los peores sinvergüenzas que conozco! ¡Solo un cínico como Sixto IV podría tenerlo a su lado en la curia y presumirlo como si fuera el orgullo de la Santa Iglesia Romana!
Correr no exageraba. Ambicioso, arrogante, desvergonzado y ni siquiera tan inteligente, Riario tenía como única cualidad una apariencia atractiva que le conseguía el amor de las mujeres, ya fueran viudas, solteras o casadas; de ahí, su gran fama de mujeriego, que ciertamente no beneficiaba a Su Santidad el papa, su tío. A pesar de todo, Sixto IV lo idolatraba y era incapaz de mantenerlo bajo control. Acosado por su sobrino, que quería subir de rango a toda costa, el pontífice le había comprado el título de conde a un alto precio. Al no ser suficiente para satisfacer la avaricia del joven, Sixto IV se vio presionado a pedir para él la mano de doña Caterina Sforza, hija natural del duque de Milán, y hasta llegó a comprar la ciudad de Imola para que Girolamo pudiera convertirse en señor. Pero ni eso le bastaba. Nunca era suficiente.
—Piénselo, Giuliano. Y, sobre todo, haga entrar en razón a su hermano. Ustedes los Medici necesitan adquirir prestigio en este momento para consolidar su ascenso dentro de la Signoria, especialmente después de que Lorenzo tuvo la brillante idea de casarse con una mujer de la casa Orsini. Su familia ha alcanzado ya un rango principesco y, a estas alturas, ¿qué pasará si ahora se emparentan con una joven de oscuros orígenes? Antes de que Sixto IV se convirtiera en papa, Girolamo Riario vivía al día como escribano. No sería el mejor pariente, ¿verdad? Nosotros los Correr, en cambio, pertenecemos al patriciado veneciano más antiguo e ilustre. Hemos tenido varios dux en la familia y muchas relaciones que pueden resultarles útiles. Y finalmente, algo que nunca está de más, poseemos una gran fortuna.
Los ojillos de Correr brillaban como el oro cuya fascinación evocaba. A Giuliano le pareció más prudente moderar su euforia: no quería arriesgarse a que Correr se creara falsas expectativas y mucho menos que creyera que podía cantar victoria, sin antes discutir la propuesta con Lorenzo.
—Tal vez nunca me case, excelencia. Después de todo, se supone que Lorenzo continúa con la estirpe. Y la vida de soltero no me desagrada en absoluto.
Ligeramente decepcionado, Correr adoptó un semblante sarcástico y un poco malicioso.
—¡Pero no me diga! Entonces los rumores son ciertos. Su hermano Lorenzo vuelve a la carga para encontrarle un lugar en la curia. Una posición muy prestigiosa, dicen. Tal vez hasta en el Sacro Colegio…
Los ojos de Giuliano se abrieron de par en par. La sonrisa aparentemente frívola de Correr hacía suponer que sabía más de lo que era prudente y oportuno.
—No es ningún secreto, hijo —dijo el veneciano, anticipando cualquier pregunta.
Entonces le extendió la transcripción de una carta que monseñor Gentile Becchi, alguna vez tutor de Lorenzo, había escrito un mes antes. Era una carta confidencial, pero el dux de la Serenísima tenía fieles informantes en la curia romana que no le quitaban el ojo de encima a quienes fuera necesario, para luego reportar cada detalle que pudiera considerarse de interés.