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Odile
París, febrero de 1939
Los números flotaban alrededor de mi cabeza como estrellas. 823. Eran la llave que me abriría la puerta de una nueva vida. 822. Constelaciones de esperanza. 841. Por la noche, en mi dormitorio; por la mañana, cuando salía a comprar croissants... Ante mis ojos desfilaba una serie tras otra: 810, 840,890. Esos números representaban la libertad, el futuro. Además de los números, me había estudiado la historia de las bibliotecas desde el siglo xvi. En Inglaterra, mientras Enrique VIII estaba ocupado cortándoles la cabeza a sus esposas, nuestro rey, Francisco I, se dedicaba a modernizar su biblioteca y la ponía a disposición de los eruditos. Su colección real fue la semilla dela Biblioteca Nacional.
En la mesa de mi dormitorio, me preparaba para la entrevista de trabajo que tenía en la Biblioteca Americana repasando mis notas por última vez: fundada en 1920; la primera de París que permitía al público acceder directamente a las estanterías; abonados de más de treinta países, una cuarta parte de ellos franceses. Me aferraba a esos datos y a esas cifras con la esperanza de que me hiciesen parecer cualificada para el empleo antela directora.
Salí a grandes zancadas del piso de mi familia en la hollinosa rue de Rome, enfrente de la estación de ferrocarril de Saint-Lazare, donde las locomotoras escupían vapor. El viento me alborotaba el pelo, y me recogí unos mechones bajo la boina. Veía, a lo lejos, la cúpula negra de la iglesia de Saint-Augustin. Religión, 200. Antiguo Testamento, 221. ¿Y el Nuevo Testamento? Esperé, pero el número no me venía a la cabeza. Estaba tan nerviosa que se me olvidaban los datos más simples. Saqué la libreta del bolso. Ah, sí, 225. Claro que lo sabía.
Lo que más me había gustado de la escuela de biblioteconomía había sido el Sistema de Clasificación Decimal Dewey. Concebido en 1873 por el bibliotecario estadounidense Melvil Dewey, utilizaba diez grandes clases para distribuir los libros de las bibliotecas, según su temática, en diferentes estanterías. Todo tenía su número, lo que permitía a cualquier lector encontrar cualquier libro en cualquier biblioteca. Por ejemplo: mi madre estaba orgullosa de sus 648 (labores domésticas). Mi padre no quería admitirlo, pero le encantaba la 785 (música de cámara). A mi hermano gemelo le gustaban los 636.8, mientras que yo prefería los 636.7 (gatos y perros, respectivamente).
Llegué a le grand boulevard, donde, en sólo una manzana, la ciudad se desprendía de su manto de clase trabajadora y se ponía un abrigo de visón. El basto olor a carbón se disipaba, y lo sustituía el meloso aroma a jazmín de Joy, el perfume de las mujeres que disfrutaban contemplando los vestidos del escaparate de Nina Ricci y los guantes verdes de piel de Kislav. Un poco más allá, esquivé a unos músicos que salían de la tienda donde vendían partituras de segunda mano, dejé atrás el edificio barroco de la puerta azul y doblé la esquina para meterme en una calleja estrecha. Me sabía el camino de memoria.
Adoraba París, una ciudad rebosante de secretos. Como las cubiertas de los libros, unas de piel y otras de tela, cada puerta parisina se abría a un mundo inesperado. En sus jardines podía haber un montón de bicicletas o un corpulento portero armado con una escoba. En el caso de la biblioteca, la puerta de madera, enorme, daba a un patio secreto. Bordeado de petunias por uno de los lados y con césped en el otro, el sendero de guijarros blancos conducía hasta la mansión de piedra y ladrillo. Crucé el umbral, donde las banderas francesa y estadounidense ondeaban una al lado de la otra, y colgué mi chaqueta en el desvencijado perchero. Al aspirar el mejor aroma del mundo, una mezcla del olor musgoso de los libros viejos y el de las páginas de periódico recién impresas, tuve la sensación de que me encontraba en casa.
Llegaba con unos minutos de antelación a la entrevista; rodeé el mostrador de préstamo donde el bibliotecario jefe, siempre cortés, atendía a los abonados («¿Dónde se puede encontrar un buen filete en París?», preguntó un recién llegado que llevaba botas de cowboy; «¿Por qué tengo que pagar la multa si ni siquiera he terminado el libro?», protestaba una tal madame Simon, muy cascarrabias), y llegué a la silenciosa y acogedora sala de lectura.
Cerca de las cristaleras, la profesora Cohen, con una vistosa pluma de pavo real clavada en el moño, leía el periódico, y el señor Pryce-Jones repasaba la revista Time mientras fumaba su pipa. En otras circunstancias los habría saludado, pero estaba nerviosa por la entrevista y busqué refugio en mi sección favorita. Me encantaba estar rodeada de historias, algunas viejas como el tiempo mismo; otras, publicadas hacía sólo un mes.
Se me ocurrió buscar una novela para mi hermano Rémy. Últimamente, y cada vez más a menudo, me despertaba por la noche y le oía escribir a máquina sus artículos, en los que explicaba que Francia debería ayudar a los refugiados españoles que huían de la Guerra Civil, o insistía en que Hitler acabaría invadiendo Europa como ya había hecho con un trozo de Checoslovaquia. Lo único que conseguía que Rémy olvidara sus preocupaciones —que eran las preocupaciones de otros— era un buen libro.
Pasé la yema de los dedos por los lomos. Escogí uno y lo abrí por una página al azar. Nunca juzgaba un libro por cómo empezaba, porque esas primeras frases eran como la única cita que yo había tenido: los dos nos habíamos sonreído de forma exagerada, pero poco más. No: lo abrí hacia la mitad, donde el autor ya no intentaba impresionarme. «En la vida hay tinieblas y hay luces —leí—. Tú eres una de esas luces, la luz de todas las luces.» Oui. Merci, señor Stoker. Eso era lo que me habría gustado decirle a Rémy si hubiese podido.
Se me había hecho tarde. Corrí hacia el mostrador de préstamo, firmé la tarjeta y me metí Drácula en el bolso. La directora me estaba esperando. Llevaba el pelo, castaño, recogido en un moño, como siempre, y tenía una pluma de plata en la mano.
Todo el mundo conocía a la señorita Reeder. Escribía artículos en los periódicos y encandilaba a los oyentes en la radio, desde donde invitaba a estudiantes, maestros, soldados, extranjeros y ciudadanos franceses a visitar la biblioteca. Insistía en que allí serían todos bienvenidos.
—Me llamo Odile Souchet. Siento mucho el retraso. En realidad, he llegado antes de hora, pero se me ha ocurrido abrir un libro y...
—Leer es peligroso —dijo la señorita Reeder con una sonrisa de complicidad—. Vamos a mi despacho.
Me precedió por la sala de lectura; los abonados, todos muy bien vestidos, bajaron los periódicos que estaban leyendo para ver mejor a la famosa directora. Subí detrás de ella por la escalera de caracol y recorrimos un pasillo del ala sagrada, «sólo para empleados», hasta su despacho, donde olía a café. En la pared había una enorme fotografía aérea de una ciudad cuyas manzanas parecían un tablero de ajedrez, todo lo contrario del sinuoso entramado de calles de París.
—Eso es Washington, D.C. Antes trabajaba en la Biblioteca del Congreso —dijo al reparar en mi interés.
Hizo un ademán con el que me invitaba a tomar asiento, y ella se sentó también al otro lado de la mesa, que estaba cubierta de papeles: algunos intentaban escurrirse de una bandeja, y otros estaban sujetos bajo una perforadora. En una esquina había un teléfono negro y reluciente, y a su lado, la señorita Reeder tenía una silla ocupada por un montón de libros. Distinguí una novela de Isak Dinesen y otra de Edith Wharton. Un punto de libro —en realidad era una cinta de seda— asomaba de entre las páginas de ambas, invitando a la directora a retomar su lectura.
¿Qué clase de lectora era la señorita Reeder? Seguro que ella jamás dejaba un libro abierto y boca abajo por no tener a mano un marcapáginas, no como yo. Seguro que nunca los dejaba amontonados debajo de la cama. Debía de leer cuatro o cinco a la vez. Un libro que guardaba en el bolso para los trayectos en autobús por la ciudad; otro sobre el que un buen amigo le había pedido su opinión; otro del que nadie sabría nunca nada, un placer secreto para una tarde lluviosa de domingo...
—¿Quién es tu autor favorito? —me preguntó.
«¿Quién es tu autor favorito?» Una pregunta imposible de responder. ¿Cómo podía escoger sólo uno? De hecho, mi tía Caro y yo habíamos creado una serie de categorías (autores muertos, vivos, extranjeros, franceses, etcétera) para no tener que decidir. Pensé en los libros de la sala de lectura que había estado tocando hacía sólo un momento, y en otros que me habían tocado a mí. Admiraba la forma de pensar de Ralph Waldo Emerson («Mientras leo y escribo no estoy solo, aunque no haya nadie conmigo»), así como la de Jane Austen. Aunque la autora escribía en el siglo xix, para muchas mujeres la situación seguía siendo la misma hoy en día: su futuro dependía de con quién se casaran. Tres meses atrás, cuando informé a mis padres de que no necesitaba a ningún marido, mi padre dio un bufido y empezó a invitar a comer a un subordinado diferente todos los domingos. Mi padre me los presentaba en una bandeja, como el pavo que mi madre ataba y espolvoreaba con perejil: «Marc no ha faltado ni un solo día al trabajo, ¡ni siquiera cuando tuvo la gripe!»
—Porque tú lees, ¿verdad? —añadió la directora.
Mi padre siempre se quejaba de que la lengua me iba más deprisa que el cerebro. Con cierta frustración, contesté la primera pregunta de la señorita Reeder.
—Mi autor muerto favorito es Dostoievski, porque me gusta su personaje de Raskólnikov. Algunas veces a mí también me encantaría arrearle un coscorrón a alguien.
Silencio.
¿Por qué no le había dado una respuesta normal? Por ejemplo: «Zora Neale Hurston», mi autora viva favorita.
—Ha sido un honor conocerla —dije, me levanté y me dirigí hacia la puerta, convencida de que la entrevista había terminado.