A Yurieth Romero se le reconoce, principalmente, por ser una reconocida guionista de cine y televisión, pues cuenta con créditos en varias series premiadas de la televisión pública. Y en lo audiovisual ha pisado primero, como becaria del programa Potencia Étnica Audiovisual de la Corporación Manos Visibles en la maestría de Gestión Cultural y Producción Audiovisual de la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá y como fundadora de la productora La Caracola Films. Pero esta afrocolombiana nacida en Santa Marta tiene muchas más maneras de dar vuelo a sus historias.
De ahí que Las visitantes sea un proyecto transmedia, que la ve escribir su primer libro de cuentos, así como una serie de televisión (de seis capítulos de 30 minutos, producida por La Caracola Films, que Señal Colombia estrenará en septiembre) y una película que se encuentra en proceso de producción.
“Es demasiado grande para nosotros como realizadores de la costa Caribe colombiana llevar a cabo este proyecto, es bastante ambicioso y esperamos aporte una mirada nueva a la cinematografía nacional” aseveró Romero, en el lanzamiento de la serie y la producción de la película, el pasado julio en el marco del BAM.
Aquí, sin embargo, y mientras se puede contrastar esa adaptación propia en las pantallas, nos remitimos a la página escrita. Porque lo que ya está allá afuera, esperando su lectura, es el libro de cuentos, que es genial. Yurieth cuenta en la introducción de Las visitantes que se trata de un libro extraído de la realidad misma. Lo califica como “ficción en alto relieve”.
“Este conjunto de historias nace de mi profunda incomodidad con el mundo, con la naturaleza misma, cuando descubrí como visitante que estoy condenada a ser cuidadora de algún hombre que esté en mi vida. Esta polifonía es una interpretación personal del sentir de esas mujeres pobres, negras, indígenas, mestizas, periféricas, que veía cada domingo bajo el inclemente sol del Caribe colombiano en una fila para entrar a una cárcel donde cabían cien y había miles”, revela. “Las visitantes son las voces de todas las mujeres que habitan en mí; cada una de ellas tiene algo de mis hermanas, tías, abuela, mamá, amigas y primas”.
Cortesía de Alfaguara y Random House, compartimos ahora el primer cuento del libro, “Rara” sobre “la única que da culo para un perro”.
Rara
—La Verde está muerta. No hay movimiento. Cuando no hay movimiento es porque los «amigos» no pasarán a comer, y cuando los «amigos» no pasan a comer, muchas no tenemos con qué pagar la pieza de esa noche. Así es la vaina por acá.
Es viernes por la noche, día trece, el fin del mundo está cerca y la visita del papa también. Mi nombre es Susana, y aquí en la calle de las putas me dicen «Rara», y acabo de salir de la residencia donde vivo para buscar mi «maggie», así le digo al perico. Yo creo que mi gustico por la vaina empezó cuando estaba bien peladita, allá en mi pueblo, y le robaba los cubos de caldo de gallina a mi abuela Sixta; me gustaba olerlos y luego comérmelos con sal y limón.
Acabo de hacerle la paja al marido nuevo de doña Tica, la dueña de la residencia. ¡Qué asco! Pero bueno, el tipo, a cambio, me dio un kilo de comida para perros, una bolsa de mandarina y veinte mil pesos. Cualquier cosa es cariño.
Esta es la calle Verde, aquí trabajo, pero mi color favorito es el anaranjado. Mi perro se llama Capitán y aquí va caminando junto a mí. Hemos caminado ciento veinticinco pasos. Nos encanta contar el camino que recorremos.
Ahí están las pela’s todas aburridas, en verdá es que la cosa está dura, mi hermanita. Me da vaina todo lo que está pasando aquí en la Verde, pero a mí no me gusta mirarlas ni hablarles… y no es porque me sienta mejor que ellas, o porque me dé asco el trabajo de nosotras, no, así no es, lo único que intento es evitarlas, porque una cosa también es cierta: a estas viejas les gusta mucho el problema. Las pocas que están en las aceras bostezan del sueño o hablan con Chuchito, el vendedor de tintos, que permanece por aquí toda la noche, como si no existiera para nadie, como si estuviera incrustado en esta calle, que cuando uno la camina pareciera que sintiera que hay un corazón que late muy fuerte. En verdad, se siente un tum, tum, tum. Hay mucha energía aquí. Mi abuela dice que cuando uno siente eso es porque hay espíritus malignos alrededor.
Las pela’s están así achantadas, pues todas lo estamos, desde que llegaron las venecas. Ellas se instalaron aquí, en la calle Verde, y se empezaron a llevar los clientes para la playa. Lo otro es que ellas cobran mucho más barato, una mamada casi que la regalan.
—Esas perras nos tienen jodidas —decían siempre las pela’s de la calle Verde.
—Vienen de Venezuela es a traer las malas enfermedades pa’cá —comentan cuando se sientan en la tienda La Mano de Dios.
Llegamos. De la residencia hasta acá son quinientos pasos exactos. En esta casona vieja la puerta no es puerta, sino un poco de ladrillos con los que la taparon, y en las ventanas abrieron un hueco y le pusieron unas tablas. La gente cuando se trata de vicio es un cuento.
Cada vez que quiero entrar me meto por la «hendija» que dejan las tablas, y ya. Como yo soy bien flaquita y Capitán bien pequeño, pa’ nosotros no es problema. Ahora tenemos que caminar por este solar, que me imagino que en sus tiempos era la sala y los cuartos de esta casa. Seguro aquí vivió algún rico español que tenía esclavos negros y los maltrataba, como dice la canción de Joe Arroyo… pero Dios no se queda con nada, por que mira en manos de quién vino a quedar esta casona, aunque se esté cayendo: de «la Negra», mi hermanita, mi color.
«La Negra» es mi amiga y yo soy su clienta, ella es travesti y no puede caminar, por eso se la pasa metida en esta casa en su silla de ruedas, esperando que lleguemos sus amigas-clientas. Lo que más me gusta de «la Negra» es que siempre me recibe con un abrazo de esos que sientes un corrientazo, como cuando a uno lo abraza su mamá, que siente unas ganas de quedarse allí.
—¿Traes plata? —me pregunta «la Negra». Lo único que tengo es lo que me dio el marido de la vieja Tica, unos billetes arrugados, de borracho. Se los doy a «la Negra», ella me los recibe, saca la bolsita con mi maggie de sus trenzas y me la da.
Acabo de llegar a la residencia y lo primero que me encuentro es a la desgraciada de la vieja Tica. Ahí está con el gato feo ese, se llama dizque Noche y es ciego.
—Mi negrita, ¿y lo de esta noche qué?
No sabe cómo odio cuando me dice «mi negrita», yo no soy tu negra, malparida. Lo que más me da rabia es que me diga «mi negrita» cuando me va a cobrar. En mis bolsillos solo tengo unas monedas y no le voy a dar lo otro porque es para comer yo.
—Anótemelo.
Sigo caminando por el pasillo sin mirar pa’trás. Capitán siempre atina a voltear pa’ mirarle el culo seco ese a la vieja Tica.
Entramos a la pieza, Capitán corre y se para frente al televisor, que lo dejamos prendido. La novela de las nueve es su favorita; este perro es demasiado inteligente, entiende hasta más que yo de lo que se trata.
Cuando huelo me desconecto. Me vitalizo, todo lo veo posible. Ese celular no deja de timbrar, a mí nadie me escribe, ojalá Capitán pueda leer los mensajes por mí. Tengo diez, todos de Fermín. No quiero leer nada que venga de ese hijueputa faltón. Siempre que huelo busco en mi celu la foto de mi hermanito con Capitán y mi abuela Sixta. Capitán conoce mi cara de pendeja cuando estoy viendo esa foto, y por eso ahora está aquí conmigo, colocando su patica en el teléfono. Me encanta cuando se acurruca conmigo y me lame el 0133 que tengo tatuado en el brazo.
Hacía unos días Sixta me había llamado para contarme que habían encontrado a mis papás en una fosa común. Mi papá era campesino y mi mamá lo ayudaba, sembraban en su rocita, pilaban arroz, criaban a sus animalitos… desaparecieron desde que yo tenía quince años y mi hermano siete.
—De pronto fue que los hicieron miga, por eso no los encuentran —era lo que decían en mi pueblo. Sixta quiere hacerles un entierro católico, y la plata que yo consigo es para alimentar a Capitán y mandarle algunos pesos a ella.
Voy a aprovechar que Capitán se quedó dormido para responderle a la gonorrea de Fermín. Gracias a Dios el man de la tienda me dio la clave de su wifi. A este man toca hablarle en su idioma:
—¿Q’ kiere, Fermín?
—Negra, vajale 2.
—Encontraron a mis biejos. No tengo money y kiero ir a enterrarlos.
—Pa ezo te estava llamando. Pa proponerte un «bisnes» aki en la carsel.
No puedo dormir. Tengo tres años y medio que no piso una cárcel y juré ese siete de diciembre que nunca jamás en la vida volvería a entrar a una. No puedo dejar de mirar el 0133 de mi brazo. Además, ver dormir a Capitán con los ojos abiertos nunca es fácil. Ya me fumé la última cajetilla de cigarrillos que me quedaba. Cortarme las uñas hasta el nacimiento también me relaja full, y pintármelas de color anaranjado también. Una sola idea se repite en mi cabeza: regresar al pueblo, enterrar a los viejos, dejar el vicio y cuidar a Capitán y a Sixta.
Capitán despertó; él siempre puede oler mi preocupación y angustia.
—Me encanta que pongas tu bemba en la mía, perro feo.
Creo que lo que me intenta decir es que acepte, que le escriba a Fermín.
—Expérame ayá, ¿ke tengo ke acer?
—Nada, bienes aki, tú eztas en mi lizta d bisitantes.
Por hoy voy a apagar este celular.
—A mí también me hace falta mi Jhon, Capitán.
La última vez que había ido a la cárcel, me habían puesto el número que tengo tatuado en la entrada de registro. Llevaba mucha comida y velas porque era Día de las Velitas, y quería que Jhon se sintiera como cuando estábamos en el pueblo con la familia y Fermín; también le llevaba un papel con la huella de Capitán. Así de sentimental era Jhon. Me pusieron el segundo sello. Atravesé la puerta. Cuando estaban revisando las bolsas que todas las visitantes llevábamos con comida, un oficial nos dijo que teníamos que salir, que se suspendía la visita. Entonces se regó el rumor: uno de los reclusos se había suicidado con una afeitadora.
—Señora Susana, lo sentimos mucho. —Re cuerdo las palabras de la guardia menos odiosa del INPEC.
Jhon, Fermín y yo habíamos llegado a esta ciudad pa’ ganarnos la vida después de haber sido desplazados. Jhon trabajaba para que Capitán tuviera todo lo que necesitara. El perro había sido un regalo de mi papá, cuando Jhon estaba bien chiquito. Fermín se rebuscaba pa’ mandarles algo a la mae’ y a sus ocho hermanitos y yo trabajaba para Jhon, para Fermín, que era mi novio, Capitán y Sixta.
Jhon y Fermín no sabían robar, al mes los cogieron, cuando a Fermín se le salió un tiro y mató a una universitaria.
Es sábado. Uno, dos, tres clientes. Suficiente para hacer el envío a Sixta y comprarle a Capitán comida, ropita y cosas de aseo. La madrugada. No puedo dejar de mirar el celular. Fui a la tienda. Todavía hay gente en la Verde.
—La única que da culo para un perro —me gritó una puta. Capitán le ladró.
—No le pare bola, Rara, está empepada —dijo «la Barbie». El mal de las putas de esta calle es que son muy sapas.
Es domingo. Las siete de la mañana. Llego acá a la tienda con Capitán. «La Barbie» y «la Bella» están llevadas del ron barato viejo que seguro se metieron anoche. El cacha me dejó guardar a Capitán aquí.
—Deja a la perra ahí, mami, nosotras le echamos ojo —dijo «la Barbie».
—Perro —siempre tengo que aclararlo.
La cárcel. Un sello, dos, tres, cuatro. El patio cuatro. Hoy es el último domingo del mes, día de niños, por eso corren por los pasillos de la cárcel como si estuvieran en el parque de por su casa. Aquí todo huele a Jhon.
Fermín me cargó y me besó como cuando éramos novios y me veía llegar a su casa de allá del pueblo. Era bonito, pero de todas maneras lo último que quiero hoy es que ese me salude de besos. Me da asco.
—¿Dónde está el viejo ese?
Fermín señaló el cuarto cuarenta y siete.
—Dile que vas de parte del grone.
Cuando entré, cerré la puerta con el cerrojo. Al quitarme la blusa mis teticas cayeron como si alabaran a Dios.
—¡Ponte esa vaina!
El tipo es bastante mayor, puede tener como sesenta y pico, casi setenta. Tose, no deja de toser. El viejo se levantó de la cama, buscó un trapo y lo tendió en el colchón para que yo me sentara. Tie ne un suéter con cuello de tortuga, un pasamon tañas, sus ojos son verdes y tiene que encorvarse para entrar y estar en la pieza. Tendré que sentar me y obviamente ponerme la blusa, porque este man está raro.
—Acuéstate boca abajo.
El viejo me bajó la licra y está sobándome el culo. Okeyy, realmente tiemblo, pero del miedo.
—Detesto a las putas —dijo. Me dejó de tocar y ahora está viendo televisión a todo volumen.
Papi, con que le subas todo el volumen a esa vaina yo no voy a desaparecer.
—¿Y entonces? —dije por fin—. A las dos me tengo que ir, tengo a mi perro solo.
—No te la voy a meter. Yo solo quiero saber si eres capaz el próximo domingo de traerme una cosita…
¡Viejo hijo de puta! Mil veces hijueputa.
La tienda está despejada del poco de escombros que viven aquí en la Verde. No soporto más este lugar, me ahogo aquí. Lo único bueno es mi Capitán; ahí viene, reventó la pita con que estaba amarrado.
—Si él hubiera querido, se habría ido hace rato —dice el cacha de la tienda.
Voy a llamar a Sixta.
—Abuela, mañana te pongo el giro. El domingo que viene salgo pa’llá con Capitán… vamos a hacer el sepelio.
La malparida residencia. Le pago a doña Tica. Esa hijueputa siempre me mira el culo. Ahora pa’ rematar aparece su marido, que también me mira con hambre. Capitán les ladra. ¡Ese es mi perro! ¡Qué estrés! Creo que me pintaré las uñas.
Domingo. Aún es temprano. Capitán va conmigo a la dirección que decía en el papel que me dio «el viejo hijo de puta». Es una casa en un cerro, cerca a una playa solitaria. Abrí la puerta, no tenía seguro. Fue difícil, tuve que sacar de ladrillos la plata y la bolsa de perico. Ese malparido como que no tiene familia.
—¿Y esa cara? —pregunta «la Negra». «La Negra» se empieza a buscar en su pelo, pero por mi cara sabe que no quiero maggie hoy. Empiezo a amarrar a Capitán en la ventana. «La Negra» me pide una explicación con sus ojos de vaca cagona.
—Vengo a las dos. Él no molesta. —«La Negra» hizo una señal de dejadez. Algo como: «Haga lo que le dicte su culo».
—Si no vienes por él, lo pico y me lo como —dijo.
Me acordé de los cuentos de las visitantes de cuando yo era una, así que saqué el paquetico, lo abrí y empaqué en un condón todo lo que podía. Ahí sigue «la Negra» con sus ojotes espernancados, sé que se muere por decirme algo, por regañarme, pero que no se atreva…
Tengo también que enrollar varios billetes bien delgaditos para ponérmelos en los pliegues de las nalgas.
«La Negra» se tapó los ojos, es muy marica, no soporta ver ni el culo de una mujer. Al condón se le unta vaselina y va para adentro como si fuera un tampón. El envuelto de plata va en medio de las nalgas.
—Muchas gracias por todo, negra. Capitán y yo nos vamos hoy pa’l pueblo.
«La Negra» me regala una sonrisa y acaricia a Capitán.
Me puse el sello, 132… casi ni se entiende, pero ahí está. Llegué tardecito, para que cuando vaya a entrar ya estén cansados; cuando es así ellos hacen el paro que revisan, pero no revisan nada. Estoy haciendo la fila con las últimas visitantes que que dan y el sol de las doce del mediodía está bien arrecho. Delante de mí va una trans, y detrás una pelaíta que se ve trasnochada. El guardia va llamando número por número. La jovencita trata de colarse pasando por encima de mí. Me le tengo que parar en la raya, aunque me muera del miedo, hace años no peleo con ninguna, ya hasta se me olvidó dar puñaladas.
—En la cárcel no hay que dejársela montar de nadie —me acordé.
Esa pelada quiere tirársela de viva, y quiere pasar primero que la marica, pero no la voy a dejar. Tiene que respetar el hijueputa turno. La gente aquí es así, maleducada, no respetan nada. El guardia se dio cuenta del tira y jala y nos llamó la atención.
—Quietas. Todas van a pasar. El turno que sigue es el de la marica que la pelada no quiere dejar pasar.
—¿Cómo así que este man va a entrar primero que yo?
—Porque es su turno —dice el guardia.
—¿Acaso él es mujer? Que me muestre su concha, a ver si tiene más que yo.
La trans le estampó su identificación en la cara a la perra esa. Enseguida la otra reaccionó prendiéndola de las extensiones. Yo estoy en la mitad. El guardia paró el conteo y está tratando de separar a estas locas.
Por culpa de ellas ahora nos tienen en la mira, y yo me metí en el problema, porque cuando las señaló a ellas, el guardia también me apuntó a mí. El otro guardia, el del perro, nos hizo sentar en las sillas solo a las tres para que el perro nos oliera el culo. El corazón me late a mil, si ese perro llega a darse cuenta de que voy cargada… También me puede sentir el olor a Capitán. Huele por encima y vuelve al calambuco que le tienen con agua. El guardia nos puso el segundo sello para atravesar la puerta. ¡Bendito sea Dios!
Al contrario de lo que yo creía, no nos dejaron hacer la fila para ingresar la comida y todo eso, sino que nos llevaron al cuarto oscuro. Y ahora estamos aquí, frente a dos guardias machorras que nos van a empezar a toquetear.
—¡Abra las piernas! —me grita la malparida—. ¡Abra bien! ¿Qué, tiene la regla?
Abro mis piernas. Esto es más humillante que dar el culo por plata. Me pasó por todos lados el aparato ese que detecta si uno trae cuchillo y vainas así. La guardia más amachada no nos quita la mirada de encima a ninguna de las tres. Deben tener rabia, pensarán que les dañamos la paz del mediodía, habían retrasado la fila con la pelea y por ahí derecho se les cagó el almuerzo. Como no respondí nada, la más amachada puso su mano en mi concha.
—¡Que si tiene la regla!
Mi corazón se quiere salir. Me arde todo el pecho y siento un peso en la espalda.
—Entonces desabróchese el pantalón. No tengo de otra. Tengo que empelotarme aquí.
—Está prohibida la ropa interior de color negro —dice la guardia.
—¿Hasta la interior? ¡Hágame el hijueputa favor! —protestó la mujer trans.
Empiezo a sentir que mis labios se endurecen y tiemblan a la vez.
—Tengo a mi perro solo. ¿Puedo devolverme?
Estoy cansada de esperar en este cuarto. Ya me fastidian estas esposas. Solo puedo pensar en la angustia de mi Capitán toda esta semana. Lo imagino atravesando el solar para luego asomarse por la hendija y darse cuenta de que yo no regreso.