El desencanto en esta película es muy distinto al de la injusticia de un sistema penal. Aquí el desencanto (condición sine qua non para hacerse adulto) es el resorte que impulsa a los personajes a reenfocar sus vidas y echar para adelante a sabiendas de que tomar decisiones es un asunto peligroso pero necesario. Si bien es cierto que el radicalismo de los años 60 pecó de ingenuo y no pudo resolver los problemas que se cuestionaba (propiedad privada, familia nuclear, etc.) también lo es que la falta de respuestas no implica que las preguntas se hayan desvanecido en el espacio sideral. Belleza americana es una prueba fehaciente de que las tales pregunticas siguen molestando como una piedra en el zapato.
Lester (K. Spacey) y Carolyn (A. Bening) arrastran juntos con su matrimonio y ambos, por separado, con sus respectivos trabajos. Jane, su hija, con el escozor que le producen las rutinas de colegio y casa. El gorgojo en el alma de todos corroe (vecinos inclusive) con silenciosa insidia los pilares de este sueño americano consumado, al tiempo que fotografía, guión y actuación, con magistral delicadeza, van rasgando velo tras velo hasta la desnuda pero asordinada explosión final cuando Carolyn sucumbe ante la histeria, Lester da un paso resuelto pero trágico en dirección al pasado y Jane, la hija, hacia el dolor futuro de la madurez sin causa.
Belleza americana es una de esas películas independientes que cada nueva generación surgen en Estados Unidos para mostrar que sí se puede y así despertar a un Hollywood somnoliento. Una película que prueba el poder curativo del dolor sin mermelada.