“A veces uno quiere decir la verdad, pero le da miedo pararse en público y señalar a alguien y decirle ‘¿Usted por qué me hizo esto que yo no quería que me hiciera?’”, nos cuenta Oneida luego de la proyección en el FICCI 61 de Cantos que inundan el río, el conmovedor e importantísimo documental que protagoniza y que se estrena a nivel nacional el 21 de julio de 2022.
“Pero si nosotras somos dos o tres (o muchas más, como muestra la película), y lo hacemos en una voz talentosa, tenemos la esperanza de que no nos va a pasar nada y de que la prensa y el Gobierno nos van a escuchar. Tenemos la esperanza de que por toda parte se vea”, explica.
Razón no le ha faltado. El documental (que se proyectó como parte de la Primavera Audiovisual del Festival Miradas Medellín) se empieza a ver, sus cantos llegan a más públicos, y desde julio, cuando llegue a salas del país, debe verse aún más. Y aquí esta ella para contarlo y hablar de ello, para ver con el público esta producción que es historia patria poética y cruda. Y como la historia se sigue escribiendo, Oneida también sabe que lo que ella comparte “para algunos es un taller de aprendizaje”.
Su rostro, serio, su mirada, única, esta chocoana ha visto la oscuridad de frente y ha sentido el dolor desgarrador que produce a tantos niveles la violencia, pero, con el apoyo y los aportes de sus comadres, ha convertido cicatrices profundas y calladas en arte catártico, en clamor y en memoria.
En esta película, dirigida con enorme sensibilidad por el antropólogo, guionista y realizador Germán Arango (Luckas Perro), producida por Ana María Muñoz y distribuida por Briosa Films, vemos a esta mujer partir del legado ancestral que es el alabao, ese ritual de despedida y llevarlo donde espiritualmente le pedía estar, del lado de las víctimas, del clamor de sus almas. Y ese clamor se canta, y el “deber” del resto de la ciudadanía que mira a la paz como el único camino, es exponerse al canto, al documental y a los hechos que les sirven de dolorosa inspiración.
Vemos a Ana Oneida Orejuela Barco componer estos cantos, también a sus comadres irlos aprendiendo y replicando; las escuchamos a todas, en una multiplicación de voces que pone la piel de gallina (y que el montaje de Gustavo Vasco sabe recalcar maravillosamente). Y por estos detalles, no se trata de un documental ni lineal ni predecible, demuestra un ejercicio de guion profundo, investigado, visualizado desde la poesía brutal de la selva, los ríos chocoanos y los hechos incontestables y sus impactos.
En su justo momento, Cantos que inundan el rio aborda la pesadilla en vida que tuvo lugar en la Iglesia de Bellavista, donde perdieron la vida más de cien personas inocentes que se refugiaban de un combate, y cuya imagen latente es el Cristo mutilado.
Pero a lo largo del relato va asomando más y más fuerte el peso de la violencia en los territorios, impulsado por la perspectiva de la guerra como algo que “se gana”. Y al ver una ceremonia de firma de proceso de paz, se siente a la par el desinfle de que parece demasiado lejana y la esperanza de que algo puede cambiar de nuevo, para bien. El optimismo es aterrizado, sin embargo, pues en paralelo se escucha a una madre que expresa el temor de perder hijos de un día para otro, o la frustración de saber que por más que trató de darles una oportunidad, no encontraron posibilidades de salir adelante. Es decir, cuando aborda los problemas de desigualdad más profundos que vive el país.
En su ejercicio de composición, el director balancea toda esta realidad con evocaciones visuales entre las orillas del río Bojayá y el río Pogue: nos presenta a la Oneida niña, quien perdió su pierna a los ocho años, por cuenta de una serpiente, pero que vivía en otros tiempos y sentía preocupaciones muy distintas. También en esas aguas nos revela a la Virgen del Carmen, santa patrona del Chocó, y también a las ánimas de cientos de víctimas arrojadas al río durante los tiempos más sangrientos, con las que Oneida se conecta para escribir sus cantos.
Oneida camina con muletas, pero qué firmeza transmite. Acá está, décadas después, transmitiendo un mensaje que Colombia debe escuchar y repetirse cuantas veces sea necesario. El horror debe terminar.
El alabao se entendía hasta el siglo XX como el canto fúnebre ancestral usado por los pueblos negros para acompañar a las animas en su transito al más allá. Pero como establece la producción, se ha convertido en mucho más que eso en estos años del siglo XXI por la cruenta violencia que desde los años noventa azota la región.
Ahora, no por eso deja de ser lo que siempre fue, una manifestación de esa tradición de canto que han enseñado padres, madres y abuelas a sus hijas por décadas. Y eso registra la película en la sentida despedida que se le da en Pogue a Rosita, una de las comadres entrañables. El espectador sigue la procesión, sigue los cantos, y es desde esos puntos de referencia que entiende los significativos cambios que plantean las letras más recientes en esta expresión cultural, que exponen lo sucedido y claman porque jamás se repita.
“Nosotros somos del último municipio de Bojayá... pero mira hasta dónde van nuestros cantos, porque ya no se quedarán solamente en nuestro río”, lanza Oneida antes de despedirse.
En efecto, estos cantos inundaron el río pero solo para fluir desde Bojayá hacia el resto de Colombia y de su gente, la única que puede tomar cartas en el asunto.