Como los dioses, no era perfecta. De haberlo sido, probablemente no se habría convertido en el mito que es.
Hasta sus detractores, que durante su breve y meteórica carrera se instalaban en los teatros, al acecho del menor fallo, tuvieron que aceptar que fue la encargada de sacar la ópera del callejón sin salida dramatúrgico en que se encontraba.
Su mito se construyó poco a poco, desde su debut, el 3 de agosto de 1947, en La Gioconda, de Ponchielli, en la Arena de Verona, cuando era una desconocida, hasta la Tosca, de Puccini, del 5 de julio de 1965, en el Covent Garden de Londres. Los años gloriosos fueron diez, a lo sumo 12, cuando la voz estaba en plenitud de facultades. Una carrera corta, pero deslumbrante.
Callas se convirtió en la cantante más famosa del siglo. Su nombre desbordó el excluyente mundo de la ópera para convertirse en una estrella, de cuya vida artística y personal se ocupaba la prensa. Además de gran cantante, la rodeaban los rumores de diva caprichosa y voluntariosa, de mala colega, mala hermana y peor hija, cobrar honorarios astronómicos y haber abandonado a su marido, Giovanni-Battista Meneghini, 30 años mayor que ella, para convertirse en la amante de Aristóteles Onassis, el hombre más rico del mundo. Hasta le censuraron haberse convertido, en 1954, en una mujer esbelta, hecho al cual atribuían su fama.
¿Si no era perfecta, cómo explicar el mito?
Restauradora de la tradición
La aparición de la Callas en Italia tomó al público como de sorpresa. Solo Tullio Serafín, que la dirigió en su debut, un auténtico conocedor de la tradición del bel canto, intuyó que había llegado el momento de restaurar una manera de cantar extinta desde el siglo XIX, cuando unas pocas cantantes, las primeras divas de la historia, lograron llevar sus voces a estadios desconocidos, con voces que lograban descender a los graves de las contraltos y escalar los agudos de las sopranos con plenitud, autoridad y potencia aunados al dominio de canto de bravura.
A ese tipo de voz la denominaban soprano sfogato, es decir, ilimitada, voces poseedoras de cualidades dramáticas que cantaban con ligereza. Fueron muy pocas: Giuditta Pasta, María Malibrán y Pauline Viardot, para ellas, especialmente para la Pasta, escribieron los grandes compositores del primer tercio del siglo XIX –Rossini, Donizetti y Bellini– algunas de sus óperas. Cuando esas voces desaparecieron, sus óperas salieron del repertorio o pasaron a ser interpretadas por cantantes sin esas características.
Eso fue lo que intuyó Serafín. Cuando el repertorio de Callas se limitaba a Wagner, un par de títulos de Verdi y Turandot, de Puccini, la animó para cantar I puritani, de Bellini. Callas accedió. En menos de una semana aprendió el dificilísimo rol de la soprano, que cantó en La Fenice de Venecia, días después de La valquiria, de Wagner. Callas bordó una faena histórica. Serafín supo que había llegado del momento de restaurar la tradición.
Lo que nadie sospechó fue que, tras la voz colosal de esa soprano, pasada de kilos, se escondía una actriz de primer orden.Callas asumió, a partir de ese momento, la responsabilidad de que la ópera dejara de ser un espectáculo exclusivamente musical para volver a los ideales de lo que debe ser: teatro.
Los grandes años de la Scala
La Scala de Milán ha sido, de siempre, el gran templo de la ópera, por su tradición y su público, que puede ser el más entusiasta o el más cruel de todo el mundo.
Cauteloso y desconfiado, Antonio Ghiringhelli, pese a que ya Callas se establecía como la gran revelación y desplazaba a un segundo plano a la prima donna del momento, Renata Tebaldi, solo la convocó en 1950 para un par de reemplazos en Aída, de Verdi. Callas, medio de mala gana, aceptó, pero sin pelos en la lengua manifestó que, si La Scala no la necesitaba, esperaría a que la necesitara. Llegado el momento, el teatro no pudo permitirse el lujo de no contar en su elenco con quien, de manera meteórica, se había convertido en la prima dona assoluta, Callas aceptó, pero a partir de ese momento las cosas se harían a su manera.
En La Scala los triunfos empezaron a repetirse uno tras otro. Sin embargo, una fracción del público, los partidarios de la Tebaldi, cada noche se instalaban en la galería para protestar al menor fallo y abuchearla. Los abucheos no la intimidaban, al contrario, la incitaban para hacer de sus presentaciones momentos inolvidables.Escaló la cumbre cuando Luchino Visconti, el gran director de cine, aceptó la invitación del teatro para debutar como director de ópera; aceptó con una condición: tener a Callas.
En 1954 hicieron La vestale, de Spontini, que no subía a escena desde hacía casi un siglo, se inspiró en Canova, Ingres y David: el teatro enloqueció. Al año siguiente volvieron con La sonnambula, de Bellini; Callas revivía el recuerdo de Marie Taglioni, la ballerina del siglo XIX, al final de la ópera, a la altura del último acto, Visconti ordenó encender, al ritmo de la cabaletta, las luces del teatro, incluido el gran candelabro central, entre escena y realidad la consagró como reina de La Scala.
Un par de meses después, La traviata. Visconti hizo de la actuación de Callas un homenaje a las grandes trágicas del teatro, Eleonora Dusse y Sarah Bernhardt y, de paso, a su madre, Carla Erba, con quien Callas tenía un enorme parecido. Esa noche, Callas logró lo inimaginable: además de ser ovacionada en las arias, lo logró en momentos de intensidad teatral.
Legado y repertorio
María Callas tuvo una carrera breve, pero trascendió de tal modo la escena que su prestigio no fue igualado por ninguna de sus sucesoras. Lo que hizo forma ya parte de la historia. Casi 50 años después de su muerte, ocurrida en París el 16 de septiembre de 1977, sigue siendo la soprano más investigada, estudiada, admirada, y sus grabaciones las más vendidas.
Quinientos cuarenta y cinco (545) actuaciones de 43 títulos y casi un centenar de conciertos. Cantó la Norma, de Bellini, en 84 oportunidades y la grabó dos veces; 43 veces Lucía de Lammermoor; 21 Sonnambulas; 31 Medeas, de Cherubini; 12 Isoldas, de Wagner, y 12 Giocondas.Son solo cifras detrás del mito.