Cincuenta años después, Cien años de soledad goza y hace disfrutar de y con esa condición -por encima de malos imitadores y falsos herederos- a la que solo acceden los verdaderos e irrefutables clásicos: la de empezar y terminar en sí mismo, flotar a solas por encima de casi todo y todos, ser algo único y probablemente irrepetible.Le puede interesar: Macondo está en ÁfricaY, de acuerdo, en su ADN todavía pueden rastrearse trazas y trazos de su condición de ariete/mascarón de proa y -más allá de cronologías u órdenes de aparición en escena- de aquel movimiento sísmico-literario que se llamó Boom. Sí, Macondo y los Buendía -a la hora de simplificar sintetizando- como el lugar y la estirpe más popular del retrato de grupo. Pero la novela de García Márquez -como Pedro Páramo o a Rayuela o La vida breve- hoy se planta y se alza por sí sola sin necesidad de ayudita de amigos, memoria de maniobras editoriales o lucha de estéticas.Quien firma estas líneas, alguna vez, por inclusión en antología (tan reveladora como espasmódica, como todas las antologías), por prólogo/manifiesto de entrada para juzgar y salir a jugar a otra cosa (más reflexivamente irritante que irritantemente reflexivo), y por astucia de marca (más ingeniosa que genial pero, también, formidablemente astuta y como brotada del cerebro del más Mad de los Men) supo ser -y de tanto en tanto sigue siendo- considerado parte de aquel escuadrón ninja-renovador McOndo. Ningún problema con ello, nada de que disculparme o despegarme.Puede leer: ‘Cien años de soledad‘ cumple 50 añosPero, también, es cierto que -en tanto escritor y argentino- lo cierto es que yo nunca tuve problemas con el descubrimiento del hielo, bellezas voladoras, pestes de insomnio, mariposas amarillas, o galeones hundidos en la selva. Mucho menos su estructura episódica. Y es que todas las Grandes Novelas Argentinas son así: atomizadas e irreales y armoniosamente amorfas.Y todos los escritores totémicos argentinos siempre --de un modo y otro; único caso en la literatura del idioma y, más que probablemente, en todas las otras lenguas terrestres o extraterrestres-- han abordado lo fantástico, lo extraño, lo imposible súbitamente siendo parte de la realidad.Así, yo leí en su momento a Cien años de soledad como una sucesión de episodios tropicales de The Twilight Zone y así releí a Macondo como una pariente lejana pero directa de Twin Peaks.Y, con los años, esa ciudad se fue superponiendo a mis ciudades.A Buenos Aires (recuerdo o me convenzo de que recuerdo a García Márquez, hace medio siglo, en mi casa, con la sonrisa de quien se fue a dormir una noche como casi desconocido para despertar a la mañana siguiente consagrado y perseguido por las calles como si se tratase de una estrella de cine o astro de la canción; recuerdo a mi madre separada de mi padre y emparejada con Francisco "Paco" Porrúa, editor de la novela).A Caracas (donde mi padre trabaja en el diseño gráfico de El Otro, periódico de García Márquez que nunca llegó a publicar la noticia de la decodificación de los manuscritos de Melquíades; donde soy expulsado de un colegio secundario, no digo nada a nadie y así me dedico durante casi dos años de clandestinidad a leer en las escaleras de un centro comercial o en una biblioteca, educándome a mí mismo en el oficio que había escogido y la vocación que me había elegido desde que yo tenía memoria: sí, entonces leí Cien años de soledad y me pasaba todo el horario escolar leyendo y después volvía a mi casa fingiendo –o narrando- haber tenido un día fácil o difícil en ese tercer año de secundaria invisible y apócrifo). A Guadalajara (donde converso con acerca de la nada y del todo con García Márquez en un insolado estacionamiento de hotel de feria del libro). A Barcelona (donde Carmen Balcells se convierte en mi agente y una noche me convoca a un concierto secreto, en un palacio del Barrio Gótico, al que el creador de abuelas desalmadas asiste con la sonrisa beatífica de quien siente que ya todo podría ser una historia de las suyas).Cierro estas líneas y agradezco esta nueva invitación a Macondo con la certeza absoluta que dentro de medio siglo -cuando Cien años de soledad cumpla cien años de acompañar a la humanidad- será otro escritor el que encenderá esas velas. Velas a las que -en sus últimas páginas de primera, mañana como hoy y como ayer- ni siquiera ese “pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico” podrá apagar.* Escritor y periodista argentino. Autor de Historia argentina (1991), Jardines de Kensington (2003) y La parte soñada (2017), entre otros.