Cuando yo era niño, en los años ochenta, la realidad no era maravillosa. Ni mágica. Había una guerra en el Perú (y por cierto, otra en Colombia). Nos acostábamos con el ruido de fondo de las bombas. Dormíamos porque había apagón. Nos levantábamos con el toque de queda. En el colegio, nos enseñaban a arrojarnos al suelo en caso de tiroteo, y a proteger nuestros tímpanos de las explosiones.Nadie nunca salió volando ni nació con rabo de cerdo.Por supuesto, Cien años de soledad es una obra maestra. Hay que ser bastante obtuso para negarlo. Confirmó un talento completamente único en el firmamento literario. Se convirtió en el símbolo de la independencia cultural de América Latina. La extraordinaria potencia de su imaginario, y hasta de su vocabulario, sigue resonando en la cabeza de sus lectores por toda la vida. Como En busca del tiempo perdido o Ulises, la saga de los Buendía inauguró una época, y una manera de ver el mundo.Puede leer: El día que Gabo cantó ‘Elegía a Jaime Molina‘Es solo que todas las épocas se acaban. También la de Proust. Y la de Joyce.Mis padres, unos intelectuales progresistas que se habían enamorado en el Chile de Salvador Allende, adoraban a García Márquez. Para ellos, como para toda su generación, Cien años de soledad representaba el mismo sueño latinoamericano que la Revolución cubana o las canciones de Víctor Jara: un continente libre, que triunfa haciendo las cosas a su manera.Pero para los años ochenta, el sueño se había convertido en un insomnio de guerrillas, inflación y crisis. Durante mi niñez y adolescencia, la realidad se parecía más a una película de zombis que a la exótica Macondo.Recomendamos: ‘Cien años de soledad‘, un manual de la historia de ColombiaEn los años noventa, el irreverente escritor chileno Alberto Fuguet reunió una colección de autores hispanos, entre ellos Ray Loriga, Jaime Bayly o Rodrigo Fresán, bajo el burlón título de McOndo, como McDonald’s. Veinte años después, esos autores no podrían convivir ni siquiera en el mismo barrio, pero en ese entonces, a la luz del pasado, tenían mucho en común: reivindicación de la cultura de masas, alejamiento del exotismo, personajes jóvenes y urbanos, individualismo hedonista.La crítica los hizo pedazos. Los acusaron de frivolidad, derechismo, inconsciencia y narcisismo. Fue tan descomunal la reacción que Fuguet nunca permitió una reedición y tardó ocho años en volver a escribir un libro. Y, sin embargo, para escritores como yo, representó una liberación: significaba que podíamos escribir sobre lo que conocíamos. Que nuestro mundo, quizá pequeño y estúpido pero nuestro, también podía aparecer en un libro.Sugerimos: ‘Cien años de soledad‘ cumple 50 añosLo interesante es que, ya para entonces, tampoco García Márquez era el mismo de Cien años de soledad. Del amor y otros demonios o los Doce cuentos peregrinos son narraciones más sobrias y realistas. Por no mencionar sus extraordinarios reportajes.Para mí, que también escribo libros periodísticos, Noticia de un secuestro y La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile han representado una influencia mucho mayor que su ficción. En mi última novela (La noche de los alfileres) me inspiré directamente en la estructura del fatalismo de Crónica de una muerte anunciada. Mientras otros autores imitaban hasta el cansancio la estética de Cien años de soledad, García Márquez nunca dejó de experimentar. Jamás se conformó con su triunfo del pasado.Cincuenta años después de su aparición, Cien años de soledad me parece la gran expresión de una era que no conocí, y de una sensibilidad antigua. Eso tiene un gran valor arqueológico, sin duda. Pero creo que el primer perjudicado por su éxito fue el propio Gabriel García Márquez, cuyo valor y talento quedan frecuentemente eclipsados tras una única novela.*Escritor y periodista peruano, ganador del Premio Alfaguara de Novela en 2006. Autor de novelas como ‘Abril rojo’ (2006) y ‘La pena máxima’ (2014).