No se toma mucho tiempo Close, la sensible película del belga Lukas Dhont (ganadora del Grand Prix en Cannes, nominada al Óscar a Mejor película extranjera y disponible en MUBI desde el mes pasado), en hacerle recordar a su público lo que significa una amistad de infancia...
El tipo de amistad “uña y mugre”, tan cercana que en ella ambos niños se comunican con la mirada y el pensamiento; la que conecta desde intereses similares y distintos por igual, vibra desde el juego. En ella, quedarse a dormir donde el amigo es lo máximo, porque en esas noches y tardes se imaginan futuros grandilocuentes y se comparten aventuras desde la imaginación. Es real, esa amistad. Los niños pueden pelearse una que otra vez, pero esa amistad es amor y gozo puro y lo más cercano de la alegría que existe. Lo afortunados que vivieron algo así lo saben.
Y saben también que entonces se crece.
Las cosas cambian. Esa amistad tan fuerte es, a la vez, altamente vulnerable al paso del tiempo y al peso de las expectativas. Y donde antes se decía libremente que se quería al amigo, las presiones que llegan desde afuera y adentro van amoldando uno de los discursos, o los dos. Aparecen grietas.
En el escenario “más triste”, entre comillas, porque la vida a veces revela que una separación puede ser lo “mejor” para ambas partes (sea lo que sea que eso signifique), los amigos de infancia toman caminos distintos cuando sus actitudes cambian. Se distancian y, a veces, se niegan. Y duele muchísimo. Para una o ambas partes. Son episodios con ecos traumáticos, para algunos chicos. Son episodios que forman, para bien y para mal, a la mayoría.
Todos hemos sido, además, ese amigo que cambió y dejó a alguien atrás; todos hemos sido quienes vieron a alguien cambiar y dejarnos atrás.
Eso les pasa a Leo y a Remi, dos pequeños de trece años que tienen una de esas amistas entrañablemente cercanas. Juegan sus juegos de guerra imaginarios, y son más cercanos que hermanos de sangre. Y cuando entran a este nuevo colegio, su amistad los hace ver como algo más a os ojos del resto. A los ojos de todos. Nosotros somos también culpables de la rotulación.
Leo es rubio, seguro de sí mismo, y vive en una casa con hermanos mayores y padres granjeros. Remi, pelinegro, es hijo único, es tímido, sensible y un gran músico; y le sigue la cuerda a Leo en lo que sea. Uña y mugre, pasando tiempo en el pastal con Sophie, mamá de Remi, quien parece una amiga más de los dos, o en el cuarto de Remi. Y siempre van juntos en bicicleta al colegio. Es su ritual compartido inviolable.
“¿Están juntos?”, les preguntan en el colegio.
Según cuenta el director belga, luego de su largometraje anterior Girl (2018), en el que miró al mundo femenino, Close pretendía abordar al otro lado. La perspectiva fue tomando forma después de que leyera una investigación sobre niños y adolescentes, que seguía la evolución de su trato con sus amigos y las palabras que usaban para referirse a ellos. Este arrojaba que, antes de la adolescencia, entre los niños no hay miedo el utilizar la palabra amor. Aman al amigo, punto. Pero entre más crecen y empiezan a amoldarse y actuar distinto, su discurso cambia.
No dejan de ser amigos, muchas veces, pero la manera de referirse a sus amigos del alma (este siendo una de los eufemismos a los que acudimos) es diferente y menos afectuosa. La expresión verbal del amor, parece, está socialmente acallada después de un punto, así como la cercanía física, que no necesariamente tiene que ver con la sexualidad. La película juega con esa discusión. Sugiriéndola casi a manera de señuelo, para probarnos que no importa, que ni siquiera alcanza a entrar en la conversación más relevante.
Esa cercana amistad de Leo y Remi (así como el lazo entre Sophie y su hijo Remi y el afinidad que une a Leo con Sophie también) se ponen a prueba con los desencuentros que ese peso social tiene en los niños. Porque mientras Leo adopta el hockey, su amigo no le cree del todo que le guste y va entendiendo de poco lo que sucede, la distancia. Crecer también tiene esos detalles... mientras que antes compartían un espacio pequeño e imaginaban un futuro de músico y mánager tomándose el mundo, todo se amarga cuando desde afuera se les anota que son quizá demasiado cercanos. Y aparece la confrontación, física, parcialmente verbal, porque ni siquiera de adultos es sencillo poner estos asuntos en palabras.
En ese tránsito entre la niñez y la adolescencia, en el que a algunos les nace marcar el camino separándose de su pasado y otros los resienten, por amoldarse para sentirse parte de algo, han muerto grandes amistades de infancia y se han abierto grandes vacíos. Pero la película de Dhont no se queda ahí. Lidia también con las consecuencias de esa separación social, de esas grietas, con escenas duras que marcan esa distancia, esa incomodidad creciente. Lo que era algo y ya no lo puede ser más. Y las familias hacen parte de la ecuación, desde sus apoyos, desde sus propios enigmas y desde sus capítulos por cerrar.
Para Dhont, la sociedad se ha empeñado en mostrar a los jóvenes hombres haciéndose daño. El mundo y las narrativas parecen reforzar que los niños son crueles, que la narrativa de los jóvenes hambrientos de poder, fuerza y control de El señor de las moscas prevalece sobre un sentido de cariño y gozo y apoyo comunitario. Pero este existe, hasta que se lo permitimos. Esa sensación parece dejar Close.
Dhont exploró, según confesó en varias entrevistas, con una mirada opuesta a la de películas como la alemana All Is Quiet On The Western Front, que terminó por llevarse el Óscar y muchos premios BAFTA, y su clásico retrato de los jóvenes como máquinas de guerra. En ese sentido, considera a la suya una película política antes que intimista.
Razón no le falta. En su mensaje de que la sociedad mata el verdadero amor entre niños y jóvenes es mucho más subversiva.