SEMANA: ¿Cuál diría usted que es la característica fundamental que define el momento que estamos viviendo, y cuáles sus implicaciones?
WILLIAM OSPINA: Vivimos en la era de la técnica, cuya prioridad es dominar y transformar el mundo. Pero esa fiebre de transformación no está orientada por la sensibilidad ni por el conocimiento ni por la sabiduría, sino por el ansia de acumulación, por la codicia y por una sed de novedades casi infinita. Todo es mercancía, todo es consumo y todo es espectáculo; la historia se acelera, vamos cada vez más rápido, pero ya nadie se pregunta hacia dónde, qué es lo que ganamos con tanta velocidad, con tanta basura, con tanta adrenalina.
SEMANA: Desde hace unas décadas han comenzado a verse cambios de pensamiento que se han acentuado, entre ellos, una mayor conciencia de la crisis ambiental y social, un impulso tecnológico que tiene a varios filósofos repensando lo que significa ser humano, y un mayor entendimiento de que todos los fenómenos del planeta están interconectados. ¿Podría decirse que estamos ante un cambio de paradigma?
W.O.: Creo que sí, porque en este modelo no es la humanidad la que gana. La humanidad se ha vuelto un instrumento de los poderes del mundo para hacerse cada vez más poderosos, más influyentes, más virales. Por un tiempo eso pudo fascinarnos, como fascina a los niños todo juguete nuevo, pero por fortuna ya no solo están a la vista los encantos del modelo, su diseño, su resplandor, su refinamiento: en los aparatos, en las mercancías, en las pantallas, en los juegos, en los empaques, sino también sus peligros: en la basura, en el modo como nos arrebatan lo único que tenemos que es el tiempo, porque el tiempo es escaso, la vida se va, y la estamos ofrendando sin pena ni gloria en los altares de la vanidad y de la codicia. Se apaga el teléfono celular y quedamos vacíos, no somos Leonardo da Vinci, ni Humboldt, ni Mozart.
Pero además la naturaleza misma va siendo saqueada: el clima se altera, el mundo, donde era bello vivir, se va convirtiendo en el escenario de un malestar creciente. Así que la gente va a reaccionar, va a recordar que en el breve tiempo de la vida vale la pena existir de verdad, respirar, abrazar, crear, ser algo por nosotros mismos, no estar formateados como máquinas ni convertidos apenas en adictos al opio electrónico.
SEMANA: ¿Cuál diría que es la mayor virtud de la actual civilización y cuál el defecto al que habría que ponerle más atención?
W.O: La actual civilización está llena de virtudes, está llena de talento, está llena de conocimiento. La ciencia ha descubierto tantas cosas, la técnica ha creado tantos mecanismos de transformación, la industria produce continuamente cosas tan interesantes y tan ingeniosas, que estamos todo el tiempo asombrados de nuestras virtudes. El problema es lo que dijo Nietzsche: “Perecerás por tus virtudes”. Tantas cosas bellas e ingeniosas se vuelven basura no reciclable, tanto plástico que al comienzo parece útil se convierte en una peste cósmica; ya hay más plásticos que peces en los océanos y ahora las micropartículas de plástico corren por nuestro torrente sanguíneo. Todo es luz, todo es ruido, todo es velocidad, no sé cómo los animales nos soportan… bueno, aquí están los virus haciendo lo posible por ponerle freno a una especie que todo lo arrasa, que todo lo modifica, que no respeta nada, que cree que solo ella tiene derecho a vivir y a proliferar.
SEMANA: En el libro también habla de la historia y el presente de Colombia. ¿Cómo lee la actual situación del país?
W.O.: Estamos en una semana apasionante, porque algo que se veía venir ya está aquí: el despertar de un pueblo al que han tenido acallado y al que han tratado de acobardar durante décadas. Los jóvenes colombianos, acorralados en las fronteras del peligro, llevan años perdiéndole el miedo a la muerte. Y como los poderes colombianos siempre reinaron por el terror, solo una generación que no tenga miedo podrá desplazarlos. No se trata de que esos poderes no existan: se trata de que deben aprender a dejar existir al resto, Colombia está aprendiendo a quererse, a defender su dignidad, a amar su propia belleza, a apreciar su propio talento. Es el despertar de un mundo, todo va a cambiar, y mañana podremos decir que hemos visto este momento.
SEMANA: En uno de sus ensayos usted afirma que el principal mal de este país es la indiferencia ante lo público y lo comunitario, y el hecho de que no nos identificamos ni nos sentimos responsables por lo que le pase al otro. ¿Cuál es, a su juicio, el origen de ese mal?
W.O.: Somos una sociedad muy compleja a la que nunca se le permitió tomar conciencia de su complejidad. Nos hicieron creer que éramos un país europeo, blanco, católico, de muebles vieneses y humor británico. En nuestro orden mental no cabían los caimanes ni los chigüiros ni las anacondas ni los guayacanes, no cabían los numerosos pueblos indígenas, sus lenguas, sus mitologías, no cabían los afros con sus músicas, sus ritmos, sus colores, sus relatos, sus metáforas; aquí solo cabían Miguel Antonio Caro y el escapulario. Ahora estamos aprendiendo a ser latinoamericanos, andinos, caribeños, como dice la canción Somos Pacífico, y somos también amazónicos, y somos europeos, y somos el siglo XXI, aquí tiene que caber todo, porque como decía León de Greiff, “Todo no vale nada si el resto vale menos”.
SEMANA: También dice que la única manera de cambiar el futuro es cambiando el presente, y que para ello hay que modificar el orden mental en que estamos inscritos y el lenguaje con el cual nos relacionamos. ¿Cómo podría comenzar a cambiar ese lenguaje?
W.O.: Está cambiando ya. Todo el arte popular ha trabajado para eso. Lo que pasa es que aquí todo lo que inventa la cultura tarda mucho en ser advertido por la política. La política es un sudario, es un orden momificado que no se da cuenta de lo que está cambiando. Es por eso que a veces la sociedad tiene que estallar: la tenían encerrada en una vasija demasiado estrecha y mezquina, pero la sociedad creció, se enriqueció, cobró conciencia de su enormidad, de su pluralidad, entonces el viejo orden estalla.
Y a los que se beneficiaban de esa quietud les duele un poco. Después lo agradecerán, porque aquí todos necesitamos un país mejor, ser el gran país que merecemos, que todos, hasta los ricos, anhelan, aunque no se atrevan a construirlo, aunque haya que demostrarles que también ellos merecen algo mejor que un país donde ni siquiera pueden disfrutar de lo que tienen, porque han cerrado los ojos a lo que necesitaban los demás.
SEMANA: Escribiendo sobre el romanticismo, usted explica que el mensaje de la poesía de Friedrich Hölderlin era la reivindicación de la divinidad. ¿Cuál cree que sería el mensaje de los poetas y los artistas hoy?
W.O.: Hoy ya sabemos que la divinidad está en el mundo. Que no hay que buscarla en el más allá. Nadie lo dijo mejor que Walt Whitman:
“Yo creo que una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por las estrellas,
Y que la hormiga es perfecta, y que también lo son el grano de arena y el huevo del zorzal,
Y que la rana es una obra maestra, digna de las más altas,
Y que la zarzamora podría adornar los salones del cielo,
Y que la menor articulación de mi mano puede humillar a todas las máquinas,
Y que la vaca que pace con la cabeza baja supera a todas las estatuas,
Y que un ratón es un milagro suficiente para confundir a millones de incrédulos”.
SEMANA: En el romanticismo, las personas volvieron a conectarse con lo sagrado. Hoy, ¿cómo podría conseguirse esa conexión?
W.O.: Una alianza poderosa de la filosofía con la ética, del pensamiento con la imaginación, de la sensibilidad con la responsabilidad, respetar el misterio del mundo, defender la vida, y no solo la de la especie humana, porque no sobreviviremos si el conjunto de la vida no sobrevive. A los que viven del actual desorden les costará entenderlo, pero los jóvenes lo van a entender muy fácil, porque se están dando cuenta de que con tanta vanidad de la civilización presente, les estaban quitando el futuro. Y esta pandemia sí que ha venido a recordarnos que podemos vivir sin computadores, pero no sin agua pura, que podemos vivir sin aviones, pero no sin oxígeno.