“Si el jazz es una religión, Kind of Blue es la Biblia”. Esta frase la pronuncia uno de los personajes de mi primera novela, La nostalgia del melómano. Ya no recuerdo de dónde la saqué o si más bien la adapté. Con seguridad no la inventé, porque buena parte del trabajo en la construcción de los diálogos de aquel libro consistió en recoger frases que los melómanos repiten, casi como si tuvieran un refranero particular. Aparecen, por ejemplo, versos completos de los tangos de Carlos Gardel camuflados entre las conversaciones. Dos amigos concluyen que la vida nos agarra y nos sacude a su antojo “como juega el gato maula con el mísero ratón”. Y está la anécdota, un poco más obscura, del día en que Charlie Parker puso benzedrina en el café del cantante Rubberlegs Williams antes de que entraran al estudio de grabación: el resultado es un canto desenfrenado que quedó registrado para siempre en cierto disco. En fin, las cosas que hablan a diario los amantes de la música.
Los amantes de la música necesitamos héroes, mitos fundacionales, reliquias sagradas. Alguna vez le escuché decir lo siguiente al poeta Federico Díaz-Granados: «Para los que somos ateos, el poema toma el lugar de la oración». Creo que esa idea se puede extender a casi todo el arte. Quizá los artistas y sus seguidores están buscando cierta sensación de omnipresencia por fuera de las rigideces eclesiásticas. Kind of Blue fue un disco de larga duración publicado originalmente por el sello Columbia Records en agosto de 1959 que ha trascendido al tiempo en todos los formatos: fue vinilo, casete, disco compacto y nuevamente vinilo. Es uno de los pocos álbumes de jazz que nunca se han descatalogado.
Es eterno. Es la Biblia.
Desde la portada (aquella foto a media luz de Miles Davis en primerísimo plano tocando su trompeta) anuncia su condición de clásico. Y luego está la música: la inconfundible trompeta con sordina de Miles Davis flotando sobre el piano de pocas notas de Bill Evans, alternándose con los solos de saxofones de John Coltrane y Cannonball Adderley. El primero ligeramente áspero, el segundo ligeramente dulce. El álbum tiene algo que lo hace sonar inmediatamente familiar. Puede ser el equivalente discográfico a esas imágenes que parecen estar en muchos lugares a la vez, como los cuadros del Sagrado Corazón o los Perros jugando al póquer de Cassius Coolidge. La primera vez que nos acercamos, es como si ya lo conociéramos. Por eso no me cuesta trabajo recordar mi primera vez con Kind of Blue, igual que recuerdo, por ejemplo, la primera vez que escuché Dark Side of the Moon de Pink Floyd: menciono este y no otro disco porque es uno de sus derivados.
La historia va más o menos así. Cuando estaba en el bachillerato, decidieron instituir las llamadas «materias electivas». Aparte de las clases obligatorias, los alumnos podíamos elegir la materia que quisiéramos de una lista que nos daban a principio de año. Recuerdo primero mi incredulidad y luego mi entusiasmo cuando leí «Apreciación del jazz». Inmediatamente me inscribí. Íbamos a ser un grupo pequeño (no cabía duda) que se reuniría una vez por semana en la biblioteca del colegio, donde estaba instalado el equipo de sonido.
El jazz no era, en absoluto, un sonido usual. Aquella era la época del reinado de Michael Jackson y Madonna. Esos dos eran imbatibles. Pero en mi familia había un tío con unos gustos musicales muy propios. Tenía fama de hippie, yo creo más bien que era un tipo con una sensibilidad diferente. Y entre su colección de discos, que me fascinaba escarbar, había varias grabaciones de jazz, desde Billie Holiday hasta Keith Jarrett (y música de la India a cargo de Ravi Shankar). También era posible oír algo de este género en las ondas radiales, aunque solo en las emisoras culturales, y en menor medida en la televisión: tengo el recuerdo de una emisión del programa Espectaculares JES, a finales de los ochenta, en que se presentó el saxofonista Gato Barbieri.
Lo que más me entusiasmó de entrada fue saber que nuestro profesor sería Roberto Rodríguez Silva, uno de los pioneros de la difusión del jazz en la radio. Yo, de hecho, escuchaba su programa en la emisora hjck y estaba familiarizado con esa voz ronca, ese acento impecable cuando leía los títulos en inglés y esa manera exquisita de pronunciar «jaaaaaazz» como cuando una partitura marca un ritardando.
¿En qué consistían las clases? Cada semana, Rodríguez Silva llevaba cuatro o cinco discos y los iba explicando. A veces hablaba antes de que empezara a sonar la grabación, otras veces hablaba por encima de la música para hacernos notar algún detalle. Más que seguir un orden cronológico, le gustaba organizar sus clases por instrumentos. “Hoy vamos a escuchar el banjo”, nos anunciaba más con tono de presentador que de profesor, e iba soltando unas joyas discográficas de su colección. Yo era quien se sentaba más cerca del equipo de sonido y no tardé en convertirme en el monitor de la clase, es decir, el que ponía los discos.
Sucedió que no todos los estudiantes tenían vocación para el jazz, o más bien la curiosidad inicial se fue apagando. A los quince años uno no sabe lo que quiere, sino que va tanteando. Empezaron las distracciones, los bostezos de algunos compañeros, y el profesor terminó desanimándose también. Por lo demás, Rodríguez Silva era docente universitario, muy respetado en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Javeriana, y no iba a seguir perdiendo el tiempo con un grupo de colegiales despistados. Un día, a mitad de año, decidió que no dictaba más la materia y me encargó a mí de concluirles el semestre. Eso significaba que todas las semanas yo debía ir a su casa, recibir los discos para cada clase y una instrucción escueta de lo que debía decirles.
Su casa era elegante. La había diseñado él mismo y tenía un subsuelo privilegiado: una cava, solo que en vez de guardar vinos la utilizaba para preservar su colección de discos. La emoción fue enorme la primera vez que bajé por esas escaleras. La cava estaba iluminada por una luz tenue, que le daba cierto aire de misterio a la colección. Con esfuerzo pude distinguir algunos nombres: Fats Waller, Dizzy Gillespie, Jack Teagarden, la Preservation Hall Jazz Band...
En la parte superior derecha de cada portada, Rodríguez Silva les ponía una pequeña calcomanía blanca con un número. Ese número correspondía simplemente al orden en que iba adquiriendo sus discos. Aparte tenía un libro, que renovaba cada cierto tiempo, con un listado alfabético de artistas y de títulos que referían a los números en cuestión. Pues bien, el objeto número 001 de la colección de este gran hombre de la radio era Kind of Blue de Miles Davis. Fue la primera vez que lo vi. O que lo adiviné, porque mirar una portada oscura en una habitación oscura es lo mismo que no ver nada. Me llamó la atención lo gastado que estaba, en comparación con muchos otros discos que se veían casi nuevos. El borde del long-play había dejado un relieve corroído en el cartón, como una cicatriz redonda. Seguramente lo había acompañado más tiempo que el resto de discos, quizá hasta había viajado con él. Estoy casi seguro de que era una primera edición.
El recuerdo de ese momento, la imagen de aquella portada vieja en aquel sótano, la conciencia (no sé de dónde) de que tenía en mis manos un clásico, todo eso terminó aflorando años después en unos capítulos de mi novela y por eso aparece allí, justamente, uno de estos objetos valiosísimos. «La primera edición de la Biblia», la llaman los personajes.
La primera vez que estuve a punto de comprarme una copia, una intuición me frenó. Ya estudiaba en la universidad pero recordaba a mi viejo profesor y su tesoro discográfico. Lo cierto es que andaba paseando por un centro comercial, tenía la plata, pasé frente a una tienda y lo vi en la vitrina. Era una edición en cd de finales de los años ochenta que hacía parte de la serie Columbia Jazz Masterpieces y que, definitivamente, no tenía la misma imagen de portada del vinilo original. Ese detalle la volvía menos llamativa para mí, así que preferí comprar un compilado de temas de Louis Armstrong. La edición de Kind of Blue de la que hablo circuló más o menos durante un lustro y será recordada entre los coleccionistas por su herejía: no solamente reemplazaron la foto original por otra tomada años después, sino que la imprimieron invertida, haciendo que muchos oyentes de aquella generación creyeran que el trompetista era zurdo.
Después vino la reivindicación. En la década de 1990 el sello Sony Music imprimió, con la carátula original, una edición de lujo con los cd recubiertos en oro de veinticuatro quilates. Desde el punto de vista sonoro, el oro es uno de los materiales que garantizan menor desgaste y por lo tanto mayor fidelidad. En un foro de audiófilos comentaban que esta edición dorada no solo presenta una reducción general del ruido de fondo, sino que los platillos de Jimmy Cobb se escuchan más claros y el piano de Bill Evans más cálido. Yo no sé si puedo captar tanta sutileza, pero me parece relevante que, de los cientos de miles de títulos que la industria discográfica llegó a circular en su mejor momento, solamente un puñado fue elegido para ser inmortalizado en el metal más valioso de este mundo. Eso es precisamente Kind of Blue, oro para los oídos.
*Publicado con autorización del autor y de Rey Naranjo Editores.