El hombre, solitario entre los cadáveres, se agachó sobre el cuerpo del asesino de Gaitán. Lo reconoció porque era el único que llevaba dos corbatas al cuello. Luego, dificultosamente, le cogió la mano derecha, empapó el pulgar en la tinta que había sacado del periódico, y tomó su huella dactilar.Más tarde, en la paz de su oficina vacía, cotejó la mancha de tinta con seis tarjetas de la Registraduría, que correspondían a seis Juan Roa diferentes. Y dos días después, el lunes 12 de abril, el rostro de Juan Roa Sierra, se asomó a la ciudad destrozada, desde la edición de cuatro páginas que logró imprimir "EL Espectador".Aquel hombre no era un detective. Era un periodista. Su nombre --Felipe González Toledo-- encabezó las primeras planas de los periódicos en muchas ocasiones, a lo largo de cuarenta años. Ahora, sin embargo, sólo lo recuerda un pequeño grupo de iniciados: los reporteros judiciales, viejos y jóvenes, que de tarde en tarde hablan de él como se habla de un maestro, pero también como se habla de un muerto: en pasado.Sin embargo, Felipe González no ha muerto. Está vivo, y bien vivo, con setenta años y un montón de recuerdos encima. Es un hombre menudo, de cabellos blancos y bigote frondoso. Tras su nariz incisiva y su piel erosionada por las trasnochadas monumentales del viejo periodismo, se esconde una memoria prodigiosa y un castellano limpio, diseminado impecablemente a lo largo de catorce mil artículos políticos y judiciales, que constituyen las obras completas, si no más importantes, las más copiosas de la producción literaria nacional.Sí, literaria. Porque entre los centenares y centenares de relatos sobre crímenes, publicados en "El Liberal", "El Espectador", la vieja revista "Sucesos" o "El Tiempo", se esconde una antología del suspenso mejor que cualquier otra extraída de la ficción.Alrededor de González Toledo, se movieron otros grandes periodistas, como Luis Elías Rodríguez y Pablo E. Forero, pero él parece resumir la crónica Judicial desde los años 30 hasta 1975.Se ocupaba de casos que desbordaban la imaginación, a pesar de ser completamente reales. Y, tras pasar por el tamiz de ese hombre atildado y silencioso, se convertían en clásicos: "Teresita la descuartizada"; "El baúl escarlata"; "El apartamento 301"; "El doctor Mata".La hora gris Con él competían --y departían-- sus rivales, que todavía están en la batalla: Ismael Enrique Arenas, Rogelio Echavarría, Luis de Castro, Guillermo Lanao. Era inevitable encontrarlos en la Avenida Jiménez, a las cuatro de la mañana, luego del cierre de los periódicos, camino del mismo café, con el mismo corbatín, el mismo borsalino y la misma gabardina que los identificaba.Casi todos tenían, además, la figura encorvada y flaca que dan las horas pasadas ante las gigantescas Rémington y Olivettis, tras caminar todo el día, de juzgado en juzgado, libreta y pluma en mano.Y es que el gran periodismo anterior a los años 60 estuvo siempre manchado de sangre. Esas ciudades pequeñas, provincianas aunque fueran capitales, se estremecían con las historias de los escasos crímenes, que los periódicos aprovechaban muy bien. Felipe González era el sabueso de la prensa, detective sin placa que llegó a desvirtuar investigaciones policíacas enteras y que dio a historias de por sí excepcionales el contrapunto de la mejor novela de ficción.García Márquez, en su escritorio de "El Universal" de Cartagena, lo leyó cotidianamente. Años después, al conocerlo en la redacción de "El Espectador", habría de dedicarle la primera edición de "La Hojarasca" con las palabras "de su hincha número uno". Y tal vez la historia de Wilma Montessi, cuya muerte describió Gabo en una larga crónica de trece capítulos, tuvo raíces en aquellas extensas historias criminales que González Toledo componía noche tras noche, en mangas de camisa, en el tercer piso del edificio Monserrate, donde quedaba el periódico.También lo "chiviaron" Antes de identificar el cadáver del asesino de Gaitán, el punto más alto de su carrera, Gonzalez Toledo recorrió un largo camino. Empezó en 1930, cuando sólo tenía 19 años. J. A. Osorio Lizarazo era el jefe de redacción durante su fugaz paso por "La Tarde" de Barranquilla. Después fue uno de los primeros "reporters" radiales del país, y llegó a "La Razón", el vespertino de Juan Lozano. Sufrió las grandes "chiviadas" de su vida en "El Liberal", matutino que competía activamente con "El Tiempo" en los años 40. En una ocasión almorzó con un conocido que al día siguiente estaba en las primeras planas, acusado de asesinato, sin que él supiera por qué. Meses más tarde se incendió el primer piso del edificio donde vivía, y González se enteró por los diarios del día siguiente.Tal vez de ahí, de esos tremendos errores, fue de donde sacó fuerza para convertirse en el legendario Felipe González Toledo. En 1945, don Gabriel Cano le sumó los sueldos de tres puestos que desempeñaba, y se lo llevó en exclusiva para "El Espectador". Entonces aparecieron las grandes historias, una tras otra, tal vez como un antecedente del gran "Relato de un náufrago" que aparecería años después.La terrible historia del italiano Angelo Lamarca y su amante asesinada, apareció en 1950, como "Teresita, la descuartizada". Pero Teresita era algo más que un cadáver. Gobernaba Ospina Pérez, ascendía la censura y "Teresita la descuartizada" fue el apodo que la gente le puso a la Constitución, abruptamente reformada.Tres años antes, en el 47, había ocurrido el primero de los grandes crímenes macabros: el caso del baúl escarlata. Un equipaje poco misterioso, puesto que llevaba destinatario y remitente, fue abandonado en la estación del tren de Barbosa. No era exactamente un baúl, ni tampoco era escarlata, según confiesa ahora González Toledo. Y nunca se pudo encontrar al culpable. Dentro de la caja, cuidadosamente acomodados entre cal, estaban los miembros de una niña de trece años.González Toledo tenía un buen amigo, que le servía de informador, de contradictor y ocasionalmente de contertulio: el detective Chocolate, cuyo verdadero nombre nunca se supo, y cuya mayor tragedia fue adquirir una enfermedad cutánea que le agregó a su apodo las palabras "en leche". Estaba también en ese círculo Ismael Enrique Arenas, el gran cronista judicial de "El Tiempo" que todavía cubre --"Chiviando"-- la Corte Suprema de Justicia. "Chocolate", encargado del caso, inventó una historia sobre un cadáver sacado de la morgue y remitido por correo como una broma macabra. La historia fue publicada como exclusiva por Arenas. González Toledo, pacientemente, ató los hilos de la historia falsa, yendo y viniendo entre la morgue y el cementerio. Sí había desaparecido un cadáver pero los estudiantes lo raparon previamente. Y la cabeza del baúl tenía 17 centímetros de cabello. La investigación se cayó. Arenas dijo que el cabello crece después de la muerte, y hasta el día de hoy sostiene que "Chocolate" tuvo la razón.Era la vida de los cronistas judiciales que todavía transcurre así, aunque ya como un género menor del periodismo. Era una vida que el país siguió paso a paso durante los meses que duró el caso del "doctor Mata", en 1948. El doctor Mata, como caso, comenzó con el descubrimiento de un oscuro abogado que tomaba poderes totales de sus clientes, y luego los mataba. Asesinó seis o siete, pero sólo apareció un cadáver. Y el doctor Mata, como historia, nació el día en que un titulador recortó el nombre, porque no cabía en las dos columnas que le destinaron en primera página. El doctor Nepomuceno Matallana murió en la cárcel Modelo, que entonces quedaba en Las Cruces, en compañía del hombre que ejecutaba a los clientes por él: Hipólito Herrera.Pasado vivo Después del cierre de los periódicos, durante la dictadura de Rojas, González Toledo, fundó con Rogelio Echavarría la famosa "Sucesos", que llegó a circular 60 mil ejemplares semanales y duró cinco años. Después estuvo en "El Tiempo", codo a codo con Ismael Enrique Arenas, y compitiendo con sus viejos amigos Guillermo Lanao y Luis de Castro en el otro diario, "El Espectador". Todos ellos formaron la nueva generación de cronistas judiciales, que siguen recorriendo las comisarías a las cinco de la mañana, entrando a los juzgados como si fueran un empleado más y redactando en curioso lenguaje grandes casos como "el enmaletado" y "el scout muerto". Pero en segunda línea.Hoy, Felipe González Toledo, vive retirado, en un modesto barrio del occidente bogotano. Ya no lo llama el director del periódico, para decirle que lo "chiviaron", ni tiene que llamar al Procurador General ni al presidente de la Corte, como lo hacía antes, diariamente. Ahora escribe cada vez que la arterioesclerosis se lo permite. Y va a una funeraria a preguntar cuánto vale el entierro de una pierna, porque el médico le amenazó con tener que amputársela si no dejaba de fumar. Al ver que era más económico morir entero que a pedazos, tomó la decisión irrevocable de no fumar más el paquete diario de Pielroja que lo acompañó cincuenta años. Tras sus recuerdos polvorientos --un dibujo original de Omar Rayo, distinciones logradas como periodista y muchos recortes-- está un hombre de voluntad férrea, un padre de familia y un escritor, autor de "Trece crónicas" publicados por Colcultura. Crónicas que van desde la historia de un esqueleto para practicar pruebas que recorre los pisos de los juzgados, hasta una detallada descripción del oriente bogotano. Porque, antes que cronista judicial, González Toledo es cronista de su ciudad. Y de su tiempo, que ya no es éste.--