Una de las voces más genuinas e irreverentes de la literatura contemporánea, Luis Miguel Rivas, tiene cuna valluna, formación paisa y presente porteño, y de estas circunstancias geográfico-espaciales, sus personajes y de sus inquietudes nutre sus escritos. Nació en Cartago en 1969; creció en Envigado, al sur de Medellín; vive en Buenos Aires.
Antes de dedicarse de lleno a la escritura y a acompañar talleres literarios, Rivas trabajó como libretista y realizador audiovisual. Con el Fondo Editorial Eafit publicó sus dos primeros libros, Los amigos míos se viven muriendo (2007) y Tareas no hechas (2014). Y es precisamente ese primer trabajo el que en 2024 reedita Seix Barral, la editorial que publicó sus libros Más tareas no hechas (2023), Malabarista nervioso (2022, Premio Nacional de Literatura 2023), Era más grande el muerto (2017) y ¿Nos vamos a ir como estamos pasando de bueno? (2015). Rivas también es autor del poemario Hoy no quiero metáforas (Angosta, 2018).
Ahora que Seix Barral de nueva vida a Los amigos míos se viven muriendo, un trabajo que resultó clave para ratificar las alas literarias de Rivas y cimentar un recorrido que sigue alimentando con cada escrito, compartimos el segundo de los ocho cuentos que reúne, que en esta nueva edición cuenta con un epílogo del escritor antioqueño Héctor Abad Faciolince.
Sobre estos escritos, Abad asegura: “Durante la lectura tenemos la sensación de estar con el narrador en el mismo sitio de la historia, casi como si fuéramos un personaje más o un testigo mudo que no lee el cuento, sino que lo vive. Como la prosa es tan visual, tan finamente descriptiva, más que lectores nos convertimos en espectadores de los cuentos de Rivas. Y como el narrador al mismo tiempo mira, describe y piensa, nos metemos también en la cabeza de quien cuenta y seguimos el hilo de su mente”.
Del libro que marcó su debut, esto es “HUID DE LA PRIMERA MIRADA”, una advertencia sobre el fogonazo inescapable del “amor” y las consecuencias de entregar lo que se es.
HUID DE LA PRIMERA MIRADA
Escuchad, hombres y mujeres ingenuos de todo el mundo. Vengo a advertiros de cosas que a lo mejor ya habéis vivido sin percataros. Vengo a preveniros, vengo a ayudaros: ¡huid de la primera mirada! Estad atentos, sed perspicaces cuando un hombre o una mujer os mire, aprended a reconocer en el fulgor de unos ojos que se encuentran con los vuestros las sutiles partículas que pueden perderos definitivamente. En esas imperceptibles partículas está sintetizado el germen explosivo del amor. Si lo reconocéis podéis huir a tiempo. Si llegáis a ser conscientes de ello podréis escoger, definir el rumbo de vuestra historia. Si no lo hacéis, si sucumbís, no os quedará más camino que renunciar a las riendas de vuestra propia vida. Entonces ateneos: sufrid y gozad al caprichoso vaivén de los sentimientos ingobernables. Si no lo hacéis, probablemente os ocurra algo parecido a lo que os voy a contar.
Soy Benjamín Correa, vecino del barrio Mesa, ubicado en la llamada ciudad señorial, Envigado. Nací y crecí en una casa de bahareque, techos altísimos, alerones sobre la acera y ventanas de madera. Una casa hecha para que vivieran personas. No tuve padre y no es del caso contar esa parte de mi vida, pero quiero deciros que mis padres fueron los libros: anaqueles llenos de ediciones antiguas empastadas en cuero. De niño, adolescente y mayor conversé con don Alonso Quijano, con Robinson Crusoe, con los piratas de Sir Robert Louis Stevenson, con los expedicionarios de Jenofonte, con los aventureros de don Julio Verne, con los angustiados hijos de Federico Dostoievsky, con los fantasmas de Edgar Allan Poe y con otros con tertulios amables, sabios e incondicionales que me enseñaron a hablar, a caminar, a vivir. Nunca salí de mi casa a otra cosa que no fuera dirigirme a la biblioteca pública José Félix de Restrepo. Y así hubieran transcurrido plácidamente mis días, hasta la fecha ineludible que el destino tiene tachada en un almanaque que desconozco, si no fuera por una mirada que no supe reconocer a tiempo.
Fue una tarde de hace dos años. Había tomado de los anaqueles de la biblioteca pública un ejemplar de la colección Jackson. ¿La recuerdan?, esa que tiene como introducción algo así como: «Un gran librepensador inglés dijo: la verdadera universidad hoy en día son los libros». Se trataba del tomo de las conversaciones entre Goethe y Eckermann. Me senté a la mesa, abrí el libro y al cabo de unos segundos empecé a sentir un leve calor en el hombro. Levanté los ojos del texto y nada distinto a dos muchachas haciendo malamente sus tareas vi en la mesa del lado. Volví a iniciar el párrafo y cuando iba por el sexto o séptimo renglón, una sombra oscureció la página. Detuve de nuevo la lectura y giré el rostro a todos lados: al fondo había una madre haciendo la tarea de un párvulo que construía un castillo con libros; en el cubículo de la bibliotecaria estaba la empleada haciendo croché y en la mesa de al lado las dos jóvenes. No observé nada extraño a excepción del gesto abrupto con el que una de las muchachas giró la cabeza cuando las miré.
Volví a Eckermann y Goethe, pero no pude con centrarme. Algo inusitado ocurría. Pasé mi mano por la cabeza, levanté el mentón, moví el cuello a un lado como tratando de relajarme y en ese movimiento me detuve como petrificado. Ahí estaba la mirada. La joven que hace unos segundos había volteado el rostro tenía sus ojos puestos en mí. Fue solo un instante, duró poco más de lo que dura un parpadeo. Pero todos sabemos que basta con entrever al basilisco durante una milésima de segundo para morir. En un intento torpe por describir lo que sentí puedo decir que el calor inicial volvió a calentar esta vez, no solo el hombro, sino la totalidad de mi cuerpo y que de súbito se apropió de mí la sensación de no estar solo en el mundo. En ese momento todavía hubiera podido salvarme, hubiera podido huir si mi corta inteligencia y mi precaria experiencia me lo hubieran advertido. Si alguien me lo hubiera dicho, si alguien lo hubiera escrito. Pero no lo sabía. Por eso hoy refiero mi historia para que sirva de testimonio aleccionador para las presentes y futuras generaciones.
Esa tarde me olvidé definitivamente de Eckermann y Goethe. Fingía leer y levantaba la cabeza cada dos minutos. Y cada dos minutos estaban los ojos de ella esperándome. Cada dos minutos, con mi voluntad de mirarla, decidía yo insuflar más aire a ese globo de goma que me maravillaba ver crecer. Cada dos minutos (voy a utilizar metáforas gastadas pero precisas) decidía impulsar el descenso de esa bola de nieve que me divertía ver rodar, cada vez decidía echar trozos de leña en la fogata para disfrutar de su crepitar.
Si, a pesar de la conmoción de la primera mirada, hubiera hecho un leve esfuerzo para volver a Goethe y hubiera valorado el acontecimiento en su real dimensión, como una «circunstancia bella y fugaz», de esas que nos ocurren a diario, mi vida sería hoy otra. Por el contrario, la periodicidad y la duración de las miradas se aumentaron sin pudor alguno. Al final de la tarde las muchachas terminaron su consulta y salieron. Antes de cruzar la puerta de salida Ella se detuvo, hizo como si acomodara su cabello a la altura de la nuca y me miró. A pesar de que el gesto era directo y podría parecer provocador, los ojos hablaban de timidez, de humildad, de necesidad de protección y… ¡ay, Dios! … de amor.
Volví a la biblioteca al día siguiente y Ella fue sola. A pesar de mi timidez de ostra decidí hablarle y Ella respondió de modo natural, amable, familiar. ¿Qué fue lo primero que le dije? No lo sé, no lo recuerdo. Quizá le pregunté la hora o pedí permiso para tomar un libro de su mesa. En las primeras horas de la noche estábamos hablando en una de las bancas del parque de Envigado. A partir de ese día mis salidas de casa tuvieron como destino cada vez menos la biblioteca y cada vez más las calles, tiendas y lugares de ella. Fue mi Dulcinea, mi Beatriz, mi Eurídice, mi Remedios la Bella, mi Sonia. Le escribí sonetos al mejor estilo de Petrarca, cartas que hubiera envidiado el mismo caballero de La Mancha, acrósticos, décimas, coplas, poemas en verso libre y alguno que otro cuento en el que ella era la heroína. Mi dama los leía y los disfrutaba más con el placer de quien recibe un elogio desacostumbrado que con la fruición de quien va lora o por lo menos entiende una pieza literaria. «Tan lindo», me decía después de acabar la lectura y doblaba el papel.
El proceso fue así: de las miradas pasamos a las palabras, de las palabras a las caricias, de las caricias a los besos, de los besos a los encuentros cotidianos, de los encuentros cotidianos a la pasión, de la pasión a la necesidad mutua, de la necesidad mutua a los compromisos tácitos y luego al compromiso declarado: nos hicimos novios. Yo gozaba de su universo de bailes familiares, chismes de barrio y preocupaciones cotidianas. Un universo que había estado a una cuadra de mi casa toda la vida, pero al que nunca me había acercado porque permanecía absorto en mis deliciosas y largas conversaciones con los hombres de los libros. Ella a su vez se entretenía con mis palabras, le parecía distinto y original (a pesar de lo anacrónico) mi modo de hablar y de ver las cosas. Decía que yo no tenía los pies en la tierra, pero que así me quería. Me mostró lo que era la vida real. Me enseñó que un hombre no puede pasarse toda la vida huyéndole a la realidad en un mundo de ensueños y me hizo caer en cuenta de mi ignorancia en cuestiones prácticas.
Ante su deslumbrante racionalidad me sentí culpable, comprendí y traté de aprender. Bajé de mi nebulosa para estar al nivel de Ella, para merecerla. Un día me dijo que un hombre no se podía pasar soltero toda la existencia, que debía asumir la realidad, enfrentar el mundo, formar un hogar y luchar por la vida. Concluí que tenía la razón y decidí que nos casáramos.
Repito que una de las cosas que más me admiraba de mi doncella era su prodigioso talento para resolver los asuntos prácticos. Esa maravillosa lucidez la hizo caer en cuenta, por ejemplo, de que la casa donde nací y que había pasado a ser de mi propiedad luego de la muerte del abuelo, era un desperdicio. Dijo que los dos quedaríamos excesivamente amplios allí. Propuso negociar el caserón con un urbanizador que planeaba construir un edificio y que a cambio nos ofrecía uno de los apartamentos y una cantidad de dinero con la que, según Ella, nos podríamos hacer a nuestro automóvil. Como ya dije, Ella era brillante. Su sentido común y su lógica, que parecía aprendida directamente del propio Bertrand Russell, me parecieron precisos para consolidar mi proceso de aprendizaje de la vida real.
En el nuevo apartamento no cabían todos mis libros, pero Ella dio con una solución genial: encontró un comerciante que compró una gran cantidad de los ejemplares empastados en cuero a un precio poco razonable para mi antiguo criterio lírico, pero excelente si teníamos en cuenta la crisis económica que sufría nuestro país, en el que, además, a excepción de este comprador, nadie daba nada por un libro. Pero no fue por esa razón por la que abandoné a mis viejos amigos de la infancia, la adolescencia y la adultez. Los dejé por que ya no tenía tiempo para ellos: conseguí trabajo y nunca más pude volver a leer. Aunque me hacían falta las palabras de mis viejos compañeros, acepté alejarme de ellos porque sabía que era el precio requerido para empezar a pensar como un marido de verdad. Yo sabía que esa era una de las condiciones fundamentales para mi proceso de aprendizaje de la vida real. Por otro lado, mi Dulcinea había salido una tarde en nuestro automóvil y había tenido un accidente, en el que afortunadamente no sufrió ninguna herida, pero en el que había destrozado por completo el vehículo y ocasionado daños a otros dos carros que debíamos pagar. Por esta razón mi salario era indispensable para la economía familiar y mi trabajo una circunstancia insoslayable.
Y así creo que me estaba acercando a la felicidad –nunca la sentí, pero sabía que iba a llegar cuando realmente aprendiera a vivir como un hombre aterrizado– hasta ese fatídico día en que Ella no regresó del trabajo. La esperé toda la noche sin poder cerrar los ojos. Al día siguiente incumplí mis obligaciones laborales y fui a su oficina. Me dijeron que había renunciado la mañana anterior y que se había llevado las cosas de su escritorio. Cuando volví al apartamento, descorazonado, unos hombres estaban sacando los muebles de nuestra sala y los montaban en un camión. Corrí, presa de la ira de Hércules, y me enfrenté a los maleantes. Uno de ellos, muy aplomado, sacó del bolsillo la identificación que lo acreditaba como empleado de una gran empresa de bienes raíces y un documento con la firma de Ella en el que se comprobaba que el apartamento había sido vendido, incluido todo el amoblado, dos días antes con pago en efectivo. Miré la firma de ella durante un rato. Era su letra, inconfundible. Me quedé como clavado sobre el pavimento, sintiendo cómo el globo de goma estallaba en mi cara, cómo la bola de nieve monumental me aplastaba, cómo la hoguera atosigada de leña me calcinaba. Los hombres sacaron de nuestro apartamento una caja en la que alcancé a ver el lomo de cuero de una edición de las obras completas de Thomas Mann, la pasta de un ejemplar de la Divina Comedia y algunas hojas sueltas con las ilustraciones del Quijote hechas por Gustavo Doré. Vi pasar los libros, observé cómo montaban mi universo de ensueños en el camión de trasteos y, entonces, como un rayo lanzado por Zeus, una frase retumbó en mi cabeza: «Esta es la vida real».
Los habitantes del barrio Mesa, por cuyas calles deambulo días y noches luciendo el mismo traje raído que tenía puesto aquel día, dicen que estoy loco. Pero se equivocan. Alguna vez quisiera explicarles que no hablo solo: repito en voz baja fragmentos de libros irrecuperables. Me consuelo con el recuerdo de algunas frases que quedaron en mi memoria. Y cuando me paro en alguna esquina y a voz en cuello arengo a las gentes que pasan no digo incoherencias. Entrego un mensaje que podría salvar a más de uno: «Escuchad, hombres y mujeres ingenuos de todo el mundo. Vengo a advertiros de cosas que a lo mejor ya habéis vivido sin percataros. Vengo a preveniros, vengo a ayudaros: ¡huid de la primera mirada!».