¿Qué y quién es la familia? A veces solo algo como un viaje inesperado y lleno de contratiempos sirve para responder a esa pregunta, más allá de los lazos de sangre. En ese sentido, El árbol rojo, del director bogotano Joan Gómez Endara, es una película de carretera que no reinventa el género, pero sí es muy digna representante. En sus 90 minutos, la historia lleva al espectador de los Montes de María a ‘la Nevera’ en lancha, a pie, en un Renault 12 destartalado, en camión, a pie de nuevo y en una que otra camioneta. Más importante, lo hace acompañando personajes con los que establece un vínculo afectivo y sensorial a lo largo de la geografía de un país que presenta lo mejor de su gente y lo aterrador de un conflicto que escalaba en intensidad.
Esta película marca la primera ocasión que una película de ficción nacional se inspira en el particular universo de los gaiteros y de la gaita para contar una historia
La película, además, sí rompe algunos moldes de representación. Hasta la fecha, el cine colombiano había mirado hacia el universo de los gaiteros solo desde el documental. Esta es, pues, la primera ocasión que una película de ficción nacional se inspira en este particular universo para contar una historia. Esto lo confirma su director, quien coescribió la película luego de no poder terminar, hace diez años, un documental que tenía planteado sobre gaiteros.
Este no es un detalle menor para Óscar Hernández, director del grupo Gaimará, con base en Barrancabermeja, y compositor de los arreglos musicales de El pájaro de la montaña, el tema musical que marca el corazón de la película. “Hacía mucho tiempo quería ver una película que contara la historia de un gaitero, y es una historia muy bonita. Es la historia de un campesino cuyo padre fue un gaitero toda la vida, y que él, en parte, le heredó esa vena artística, aunque, en un comienzo, está resabiado a cargar ese palo (la gaita)”, le dice el músico a esta publicación. Hernández, valga decir, creció en la ciudad santandereana cuando el conflicto arreciaba, y no duda en asegurar que la música lo salvó de la guerra.
En esta producción, que llega el jueves a las salas del país, el título mismo fluye entre lo real y lo figurativo, y en esa franja narrativa natural para la cultura oral del Caribe se desarrolla la historia. Están a la vista la realidad del mundo, las consecuencias de actos pasados, de resentimientos, de desplantes y abandonos, pero, a la vez, todo esto cruzado por un instrumento, un legado, un arte y un sonido que tiene entre su mandato ancestral el unir a las personas. La gaita simboliza una magia existencial que da pie a la esperanza de superar dolores y sembrar amores en su reemplazo.
El árbol rojo parte, en principio, de una paternidad conflictiva y de la situación difícil que enfrenta una pequeña que quedó huérfana, pues su madre se la dejó al padre antes de irse a Bogotá y su padre murió. Nolasco Méndez, gaitero, era un papá cariñoso para la pequeña Esperanza. Pero no fue así, 30 años atrás, para su hijo Eliécer. A ese pequeño le enseñó el arte de tocar el instrumento, de inspirarse en los sonidos de los pájaros, solo para abandonarlo y jamás explicarle por qué.
Para el personaje (bautizado en honor al gaitero Eliécer Méndez), ni la música ni el instrumento evocan memorias felices. Esperanza, por el contrario, siente a su padre en el instrumento y en su sonido único no puede más que recordarlo. Ante la decisión de quedarse con la niña o llevarla a su madre en Bogotá, Eliécer toma el camino, aunque no tiene plata para llegar y lo poco que tiene está a la merced de los avivatos de carretera.
A Gómez muchos le aconsejaron enfocarse (por “regla”) en dos personajes, pero decidió sumar un tercero, si bien manteniendo el foco en la relación principal. El resultado respalda su decisión. Integra a Toño, un joven pescador con sueños de gloria boxeadora que se suma al viaje de Eliécer y Esperanza. La vida establece lazos complejos, fugaces y profundos, y Toño es uno de ellos. Es con él que Esperanza baja la guardia triste. Y también le da voz a una generación intermedia, entre el adulto y la niña, que sabe que si llega a ser profeta no será en su tierra.
Si el viaje funciona, y funciona, es porque la química entre los personajes es una gasolina poderosa. Carlos Vergara, el único de los tres actores principales con experiencia, entrega a un Eliécer que transmite el peso del resentimiento que carga y un corazón en lento deshielo. Jhoyner Salgado interpreta a un Toño que, a punta de determinación, impulsa el viaje cuando parece que no tienen cómo seguir porque al pueblo no va a regresar. Por último, Shaday Velásquez le da vida a una memorable Esperanza, que en sus momentos de silencio logra hacerse muy presente y que carga en su diciente rostro y en sus gestos contenidos la mayoría de emociones y pulsos de la película.
Legado de gaitas
Sobre el rol de la gaita y esta cultura en su película, Gómez le dice a SEMANA: “Hay un reconocimiento al gaitero, a su misión cultural con la música y con mantener una tradición oral. La música de gaita no se escribe, va de generación en generación, al oído, y eso es maravilloso. La película, permeada por la gaita y los gaiteros, es un reconocimiento y también una reivindicación de su cultura”. Y resulta importante hablar de reivindicar la cultura, considerando que no se le reconoce aún como debe suceder a nivel nacional. Además, a otros niveles también hubo estigmas más locales por vencer.
Como le cuenta a esta revista Owen Chamorro, perteneciente al grupo de Los Gaiteros de Ovejas y vicepresidente del Festival Nacional de Gaitas de Ovejas (así como compositor de la letra de El pájaro de la montaña, que inspiró la música de Hernández), en la generación anterior de gaiteros, algunos se rehusaban a transmitir a sus hijos ese legado con la esperanza de que fueran algo más. Una decisión muy asociada al estigma de que el gaitero terminaría por ser un borrachín. Chamorro, quien conoció a Hernández precisamente en 1999, y con él compuso la canción que Joan Gómez y la productora Sonia Barrera hicieron principal en su película, sirve de ejemplo para demostrar lo contrario. Desde la música ha validado un camino y se ha preparado académicamente, y si bien tuvo que salir de su tierra para brillar, no dudó en regresar, como los pájaros a su nido, a enseñar en su pueblo lo aprendido en el camino.
La película está poderosamente marcada por la presencia y el sonido de la gaita, un instrumento que suena a espíritu, a cielo y a tierra a la vez. No por nada los gaiteros aseguran que cuando una persona la escucha por primera vez se enamora de ella. Esta no es una exageración mágica del Caribe. Lo prueban los miles de adeptos que han ido al Festival de Gaitas en Ovejas una vez y no dejan de regresar años tras año.
La gaita ha acompañado ritos y celebraciones desde tiempos en los que estas eran tierras exclusivamente indígenas. Estos pueblos la inventaron, la tocaron, la transmitieron y la tradición jamás morirá. El acordeón llegó de Europa y se llevó mucha de la atención, pero la música de gaita no pelea con ninguna; es y será por siempre el más ancestral de los legados musicales de este país. En un principio las elaboraron con fémures. Esa recursividad les sirvió para configurar este elevado instrumento. Luego, desde el cactus y la cera, se ha hecho un lienzo para la poesía de letras, y el canal de un sonido que la vida y la naturaleza parecen inspirar por igual.
El madero, donde hacemos los orificios para generar las notas, es el corazón del cactus. El encabezado es de cera, de la que se saca de los panales de miel de abejas, que se revuelve con carbón mineral, y por eso coge una contextura negra. La embocadura o boquilla es la pluma de un pato o de un pisco. Hay agrupaciones que las hacen en tubos, en PVC, pero el sonido indígena siempre va a salir de los elementos de la naturaleza
Y no es extraño esto, pues es un instrumento elaborado, literalmente, con esta tierra. Explica Hernández: “El madero, donde hacemos los orificios para generar las notas, es el corazón del cactus. El encabezado es de cera, de la que se saca de los panales de miel de abejas, que se revuelve con carbón mineral, y por eso coge una contextura negra. La embocadura o boquilla es la pluma de un pato o de un pisco. Hay agrupaciones que las hacen en tubos, en PVC, pero el sonido indígena siempre va a salir de los elementos de la naturaleza”.
Tan terrenal como elevada, tan celebratoria como ritual, tan capaz de acompañar un velorio y una parranda con la misma naturalidad, la gaita demuestra que también puede dar vuelo a un viaje de Montes de María a ‘la Nevera’, y de regreso.