“Un cuadro significa para usted lo mismo que un collar de perlas para un mono… La belleza pertenece a los hombres que saben apreciarla. Esos cuadros volverán a mí o a hombres como yo”, dice indignado el coronel Franz von Waldheim (Paul Scofield). Luego, Labiche (Burt Lancaster) lo mira y descarga sin recato la munición de su ametralladora sobre el oficial nazi.
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En la siguiente escena, al lado de una carrilera y entre una hilera de muertos, aparecen varios baúles marcados con los nombres de Renoir, Degas, Cézanne, Picasso, Braque y Lautrec. Con esta imagen aparece la palabra fin. Así termina El tren (1964), una de las mejores películas del cine y quizá también la mejor que recrea cómo los alemanes robaron miles de obras de arte durante la Segunda Guerra Mundial.
Von Waldheim había llegado a París para acaparar pinturas francesas que estaban en el museo Jeu de Paume, y llevarlas en un tren a Alemania. Muchas de ellas etiquetadas como “arte degenerado”, prohibido, por decreto del Tercer Reich. Su misión tenía carácter urgente, pues los alemanes estaban a punto de perder Francia (1944). La resistencia, liderada por Labiche, inventó diferentes tretas para que las obras no salieran de su país.
Burt Lancaster y Paul Scofield frente a frente en el final de ‘El tren’, película de 1964, dirigida por John Frankenheimer. La historia de cómo fue evitado un saqueo de arte de los nazis en París.
No puede haber una mejor manera de recrear el saqueo artístico más considerable del siglo XX, que comenzó a mediados de los años treinta cuando los nacionalsocialistas tomaron el poder en Alemania y se dedicaron a expropiar los bienes de los judíos.
Ese plan quedó en manos de Alfred Rosenberg, el autoproclamado ideólogo del nazismo, que tenía a su mando especialistas que debían hurgar en los museos de los territorios ocupados. Su misión, entre otras, consistía en retirar toda obra vanguardista que encontraran a su paso, pues para ellos era ‘arte degenerado’. En otros casos, una forma de propaganda marxista.
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Como afirmó a SEMANA Christopher Marinello, creador de Art Recovery, una empresa especializada en buscar restituir obras de arte, los nazis estaban decididos a ir más allá, a destruir completamente una cultura, la de los judíos. “Era parte de la ideología racista. Muchos coleccionistas y galeristas eran judíos, estaban en la vanguardia artística y promovían este tipo de obras y artistas modernos. Por eso, fueron un propósito de los nazis”.
Sin embargo, en su libro El museo desaparecido (1996), el periodista puertorriqueño Héctor Feliciano plantea que el saqueo en Francia (1940-1944) tuvo mucho que ver con el gusto por el arte que tenían Hitler y Göring. El autor afirma que “la emoción de Hitler al tomar París fue mucho más que militar”.
El documental ‘Hitler versus Picasso’ reúne varias voces, entre investigadores, periodistas y abogados, que hablan de la expropiación de arte durante la Segunda Guerra Mundial.
Varias reseñas hablan de que al Führer le gustaba el arte renacentista y que en 1938 ideó un museo en Linz para reunir, en buena parte, las obras confiscadas. De su lugarteniente Hermann Göring se dice que reunió unas 5.000 obras, la mayoría robadas, que dispersó por diferentes lugares, pero su atención principal estaba en su casa, el palacio de Carinhall, donde atesoraba pinturas de grandes maestros.
El trabajo de Feliciano, que le tomó ocho años, indica que unas 100.000 obras salieron de Francia, entre ellas, de Rembrandt, Picasso, Cézanne, Matisse, Renoir o Manet. Y había énfasis en esquilmar a las familias de origen judío como los Rothschild, los Schloss o la de Paul Rosenberg, que ha sido una de las más vehementes a la hora de recuperar las obras perdidas. De hecho, por la investigación de Feliciano, encontraron un cuadro de Léger.
‘La torre de los caballos azules‘(izq.), del expresionista Franz Marc, estuvo en la exposición Árte degeneradó (con la que los nazis querían ridiculizar las principales vanguardias artísticas) pero fue retirada por pedido del artista. Se estima que la obra ‘Mujer sentada en una silla‘ (der.), de Henri Matisse, recuperada en 2012, podría valer unos 20 millones de euros.
Y no es nada fácil. Los nazis las vendían o las intercambiaban por arte alemán. Muchas de ellas terminaron en manos de coleccionistas o en museos y, en algunos casos, desconocían su procedencia. Marinello dice que hay varios obstáculos para hallarlas: el primero es que los aliados no pudieron recuperar todas las obras robadas. Y las que rescataron no regresaron a los dueños legales.
“Se cometieron muchos errores –explica Marinello– y los encargados en esa época no estaban preparados para semejante tarea. Otra razón es que varios miles de poseedores murieron asesinados y nadie estaba ahí para reclamarlas. Y los que sobrevivieron estaban tan temerosos por su vida que no hablaron”.
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Un motivo más sería que aquellos que tienen este arte no dicen nada por temor a que los despojen. “Eso es irrespetuoso con lo que los judíos vivieron y pasaron”, dice el llamado Sherlock Holmes del arte.
Y siempre surgen nuevos hallazgos, episodios de película, como el que recrea el documental Hitler versus Picasso, que estará en cartelera hasta el próximo 29 de julio. Se trata del caso de Cornelius Gurlitt, hijo de Hildebrandt Gurlitt, el marchante de las obras expoliadas por los nazis, especialmente de ‘arte degenerado’. En medio del anonimato, Cornelius mantuvo una colección de 1.200 obras (entre ellas de Picasso, Chagall y Pissarro), descubiertas casi por azar: cayeron tras un operativo de evasión fiscal. En medio de los alegatos de reclamo, dijo en su defensa que eran producto de una herencia.
Existen dos versiones auténticas de ‘Retrato del doctor Gachet‘ (izq.), realizado por Van Gogh en 1890, en sus últimos meses de vida: una terminó robada por los nazis y la otra fue vendida en 1990 en 82,5 millones de dolares. Al parecer ‘El pintor en el camino a Tarascón‘ (der.), también de Van Gogh, se quemó luego del bombardeo a Magdeburgo (1945), en el museo Kaiser-Friederich, que contenía obras robadas.
Después de su muerte (2014), las obras fueron a parar al Museo de Berna, en el que, además de exponerlas, deben determinar su procedencia, saber de dónde salieron antes de llegar a manos de la familia Gurlitt. Hace tres años una de estas piezas, por el trabajo de Marinelli, volvió a sus dueños, los Rosenberg: Mujer sentada sobre una butaca (1924), de Henri Matisse, hoy avaluada en 20 millones de dólares.
Detrás hubo un proceso complejo que tomó 18 meses y en el que, según Marinelli, las autoridades alemanas no ayudaron mucho. Y, para completar, unas semanas después de lograr un acuerdo (aún sin firmar) con los abogados de Cornelius Gurlitt, este murió y demoró la devolución un año más. El documental disparó el interés de muchos familiares por reclamar lo que consideraban perdido.
Para muchos de ellos, no se trata de dinero, como explica Marinello. Piden que les devuelvan su historia, una parte de ellos mismos y de sus familias robadas por los nazis. “He visto familias reunirse alrededor de los objetos recuperados para aliviar parte de su pasado”, dice.
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Por ahora, los museos que forman el Consejo Internacional de Museos revisan sus colecciones siguiendo los principios que se acordaron en la Conferencia de Washington, en 1998, sobre el arte confiscado por los nazis. Según ese acuerdo, los museos deben hacer públicas sus colecciones e investigar de dónde vienen. Sin embargo, el obstáculo surge cuando están en manos de un particular, varios de ellos no quieren cooperar, lo mismo que algunas casas de subastas.
Y Alemania, pese a querer borrar este pasado, poco colabora. Marinello concluye: “Puedo decir que 75 años después de los acontecimientos, el panorama es decepcionante”.