La expresión “No se sabe lo que se tiene hasta que se pierde” golpea más fuerte cuando, en cualquier punto de la vida, muere alguien que se quiere con el alma. De esto pueden dar cuenta todos aquellos que lo han sufrido, de niños, jóvenes y adultos.

No hay edad fácil para asimilar que jamás se volverá a ver o abrazar a un ser querido, pero quizá sí hay peores momentos para que suceda, para sentir su ausencia de maneras más devastadoras. La vida es cruel cuando se mezcla tan de cerca con la temprana muerte.

Mientras que, en el caso de adultos que tomaron decisiones y escogieron caminos en la vida, las memorias están más consolidadas y las certezas parecen mayores (sin que sea proporcional al dolor, porque será intolerable en todas las muertes), en el caso de un niño o de un joven cuya vida empieza, las preguntas abundan y revolotean: ¿qué hubiera llegado a ser? ¿Qué explica su corta existencia? ¿Por qué murió tan joven? ¿Se pudo evitar? Esas preguntas y otras tantas más, en el fondo, se convierten en el mismo fantasma a superar, pues vienen usualmente desprovistas de respuestas, es decir, solo pueden perseguir la conciencia, no calmarla.

En el cine colombiano se han expresado duelos, muchos de maneras distintas, numerosas veces asociados simbólica y literalmente al conflicto, a la violencia y al desplazamiento. Un ejemplo fresco viene del recomendado documental La Bonga, a estrenarse la semana que viene en el país, que de manera sensible relata el duelo experimentado por los habitantes de un pueblo palenquero ante la idea de volver a su tierra, obligados a abandonarla en 2001 por las amenazas paramilitares.

Película colombiana.

La tierra, claramente, ya no los recibe como antes, todo es una quimera, pero en esa intención de revivir lo que fue, lo que era, hay una luz. En El otro hijo, la película del bogotano Juan Sebastián Quebrada que se reseña esta semana, la cuestión del duelo se aborda de manera más directa. Esta producción de 89 minutos se enfoca en una muerte urbana, en el marco de la juventud de clase media del país, en el panorama de devastación que deja ese hecho traumático en el corto plazo y en una corta idea de cómo levantarse en el largo plazo.

Y lo manifiesta revelando los matices de esa pérdida en las personas del círculo social que la siente en la médula. Cada quien lleva el duelo a su manera, a cada ser le impacta distinto. Es importante expresarlo y la intención se debe rescatar. Producida por Evidencia Films, de Franco Lolli y Capucine Mahé, la casa productora detrás de películas como Gente de bien y un tremendo cortometraje como La perra, la cinta vivió su temporada de estrenos en festivales europeos y ya se proyecta en el país.

Si bien admite varios puntos de vista y se hace más amplia al considerarlos, la trama se centra en su joven protagonista, Federico, el hermano menor del fallecido (interpretado con alma subyugada por Miguel González), considerando sus interacciones de familia y con su parche de amigos, que en gran medida eran los de su hermano Simón.

De ese grupo también forma parte la exnovia de Simón, Laura, a quien Federico irá acercándose más de lo que espera. La película lo sigue mientras interactúa con todos, mientras lidian con la muerte de su hermano, producto de un confuso episodio en una fiesta en el que el accidente y el suicidio se entrelazan. El director, que se basa en la muerte de su propio hermano para contar esta historia, no se aleja de registrar el momento traumático.

De hecho, hace de la fiesta juvenil un punto central en su película. Porque es el punto de inicio del trauma, aunque con el tiempo también es escenario de confusión y, eventualmente, un punto de inflexión y validación personal. Todo empieza en esa fiesta trágica, una de muchas fiestas en las que el alcohol, la música y las sustancias se entremezclan, pero en la que el desequilibrio ganó el pulso acarreando consecuencias durísimas.

Película El otro hijo | Foto: Litza Alarcón - Oficina de Prensa

Federico, para quien Simón era hermano mayor, mejor amigo y protector, es mucho más tímido que su extrovertido y expresivo hermano. Federico es el “otro hijo” que está detrás de ese cuya luz, en teoría, brilla más fuerte. En ese sentido, figurativamente, la película también sirve de oda a esas personas que desde su perfil más contenido, desde algunos dolores quizá más embotellados, desde un plano secundario que les asigna la circunstancia de la vida, son el sostén del mundo así lo vean derrumbarse.

El marco es el de jóvenes de colegio privado en la capital, esos que sobrellevan, disfrutan y sufren ese momento convulso de sus vidas en el que están a punto de graduarse del colegio. Esos que, a su manera, están abandonados a su suerte desde su privilegio de tener oportunidades de estudio. Y este grupo vive esa frontera de vida, en la que sus integrantes saben que se van a separar, pero aún no saben en qué medida.

Se les retrata juntos entre el brío de esa casi adultez, el impulso de lo que van a hacer (y ser) y el miedo de lo que se deja atrás. En ese aspecto de exaltar el grupo de amigos, la cinta es valiosa también. Todo esto, claro, atravesado por el dolor de la pérdida.La actuación de los amigos, de su pareja, son genuinas, y quizá por eso da la impresión de que se podrían haber desarrollado más.

Se entiende que son secundarios, pero ese casting daba para algo más profundo. Hay una apuesta por contar eso que une a Federico con Laura, la ex de su hermano, casi por la inercia de la pérdida, por ser esas personas con mayor capacidad de juzgar si Simón se resbaló o si se quitó la vida, esta queda como algo circunstancial más que emotivo. En el aire quedan relaciones entre todos los demás.

En esta película se aborda un tiempo turbulento y específico en el que la muerte de un ser cercano se prueba ser más presente que su vida, y se termina con una mirada de reconciliación con el dolor y apuesta por lo que viene.

Y, se sabe, todo parte de escogencias creativas y narrativas. Porque, en contraste, la parte más fuerte del relato la deja la generación mayor, la que ya tomó sus decisiones, la que lucha y deposita en sus hijos sus mayores esperanzas. El retrato más desgarrador de El otro hijo lo entrega Jenny Nava en el rol de Clara, la madre de Simón y Federico. Ante la muerte de su hijo mayor, Clara no puede evitar deshacerse ante los ojos de su hijo vivo, de su esposo actual (está separada de Alberto, el padre de Simón y Federico), y su espiral desgarradora la ve llegar al borde de la locura y de la agresividad.

Clara se pierde y casi no se encuentra. Además de atravesar esa sombra propia, de ver a su madre al límite, de ver a su padre llorar y a su padrastro sufrir en silencio, de debatirse entre acercarse a la exnovia o no y en qué medida, Federico ve sus sueños de superar ese dolor, el dolor de su familia, de simbólicamente poder ir al prom de su colegio y marcharse luego a estudiar música a París (es bajista), casi truncados.

Y, en esa medida, llega, como la mayoría de personajes principales en esta historia, a un punto de quiebre. Aun así, a manera de ritual, y por paradójico que resulte, en medio del gris que tiñe emotivamente la producción y su relato, esta cierra con una nota de redención y esperanza.

Se aborda un tiempo turbulento y específico en el que la muerte de un ser cercano se prueba ser más presente que su vida, y se termina con una mirada de reconciliación con el dolor y apuesta por lo que viene. En esta, el tiempo y un ánimo de abrirse sentimentalmente, todos, como familia, dan pie a poder superar las tantas preguntas que persiguen y establecer qué se hará desde ahora para ese mismo fin.