La fiesta de la insignificanciaMilan KunderaTusquets, 2014138 páginasHace un par de meses me preguntaba por Milan Kundera. Había desaparecido del panorama literario y de la exposición mediática, cumpliendo su promesa de no ser más protagonista que sus obras. ¿Un fenómeno ochentero? Para algunos intelectuales de izquierda el escritor checo era una moda pasajera, asociada con el glasnost y la perestroika. Caído el comunismo soviético, caería también Kundera, uno de sus tantos detractores. “El optimismo es el opio del pueblo”, decía Ludvik, el protagonista de La broma, quien termina con su vida destruida a causa de ese chiste. Nadie había criticado al comunismo por su falta de humor; tampoco desde un punto de vista existencial. Su literatura no se puede encasillar en una crítica ideológica, la trasciende. En La insoportable levedad del ser y La inmortalidad, quedó claro que la sociedad de la imagen, el capitalismo vencedor, también era objeto de su lúcida ironía. Kundera es simplemente un novelista europeo, defensor de ese gran invento, siempre a punto de perecer por los totalitarismos de un lado o del otro: el individuo. No me cabe duda del valor literario de Milan Kundera. Por si las dudas, ahí están sus obras en la biblioteca de La Pléiade, que Francia reserva solo para sus clásicos. Valga aclarar que Kundera, además de hacerse ciudadano francés, ha escrito sus últimas obras en ese idioma. Un clásico vivo, pero un clásico que había terminado su carrera, pensaba. Salvo un par de ensayos –El telón y Un encuentro–, Kundera no publicaba novelas desde hacía 14 años. La última había sido La ignorancia. Sin embargo, los escritores no se jubilan. A los 85 años acaba de publicar La fiesta de la insignificancia, una obra que pese a su breve extensión de ninguna manera puede considerarse menor. Todavía tiene cosas por decir y es capaz de sorprendernos con su arte. Sigue fiel a su máxima: “La novela que no descubre un aspecto desconocido del ser, es inmoral”. Al igual que sus novelas anteriores, La fiesta de la insignificancia no se construye sobre una trama sino sobre un tema principal y sus variaciones: la insignificancia; el ombligo (¿cómo entender una época que ve la seducción femenina concentrada en la mitad del cuerpo?); el fin del humor y de la voluntad de representar el mundo; el sentimiento de culpabilidad (vencerá el que consiga hacer que el otro se sienta culpable) y la vida como una imposición o una elección. Sobre estos temas y estas variaciones surgen los personajes o mejor, encarnan, se vuelven concretas aquellas abstracciones. En Kundera conviven naturalmente las ideas y las acciones. Sus personajes actúan –e interactúan– de acuerdo a una pregunta existencial. Y no son menos convincentes que los de otras novelas. Rápidamente percibimos su esencia. De ahí que el erotismo sea tan importante: frente al sexo es más fácil definir quiénes somos. Alain, un hijo no deseado; Ramón, un narciso; Charles y Calibán, un par de actores en paro que sobreviven como meseros de banquetes; una viuda que se siente liberada y D´Ardelo, un hombre acomodado que finge tener un cáncer terminal y convoca a una celebración de la vida y la muerte, son los personajes principales invitados a la fiesta de la insignificancia, tan parecida a un guiñol o a un teatro de marionetas. Lo será también José Stalin –temáticamente– en el momento de su ocaso, cuando ya no funcionan sus bromas macabras ni es convincente su voluntad sobre otras voluntades. Pasamos de los actos triviales de esas vidas a reflexiones basadas en Kant o en Schopenhauer. Ninguna cosa es más importante que la otra, la levedad no es más que la pesadez en el universo de Kundera. Aunque estos personajes, que viven en una época sin utopías, no quieren hundirse en el lodo de la desesperanza, quieren encontrar el elusivo secreto del mundo en que vivimos: “La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no se la quiere ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias”.