El vallenato que esta semana fue declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad es aquel que nació hace por lo menos 130 años en las tierras del Cesar, el Magdalena y La Guajira; el que convertía a un chisme en canto; el que le reveló a Gabriel García Márquez que era posible “contar historias cantadas… saber de otros mundos y de otra gente a través de una canción”; el que coronó a Rafael Escalona como al más grande entre los grandes compositores que engendró este género; el que dejó testimonio de la cotidianidad, de las costumbres, de las gentes del caribe. Ese vallenato que escribió la historia, que contó la vida, está en “peligro de desaparición”, en palabras del Ministerio de Cultura, y apenas esta semana, con el anuncio de la Unesco, Colombia entera se vino a dar cuenta. El vallenato que está en riesgo nació en reuniones de vaqueros y de campesinos. En esos encuentros, de manera espontánea, se fueron uniendo los sonidos de tres instrumentos de diferentes etnias: la caja del negro, el acordeón del europeo y la guacharaca del indio. Las historias que se contaban terminaban convertidas en cantos y los cantos pasaban a ser inofensivos duelos, en los que se lanzaban puyas cargadas de picardía. Así surgió el vallenato, no el que hoy suena en la radio ni el que llena estadios ni el que gana premios internacionales, sino el clásico que “ha sufrido un proceso de descontextualización y de arrinconamiento”, como sustenta el Ministerio; el que tiene su origen en las reuniones de hombres en cantinas o en los patios a la sombra de una ceiba; el que fue regándose de pueblo en pueblo y terminó colándose en las clases más altas a través de las colitas: las fiestas que los empleados improvisaban mientras sus amos estaban de celebración. A los señores empezó a llamarles más la atención los cantos de la servidumbre que los propios, y así el vallenato llegó a los círculos más exclusivos. La primera parte de esta historia podría denominarse “el vallenato de parranda” – según el periodista Daniel Samper Pizano, autor de la antología Cien años de vallenato–: el que gira alrededor del acordeonero, el que no se baila sino que se contempla en compañía de whisky, quesillo y sancocho de chivo. La etapa que sigue, también en palabras de Samper Pizano, es la del “vallenato de caseta”: el que incorpora nuevos instrumentos –guitarra, bajo, batería, congas–; el que le resta intención testimonial a las letras, que era la esencia de los viejos compositores, y en cambio crea la “canción ficción de corte netamente romántico o festivo. Con una extraña persistencia e insistencia en describir el fracaso del amor; en un ambiente sentimental, triste, melancólico y cursi”, como argumenta el Ministerio de Cultura, que le pidió a la Unesco la declaratoria mediante un documento que incluyó un Plan Especial de Salvaguardia.   Y una tercera etapa de esta historia es la apertura del vallenato al resto del país, y al mundo. En esta fase hay varios momentos esenciales, que enumera Rodolfo Molina, presidente de la Fundación del Festival de la Leyenda Vallenata: la creación del Festival Vallenato (1968); el Premio Nobel de Literatura que recibió Gabriel García Márquez en Estocolmo, acompañado de una delegación de acordeoneros como Emilianito Zuleta y Pedro García (1982); la presentación en la Casa Blanca de Los niños del vallenato (1999) y la creación de la categoría Cumbia/Vallenato en los Grammy Latino (2006). Y ahora, la declaratoria de la Unesco, que si bien es un llamado de atención sobre el riesgo que corre una de las manifestaciones culturales de mayor arraigo en el país; es también la oportunidad de que el vallenato vuelva a los ojos del mundo, como dice Rosendo Romero, compositor y coautor del Plan Especial de Salvaguardia: “con el anuncio de la Unesco se le da un estatus universal al vallenato clásico, que es un logro enorme para una música que tiene sus orígenes en los campesinos”. “Sobre todo, esto significa que van a diferenciarlo de otros ritmos. No todo lo que suena en acordeón es vallenato”, sentencia Adolfo Pacheco, el último juglar en vida. Hay otro hecho fundamental en la etapa de popularización de la música vallenata. El protagonista es Carlos Vives y el momento definitivo, su participación en la serie de televisión Escalona (1991), que cuenta la vida del gran compositor de Patillal, Cesar, fallecido en 2009; un “seductor de palabras dulces y lágrima fácil que cambió el rumbo a la música colombiana”, como escribió alguna vez Daniel Samper Pizano. Después de grabar Escalona, Carlos Vives le propuso al acordeonero Egidio Cuadraro –que lo acompañó en la serie y, desde ahí, el resto de la vida– hacer el disco que se llamaría Clásicos de la Provincia (1993). “Mi compadre Carlos quería hacer una fusión sin perder la esencia de los clásicos, y me propuso hacer pruebas metiéndole batería, guitarra eléctrica y gaita –cuenta Egidio Cuadrado–. Y ahí comenzaron las críticas: que eso era una falta de respeto; que cómo me atrevía yo, Rey Vallenato, a deshonrar nuestra música. Sabíamos que tomando ese riesgo o fracasábamos o triunfábamos”. Y pasó lo segundo. Clásicos de la Provincia regó las letras del vallenato clásico por todos los rincones del país, y lo llevó hasta el extranjero. En ese momento el vallenato llega a la gente joven y se vuelve música de grandes escenarios. Y el otro protagonista en esta etapa de la música vallenata es Gabriel García Márquez, quien le dio a este género un reconocimiento mundial como elemento cultural y literario. ”Esta música y mis novelas son tejidas con la misma hebra”, dijo alguna vez el nobel en una entrevista para SEMANA. Y en sus obras, se encargó de dejar evidencia de esa estrecha relación que creó con el vallenato, desde que siendo muy niño escuchó al primer acordeonero en Aracataca. Una de esas evidencias es Aureliano Segundo: personaje de Cien años de soledad, sobrino nieto del coronel Aureliano Buendía, quien se gana la rifa de un acordeón y nunca más regresa a dormir a su habitación: la vida se le va, literalmente, en una sola parranda. Y una prueba más: el epígrafe de su libro El amor en los tiempos del cólera, que reza: “En adelanto van estos lugares: ya tienen su diosa coronada”, es un fragmento de una canción de Leandro Díaz, el más poético de los juglares, fallecido en Valledupar hace dos años.   Con el tiempo, el otro vallenato, “el de caseta”, el que sí se baila, fue resultando más rentable para las disqueras y las emisoras, y de a poco fue relegando al clásico: al que se canta en cuatro aires rítmicos: paseo, merengue, puya y son. Ese, que en el pasado era un medio de comunicación esencial para divulgar las noticias de los parajes más lejanos, que contaba “lo que la historia oficial no hacía o comentaba apenas tangencialmente”, que cumplía “una labor crítica con el acontecer cotidiano”, que fue “trazando la vida y la memoria de los pueblos y caminos”. Todo eso argumentó el Ministerio de Cultura en la petición que hizo ante la Unesco, y que está recogida en el Plan Especial de Salvaguardia que contiene una radiografía minuciosa de cómo la versión más clásica de este género musical –que inmortalizó a Leandro Díaz, a Alejo Durán, a Emiliano Zuleta, y a tantos otros– empezó a ser considerada una “especie en riesgo”. Hay varias razones. Una de ellas es el matrimonio del narcotráfico con este género musical, que llevó a personajes relacionados con el negocio de las drogas a aparecer en las letras de las canciones, en las dedicatorias, en los saludos. El conflicto armado también hizo su parte: desplazó a poblaciones completas rompiendo sus raíces culturales y los espacios de creación de música vallenata. Y claro, está también la aparición del “nuevo vallenato”, que trajo fusiones, combinaciones y adaptaciones completamente distanciadas de los ritmos, las líricas, las temáticas y la poética clásica. Además aparecen en ese listado la enorme influencia de las disqueras en la producción de los autores y cierta corrupción en la radio, donde programadores definen su agenda a cambio de incentivos económicos. Todo eso, junto, es el mal que puso en riesgo al vallenato clásico. ¿Cómo ir a su rescate? Hay quienes proponen, por ejemplo, que los nuevos ritmos sean nombrados de otra manera. En ese bando está Emiliano Zuleta, hijo del Viejo Emiliano Zuleta, quien compuso  junto con Lorenzo Morales la canción más representativa de la música vallenata: La gota fría. “Yo no estoy en contra de las nuevas generaciones pero se salen de los cánones del verdadero vallenato –dice–. Que los músicos de ahora canten lo que quieran pero que no digan que es vallenato, que le pongan otro nombre a lo que cantan”. Y el compositor Rosendo Romero está con él: “Las fusiones son recursos de tarima que ayudan a crear un ambiente de alegría en el público, y eso está bien, pero no podemos identificar esa música como vallenato auténtico”. Del otro lado está Felix Carrillo, compositor e impulsor de la categoría Vallenato en los Grammy Latinos, quien incluso asegura que esta música no está en riesgo. “Es el momento más alto del vallenato, pero hay que proteger las raíces. Dicen que hay una nueva generación que está acabando con él, eso no es cierto, ellos están construyendo nuevos idearios. La dinámica de la vida es la evolución”. La declaratoria de la Unesco llegó con un plan de salvación que contempla, entre otras cosas, la creación de una cátedra vallenata en los colegios y de un observatorio de la música y cultura vallenata tradicional. También se habla de generar alianzas con la radio y la televisión pública y regional para fomentar el vallenato más tradicional; y de realizar mercados culturales y eventos turísticos para su promoción. Además, hay un apoyo económico (que provendrá de los impuestos de la telefonía móvil) para la preservación de este patrimonio cultural en el César, el Magdalena y La Guajira. “Las declaratorias permiten que esas expresiones menos comerciales existan, tengan supervivencia y el Estado se preocupe por preservarlas”, dice la ministra de Cultura, Mariana Garcés. “No sé qué tiene el acordeón que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento”, escribió alguna vez Gabriel García Márquez en el diario El Universal de Cartagena. Ese vallenato, de acordeoneros y parrandas y letras que arrugan el sentimiento, es el que acaba de ser declarado Patrimonio de la Humanidad.