Por el estigma que aún los acompaña y suele reducirlos a una práctica improductiva o una adictiva pérdida de tiempo, los videojuegos y su impacto en la sociedad parecían solo justificarse cuando se les reducía al dinero. Se le tomaba en serio a la industria cuando se anunciaba que uno alcanzaba ventas de más de 600 millones de dólares, cuando se hablaba de que los jugadores virtuales ganan, en efecto, sueldos, o cuando se anotaba que los eventos de e-sports llenan estadios.

Pero su impacto va, quiérase o no, más allá de las cifras. Personajes memorables como Mario y su hermano Luigi, los fontaneros de Nintendo, son casi tan famosos como Mickey Mouse y le han representado una cantidad multimillonaria de recursos y valor de marca al productor japonés (de hecho, viene una película animada sobre ellos) porque, en esencia, se les asocia con algo puro, valiente y aventurero. Estos personajes infantiles e inmortales tienen sus límites marcados: jamás se les asociará con emociones amplias del espectro del ser humano en un mundo cruel y desigual. Nadie piensa en Mario con el corazón roto o buscando la supervivencia en un país devastado.

Por eso, en ese contexto, la llegada de los videojuegos para audiencias maduras significó una evolución narrativa. Abrió un campo lleno de posibilidades hasta entonces riesgoso de explorar. Así, un medio que nació de lo lúdico, del entretenimiento, se acercó al arte mayor, sin quitarles mérito a los precursores, los que abrieron el camino con historias más sencillas, pero no por eso menos entretenidas.

A comienzos de este siglo, cuando se pensaba en juegos digitales, poco se consideraba la emoción asociada a vivir el relato por dentro, o incluir los matices y dilemas humanos en los momentos más duros. Pero eso cambió con el refinamiento de los videojuegos adultos y sus apuestas. Y mientras algunos crearon mundos enteros con miles de posibilidades (como la saga GTA), otros se enfocaron en una escritura más avanzada, en la que la historia hace la diferencia, donde las relaciones humanas entran a desempeñar un rol importante.

Como en el juego, que rompió barreras al agitar emociones, la serie se cimenta en las relaciones humanas en un mundo devastado y cruel. Joel y Ellie, del juego de 2013 a pantalla diez años después. Foto: Naughty Dog.

Si se intentó este tipo de temática y se sigue haciendo es porque fue lucrativo. Eso probó The Last of Us, una aventura intrigante, escalofriante y dura que recibió las mejores críticas desde su salida hace diez años, en 2013. No es una experiencia fácil, no es un juego sencillo, pero con su travesía ha conseguido algo que muchos jugadores no suelen aceptar: los hizo temblar del susto y los hizo llorar. Esa es la emoción que lo separa del resto. Es quizá el primer juego con una repercusión emocional tan abierta y confesa de su audiencia que vale la pena dimensionar como gigante: el juego ha vendido 37 millones de copias en el mundo (sumando sus dos entregas en varias plataformas).

Una creación del estudio Naughty Dog, el juego fue escrito por Neil Druckmann, quien osó mezclar en su narrativa temáticas científicamente posibles, atemorizantes y humanamente complejas, y en el medio, a dos personajes que tienen que acompañarse durante la pesadilla. Por esto se le considera la creación que marcó la madurez del videojuego como medio. Por ese enorme éxito y por lo que significó en el ecosistema tecnológico, su llegada a la pantalla chica en formato de serie era tan esperada como temida. Porque los fracasos han sido la norma a la hora de pasar del juego a la pantalla con dignidad creativa. No existía una gran película basada en videojuegos, pero ahora sí existe una gran producción. Y así como el juego tiene dos partes, la serie ya confirmó otra temporada.

Joel Miller (Pedro Pascal) y Ellie Williams (Bella Ramsey) comparten un panorama de brutal supervivencia.

Otro fenómeno de domingo

Una vez más, desde la pantalla, semana a semana, HBO acapara audiencias con The Last of Us. La cadena madre de la era de las series confirma que lanzar episodios semanalmente concentra la atención y la conversación. Pero ese poder solo existe si la calidad de la serie lo soporta.

Esta producción ostenta un sello de calidad evidente desde una primera escena en la que, en un talk show entre científicos, en los años setenta, consigna el apocalíptico mensaje que marca el universo de los personajes: “Creo que los hongos pueden causar una pandemia”.

La apertura resulta convenientemente familiar, en tono y estética, a la producción que le dio a su creador Craig Mazin la credibilidad arrolladora de la que goza en el medio: Chernobyl; una miniserie notable de seis episodios lanzada en 2019, a la que no le pasan los años. Retadora, intrigante, enfurecedora, dolorosa y devastadora, adjetivos que aplican para describir la serie que hizo famoso a Mazin, pero que también cobijan a su nueva entrega; eso sí, con manifestaciones muy distintas.

Los dos primeros episodios de TLOU no dejaron dudas. Respetando la historia del juego (Druckmann acompañó la escritura y la filmación), fueron un par de películas que establecieron todo lo que ese hongo, el Cordyceps, desencadenó en el planeta. En efecto, se trata de una pandemia devastadora. El hongo invade cuerpos y modifica sus voluntades (algo que en la vida real solo logra hacer con hormigas).

Un camino pavimentado en sacrificios, un camino que tiene que doler, y ese es el chiste de este fenómeno. Hay terror pero también hay sentimientos por estos personajes.

La humanidad contagiada se separó de la humanidad no contagiada, millones murieron. Son episodios de vértigo entregado en varias velocidades que saltan entre el tiempo presente, el futuro y el pasado: en 2003, el mundo cae en el caos; pocas semanas antes, una experta descubre en Indonesia la inevitable devastación que se viene encima (en una magistral secuencia); y años después, el mundo es otro y da miedo porque saca lo más primitivo de quienes pretenden seguir con vida.

Es en ese tiempo devastado que se conocen los personajes principales, Joel Miller (Pedro Pascal) y Ellie Williams (Bella Ramsey), juntos por las circunstancias atropelladas de lo que fue ese contagio mundial, ahora compartiendo travesía en un panorama de brutal supervivencia.

Y entonces, para cimentar su leyenda, en su episodio más reciente, TLOU rompió con las expectativas de su audiencia (y, de paso, rompió internet el domingo pasado). En una decisión narrativa que podía haberle costado, la serie se enfocó en un personaje poco desarrollado en el juego, pero suficientemente relevante. En breve, propuso un rompimiento narrativo inesperado, sensible, pero perfectamente lógico en la dinámica de la historia. Muchos lo consideran el mejor episodio de televisión en mucho tiempo, y lo innegable es que desde su retrato gentil, que entrega amor y cariño a contracorriente en una trama violenta por naturaleza, y una que normaliza el amor homosexual, el episodio se suma a lo más destacado de la década.

Al tercer episodio de esta serie (ya renovada para una segunda temporada) se le considera de lo mejor hecho en televisión esta década.

A la fecha se han emitido tres episodios de los nueve pactados, y este domingo retoma la ruta más esperada, ceñida a esa travesía ya narrada en el juego. Algo es certero, se pondrá aún más triste y compleja. Pero a un tercio del camino no es exagerado decir que TLOU se ha ratificado histórica para el género. Es la mejor adaptación de un videojuego en la pantalla. Y así, en honor a la verdad, no tuviera competencia seria, más allá de producciones mediocres, quien quiera seguirle los pasos (con historias como las del juego God of War tienen potencial digno en la pantalla) tendrá que partir de ser emocionalmente intrigante para su audiencia. Y eso, ya se sabe, no es imposible: solo exige una historia memorable.

En esta país 'pospandémico' una guerra se lucha en las calles de las ciudades en las que aún hay seres humanos, entre el control militar y quienes se rehúsan a responderle a ese poder. Los rebeldes "buscan la luz" y quizá tengan un plan para arreglar el mundo. | Foto: Shane Harvey / Liane Hentscher / HBO