Tras la muerte de su madre, la protagonista de esta novela repasa su infancia en un pueblo del litoral y observa su presente en Buenos Aires, dividida entre su doble condición de ama de casa y escritora, y reivindicando su derecho al silencio frente al ruido familiar.

“Atrapada en la mitad de la vida, la narradora de este diario ficticio, o de esta ficción del yo, no encuentra su propio deseo. Es, a la vez, hija, esposa, hermana, madre de tres y huérfana. Pero, ¿quién es ella, ella sola, sin tener que ocuparse de nadie?”, comparte sobre la novela el escritor argentino Pedro Mairal.

A veces divertida, otras tierna, siempre singular, Ana Navajas debuta con una novela acerca del paso del tiempo, los vínculos y la maternidad, convertida en un espontáneo homenaje al acto de escribir.

Con una voz que nace de la experiencia y una mirada propia que parte de lo cotidiano para reflexionar sobre la existencia con tanta profundidad como ligereza, Ana Navajas es considerada una de las escritoras más prometedoras de la literatura argentina. Estás muy callada hoy la ha hecho merecedora de comparaciones con Natalia Ginzburg, Lucia Berlin y Joan Didion.

Nació en Buenos Aires en 1974 y estudió Ciencias de la Comunicación en la UBA. Es profesora de Literatura Creativa. 'Estás muy callada hoy' (Seix Barral, 2022) es su primera novela, publicada originalmente en el sello Rosa Iceberg, que busca dar lugar a escritoras noveles. | Foto: © Archivo personal de la autora.

De hecho, de Las pequeñas virtudes de Ginzburg, Navajas toma como epígrafe esta cita: “Siempre he escrito deprisa y cosas más bien breves, y con el tiempo he entendido el porqué. Porque tengo hermanos mucho mayores que yo, y cuando era pequeña, si hablaba en la mesa siempre me mandaban callar. Así que me acostumbré a decir las cosas deprisa, y con el menor número posible de palabras, siempre con miedo de que los demás continuaran hablando entre ellos y dejaran de prestarme atención”.

Con cortesía de Seix Barral, compartimos el principio de Estás muy callada hoy.

1

El cementerio donde está enterrada mi mamá es mi jardín favorito. Tiene árboles añejos con lianas y orquídeas escondidas, mucha sombra y a sus pies una laguna encantada. Algunos piensan que tiene fantasmas, es un poco escalofriante. Para mí solo tiene magia. Para algunos enamorados también. Se corre la bola de que en el pueblo lo usan como Villa Cariño.

Mi hermano arquitecto hoy estaba cortando con una sierra un molde en telgopor: estaba imitando la forma irregular que tienen las lápidas originales de mi familia en el cementerio, particulares menhires de granito negro, como arrancados de su bloque primitivo y solo pulidos en el frente, como quien no quiere la cosa, para poner el nombre del muerto. Pero ya no se consiguen, como muchas otras cosas. Con ese molde, los va a imitar después en hormigón y va a forrar solo el frente con una placa fina de granito: va a quedar bien. Papá, por supuesto, tiene guardada para él una de las lápidas originales, que hace juego con la de mamá y las de todos los demás familiares enterrados ahí: mi abuelo, mi abuela, mis bisabuelos, mis dos tíos, una tía, una prima, entre otros. También tiene armada la cortina musical para su entierro, un tema de jazz elegido para el preciso momento en que bajen el cajón. Es de Avishai Cohen, se llama Remembering y, exactamente en el minuto 2.01, todos los instrumentos se detienen: el piano, el contrabajo, la batería. Solo queda un eco. Es ahí, dice papá, sosteniendo sus dos manos en el aire como un director de orquesta: en ese preciso instante el cajón tiene que frenar y quedar suspendido en el aire, igual que los instrumentos, y después, nos indica haciendo con sus manos el ademán de arriar unas sogas, retomar la trayectoria hasta llegar a tierra. Tiene todo preparado para la fiesta.

Mamá, pobre, solo había pedido que la cremaran. Murió en Buenos Aires después de tres años de un cáncer atroz, un viernes 25 de mayo, al mediodía de un fin de semana largo que se anticipaba larguísimo. Cuando llamamos a la funeraria nos informaron que, por el feriado, la cremación iba a retrasarse tres días, y por ende también el entierro. Un horror, mamá ahí muerta esperando, ¿y nosotros qué hacemos mientras tanto? Estábamos mi papá y los cinco hermanos en ronda en el pasillo. Yo dije, usando una de las frases terminantes típicas de mamá: de ninguna manera. No la cremamos nada. Mañana mismo salimos para allá en auto. Y pasado es el entierro. El mundo es de los vivos. Nos miramos aliviados. Mi hermana menor dijo: ¿les parece bien no cumplir su última voluntad? Me recontraparece, le contesté.

De inmediato empezamos a coordinar la logística del traslado. Una caravana fúnebre al litoral: después de todo somos especialistas en encadenarnos uno atrás de otro, como esos esclavos con grilletes arrastrándose en fila. Fue el fin de la cuestión. Esa noche papá durmió en su cama y al lado mamá, muerta. Fue su última noche en casa. Yo me arrepiento de haberle dado un beso en la frente; estaba helada.

A mamá no le gustaba la música, pero la noche anterior al entierro papá estuvo horas frente a su computadora, con los auriculares puestos, hasta que encontró la pieza perfecta: Be my love, de Keith Jarrett. Un solo de piano. Al día siguiente, papá acercó el auto al pozo que habían cavado para el féretro, puso la música y abrió las cuatro puertas. Cuando estaba viva, mamá siempre le pedía que bajara el volumen. Sin embargo creo que esta última declaración de amor le hubiera gustado. El monte tupido y el colchón de nubes grises que cubría el cielo atemperaron el sonido, una acústica a su medida. Lloviznaba.

Después del entierro le pedimos a mi prima aficionada a los jardines que plantara rosas detrás de la lápida. A mamá le encantaban. Hay tres plantas. Una crece altísima, inexplicablemente, como en el cuento de las habichuelas mágicas. La de al lado está petisa, mucho no prospera. Y la otra quedó igual de petisa que la del medio pero raquítica, enferma, al borde de la muerte. Igual sobrevive hace cinco años. Hay un rosal por cada una de las tres hijas mujeres que tuvo mamá. ¿Cuál seré yo? ¿El que crece, el que permanece o el que parece morir?

Hoy fui por tercer día consecutivo al cementerio y para los floreros de la tumba junté tres rosas rojas que me pidió papá y cinco blancas que elegí yo. Por el camino pasaron en la radio del pueblo un tema de Roxette que no escuchaba desde un verano de 1989 aburridísimo como tantos veranos adolescentes aburridísimos que pasé acá. El florero quedó feo, como de River. Le digo a papá: ¿para qué me obligás a juntar de las rojas? Sabés que no quedan bien. Él me contesta: para cortar la monotonía.

El cielo estaba rosa y cuando nos estábamos yendo, hacia abajo de la barranca donde empieza la laguna, aparecieron cientos de bichitos de luz.

2

En mi lista de deseos está morirme sin agonía, ni tribulaciones, ni dolor. Si en definitiva es lo mismo: un segundo estás, el siguiente no estás. Mi mamá, en cambio, se murió después de un largo padecimiento. En eso, como en muchas otras cosas, espero no parecerme a ella.

Tuvo tiempo de tirar todas las cartas que no quería que viéramos, de borrar los mails inapropiados, de repartir sus anillos, de hacer un último viaje, de regalarnos alguna ropa, de ordenar su mesa de luz. Mis hermanas le decían: mamá, no seas morbosa. A mí me parecía bien. Nadie quería hablar de su muerte con ella, no era un buen tema. Preferían planear cosas que nunca íbamos a llegar a hacer. Está bien visto pensar en positivo. Yo sí tenía ganas de hablar. En uno de sus últimos días, me dijo en voz muy bajita: esto es muy difícil, tengo miedo. Estoy segura de que se estaba refiriendo al gran salto; yo acerqué mi oído a su boca para escuchar mejor pero nos interrumpió la enfermera de cuidados paliativos, que no era nada adecuada para su puesto. Hablaba demasiado y nos quería contar sobre los últimos días del Flaco Spinetta. Yo no quería hablar con ella, quería hablar con mamá.

Su último día fue un viernes. Temprano a la mañana empezó a respirar con dificultad. Tuvimos tiempo de llamarnos por teléfono los cinco hermanos, de reunirnos en su casa, de avisarle a mi tía, a mi tío, estaba papá. Entrábamos y salíamos de su cuarto, le teníamos la mano. Ella ya no habló más. Supongo que durante toda esa mañana se habrá sentido absolutamente sola, aislada, escuchando aturdida su propia respiración, como cuando hacés buceo. El sonido de la muerte. En un momento me pareció que necesitaría intimidad. Era evidente que cada bocanada de aire le estaba costando más y más. Hay ciertas cosas para las que idealmente uno necesita prescindir del público. Como cagar, como morir.

Yo me retiré de la silla que había al lado de su cama y me fui al living, con los demás, a comer lo que nos había preparado Francisca, nuestra niñera de la infancia. Francisca ya hace años que no trabaja en casa pero durante las últimas semanas de mamá volvió para cocinarle, ayudarla a ir al baño o a cambiarse el camisón. Era cerca del mediodía. Teníamos hambre. Fue así: mientras mamá se moría, yo estaba comiendo salame y matambre arrollado. Después pensé que nunca jamás iba a tener ganas de volver a comerlos, porque me traerían recuerdos terribles. Pero no, por supuesto. Muy pronto estuve comiendo de los dos.

Sola y aterrorizada, como todos los que vienen mirando a la muerte agazapada en un rincón, mamá aprovechó y dijo: bueno, ahora. Tomó el último soplo de aire y lo soltó.

No me acuerdo bien de la parte en que nos dijeron vengan todos al cuarto. No sé quién fue el que nos avisó. Creo que fue Francisca.

3

Todos los whatsapps que tenía con mamá se borraron cuando se me rompió el celular el miércoles pasado. A veces los releía, aunque solo decían cosas tipo: LLEGASTE?, o EL AVIÓN SE RETRASÓ, o CUÁNDO VEO A LAS CHICAS, o YA BAJO.

En el teléfono nuevo también desapareció de la lista de contactos favoritos. Tuve que volver a armarla. De paso la reordené: primero está mi marido (antes estaba mamá). Sigue Rosa, la mayor, la única de mis hijos que tiene celular. Papá subió varios puestos. Mis hermanos están más abajo: la más chica, el mayor, la del medio y el arquitecto, en ese orden. En su momento no me pareció borrarla a mamá, aunque no la fuera a llamar nunca más. Pero agregarla ahora me parece siniestro. También era siniestro equivocarme y llamarla sin querer. A veces me pasa todavía: en mis llamadas recientes hay una a mamá. Listo, creo que es mejor así.

Invito a papá a casa. Le compro turrón, le compro el vino que le gusta, trato de darle el mejor sillón, el más cómodo. Pero nada es suficientemente bueno para él. No tengo querer, suspira, replicando a su madre, que a su vez replicaba a la suya. En realidad no lo sé, pero me lo imagino como uno de esos hábitos malsanos que se heredan de generación en generación. Lo que quiere decir papá es que ya todo le da lo mismo. Es su nueva moda: fingir que ahora que es viejo y viudo las cosas le dan lo mismo. No me sonrío complaciente. No soy su cómplice, nunca lo fui.

Me cuenta que es el cumpleaños de su hermano mayor. Noventa años. Me muestra el mail que le escribió. Es emotivo, corto, casi una polaroid. Papá se recuerda a sí mismo, niño de ocho, esperando ansioso a su hermano de veintitrés, después de un largo periodo de ausencia a causa del servicio militar. En su mail evoca el instante preciso del baño en ducha, los dos juntos, están desnudos. Su hermano le presta su shampoo Mulsified, lo hace sentir importante. Fin. Entiendo que en esas líneas quiere decirle que la fraternidad es un sentimiento fuerte, un amor que no se borra nunca a pesar de todo. Pienso que con su hermano se sintió acompañado, aunque fueran instantes.

Como yo con los míos. Me digo que solo es capaz de decirlo así, por escrito. Y me gustaría contestarle algo más, pero solo le digo: muy lindo. A la noche, en el cuento que discutimos en el taller de lectura, aparece esta frase: hay algo biológicamente gratificante en llevarse bien con un hermano. La anoto.

A veces divertida, otras tierna, siempre singular, Ana Navajas debuta con una novela magistral acerca del paso del tiempo, los vínculos y la maternidad, convertida en un espontáneo homenaje al acto de escribir. | Foto: Seix Barral

Al día siguiente vamos a su departamento, el mismo de siempre, el que compró con mamá cuando nos mudamos a Buenos Aires. Estamos todos, los cinco hermanos y él. Yo siempre me siento en la cabecera desde que se murió mamá. Nadie quería sentarse en ese lugar pero yo dije: a mí me encanta. ¿No te impresiona? Para nada. Aprovecho para cambiar algunas reglas. El que se sienta en la cabecera manda. Saco el kiwi de la ensalada de frutas, sirvo con la mano. ¿Qué hacés, Ana? No me rompan los huevos. La mesa es un quilombo desde que murió mamá. Todo es un quilombo desde que murió mamá. Típico sábado de sol que me da en la cara y me molesta porque estoy en la cabecera. Mi hija Rosa dice: ¿me puedo ir? Las sobremesas son re largas en esta casa. Primero le digo no y después: hacé lo que quieras. Todos hagamos lo que tengamos ganas.

Hablamos de todo un poco. También hablamos de mamá, con naturalidad, como si no estuviera muerta. Intercalamos recuerdos comunes con frases venenosas, y con lo que hicimos hoy o ayer. Papá se saca los anteojos, se seca una lágrima que le resbala callada y aclara: no estoy llorando. Como cuando Rosa era chica, que se caía y decía: no me dolió. Los dos me hacen acordar a mí, a ese orgullo ridículo. Uno de mis hermanos se burla. Otro se ríe. Yo también. Somos seis huérfanos perversos, soberbios, desolados.

Rosa me dice: mamá, sos igual al abuelo, y yo le contesto que ya sé. ¿Qué? ¿No te gusta ser igual al abuelo?, me pregunta, al descubrir la tensión en mi voz. Está mirando una foto que tiene en su celular, es una foto de una foto, en blanco y negro, papá tirado en un sillón o en una cama, con una mano atrás de la cabeza y la otra sosteniendo un libro, una pierna doblada y la otra estirada, la boca entreabierta, la mirada fija. Es joven, displicente, está en cueros. Yo nunca había visto esa foto. Le pregunto a Rosa de dónde la sacó. No me contesta. Todos los que están en la mesa se van pasando el celular y dicen: es igual, es igual.

El domingo salgo de nuevo con papá, aunque me siento pésimo. Sé que está aburrido. Le digo que elija restorán. Me dice que no tiene querer. Le doy opciones. Elige uno y, en cuanto lo hace, ya sabe exactamente lo que va a pedir. Siempre hace lo mismo. Y después va a criticar, como critica siempre todo. Su plato, los mozos, los vecinos de las otras mesas, mi tono. Y yo me voy a enojar. Y voy a volver molesta, como siempre que salgo con papá.

Hablo por teléfono con mi hermano mayor. Me dice que, para él, a los setenta y pico podés elegir entre ser un anciano sabio o un viejo de mierda. Él planea ser un anciano sabio; yo no estoy tan segura de poder elegir.

Estamos en casa, es de noche. Mis hijos merodean. Mi marido pone música fuerte mientras cocina. Me molesta. Cuando éramos chicos, papá ponía música fuerte. Siempre jazz. A mí solo me gustaba el jazz cuando él me invitaba a bailar parada sobre sus pies, agarrada de sus manos, como si fuéramos una sola persona, un único movimiento. Me gustaba cuando ponía a Jean-Luc Ponty, porque era con violines y me parecía más alegre y moderno que sus otros discos. Me encantaban esos bailes pero, al final, siempre me resultaban cortos.