Semana: Usted pareciera hacer volar sus lecturas con la imaginación, y con su memoria y su bagaje cultural poner a dialogar cada libro con los otros que ha leído.
Irene Vallejo: El mérito lo tienen mis padres. Cuando era niña no se conformaron con contarme historias antes de dormir, sino que las convirtieron en un juego. Interrumpían la lectura y me preguntaban qué creía que pasaría con los personajes, o me impulsaban a imaginar qué sería de ellos después de terminar la historia.
Para mí, la literatura empezó como un juego. No se trataba de escuchar pasivamente, sino de participar en una especie de improvisación. Pessoa, el poeta portugués, decía que le pasaba algo similar, que cuando estaba leyendo, de repente se desprendía del papel y de las letras, y comenzaba a escribir la historia. Con respecto a la memoria, es intentar ver siempre el espesor histórico de lo que hay detrás de las lecturas, de nuestras formas de vivir. Quizá procede también de aquella temprana iniciación en las mitologías y los relatos clásicos, que vienen a ser como un cofre de símbolos, personajes e imaginarios que uno va reencontrando en libros posteriores. Se aviva esa sensación de que cada libro es parte de una genealogía.
Semana: ¿Tiene algún libro del alma que relea con frecuencia?
I.V.: Uno es Las historias de Heródoto. Para mí es la crónica de un individuo que sale al mundo a conocer otras culturas en una época en la que hacer viajes era raro, difícil y muy arriesgado. Se dedica a conocer personas de otras culturas, y lo hace sin expresar jamás un sentimiento de superioridad. Eso me parece absolutamente maravilloso, y creo que nos consta aún. Además, Heródoto también entiende la historia como un conjunto de relatos que podrían contarse alrededor de una hoguera.
Otro autor que siempre tengo cerca es Michel de Montaigne, el creador del ensayo, por lo menos del término. Para mí es un gran innovador y un personaje que piensa con una humildad bastante infrecuente en la filosofía. No se jacta de saber, sino que está constantemente en diálogo con otros autores, sobre todo los de la antigüedad: Séneca, Platón, Sócrates, Cicerón. Intenta aprender de ellos e interiorizar su sabiduría filtrándola por su propia mentalidad y experiencia. Me gustan sus ensayos breves y la libertad con la que salta de una idea a otra. También admiro cómo comienza su obra diciendo: soy la materia prima de mi propio libro. Pero al final resulta que esa personalidad es un conjunto de voces, de viajes, de experiencias. Entiende que lo que cada uno de nosotros es, se forja en las experiencias, en el conocimiento, en las conversaciones con otros.
Semana: El infinito en un junco cuenta la historia del comienzo de la lectura, de los primeros libros y de los primeros lectores. Muchas de las anécdotas que narra eran desconocidas incluso para devoradores de libros. ¿Cómo las fue encontrando y luego hilando?
I.V.: Cuando empecé la universidad comencé a anotar historias y personajes que me llamaban la atención para no olvidarlos. Durante años de leer y traducir textos fui encontrando anécdotas fascinantes, pero poco conocidas por el abandono en que ha caído el estudio de las lenguas clásicas. Llegué a investigar asuntos que me parecía escandaloso que no me hubieran enseñado; por ejemplo, que el primer texto firmado de la historia lo escribió una mujer. Descubrí a Enheduanna cuando empecé a seguir la hebra de las mujeres escritoras, personajes que han ido quedando ocultos.
Al conocer esos relatos y personajes pensé que tenía la materia prima para un libro. Lo primero que me planteé fue la estructura. Antes de escribir la primera palabra ya tenía una especie de atlas del libro con los temas y las secuencias cuidadosamente seleccionados. En el despacho tenía una pared cubierta con papel de embalaje a la que le pegaba post-its, y jugaba tratando de encontrar la fórmula que me permitiera variar, sorprender a los lectores y dosificar bien los elementos para que el conocimiento, los datos y la parte más abstracta llegara envuelta en relatos, peripecias, persecuciones, peligros, envenenamientos…
Semana: ¿Qué fue lo que más gratamente le sorprendió de su investigación sobre las mujeres escritoras?
I.V.: En mis clases de la universidad, las mujeres estaban prácticamente ausentes de la literatura, del pensamiento, del arte. Parecía que no habían existido.
Desde el principio sentí que tocaba preguntar a las fuentes de otra manera para que estas devolvieran aunque fuere imágenes fugitivas, fragmentos o nombres de filósofas, poetas, mujeres que escribieron sátira o teatro. Fui reuniendo esas presencias negadas u orilladas hasta tener una visión de conjunto, y para mi sorpresa eran muchas más de las que creía. Al principio se trataba de mujeres privilegiadas, pero con el paso del tiempo fueron apareciendo personajes como Safo o Aspasia, que no venían de familias dominantes y que dejaron una impronta. Era la historia de la progresiva ampliación de la capacidad de leer, de la democratización del saber. Por supuesto ha tenido retrocesos, pero a la larga es la crónica de una gran victoria humana.
Semana: El infinito en un junco es una mirada al pasado y a su impacto en el presente. ¿Qué opina sobre la manera en que hoy las personas se están relacionando con la historia?
I.V.: Venimos de siglos en los que el pasado se idealizó. En el XIX, por ejemplo, se convirtió al mundo clásico en un ideal de humanidad, y eso hizo que se ocultara o se falseara el legado de los clásicos para convertirlos en modelos morales. Esa glorificación, que no deja resquicio para la crítica, ha sido dañina.
Pero también sería equivocado pasar al otro extremo y negar o demoler lo que vino antes. Caer en una especie de amnesia sería perder fantásticas herramientas de conocimiento y de experiencia.
La mejor opción es afinar la mirada crítica, no intentar maquillar la barbarie, sino asumir la historia como profundamente imperfecta y aprender de ella sin imitarla o continuarla. Y esa mentalidad crítica también sirve para analizar el presente. Si la ejercemos vamos a ser ciudadanos de democracias más sólidas.
Semana: Usted ha resaltado la importancia de usar palabras amables y de ser conscientes del poder del lenguaje.
I.V.: Las palabras son la materia prima de nuestras ideas y de nuestra forma de entender el mundo. Tienen el poder de hacer mucho daño, pero también pueden esgrimirse como una forma de ayudar, de conciliar e incluso de sanar. Yo siempre intento usar constructivamente las palabras porque creo que las que reconcilian, aproximan, sanan y abordan la realidad desde la empatía son hoy más necesarias que nunca.
Suelo decir que no me sorprende que la primera palabra de la literatura occidental en la Ilíada sea “cólera,” la ira de Aquiles. Esta sigue siendo la Era de la ira. Yo la relaciono con una mentalidad que hay que empezar a transformar. Por eso en El infinito en un junco quise construir un relato épico sin que fuera violento; dejar de exaltar la conquista, la victoria, la guerra, y contar otra épica, que a mí me parece mucho más esencial: la del conocimiento y la sabiduría. Por las palabras de mi abuelo –quien solía decirme mientras recogía de la calle una cáscara de banano, que el bien suele no notarse y en cambio el mal es ruidoso– he dedicado este libro a las personas anónimas que llamo “salvadores de libros”, y que creo han hecho posibles los avances del mundo en que vivimos.
Semana: Como lectora y como madre, ¿qué recomendaría para incentivar el hábito de la lectura?
I.V.: Tengo mucha fe en el placer; en que el aprendizaje se graba mucho mejor cuando llega con ese detonante. Con mi hijo intento que nuestros momentos de lectura sean unos que él pueda recordar con ilusión. Busco ratos en los que podamos estar relajados, reír, hacer un poco de teatro. Despliego toda mi energía para imitar voces, actuar, hacerle preguntas y reproducir, de alguna manera, el paraíso que para mí significó la lectura que me hacían mis padres cuando era niña.