Nacida en 1976, en Montevideo, Uruguay, Fernanda Trías es narradora y traductora, Máster en Escritura Creativa por la Universidad de Nueva York. En 2004, obtuvo la beca Unesco-Aschberg para escritores, en 2006 el Premio a la Cultura Nacional de la Fundación Bank Boston y en 2018 el Premio para escritores latinoamericanos organizado por Revista Eñe, Casa de Velázquez y la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB). Los reconocimientos no le son extraños, y más que subírsele a la cabeza, dan muestra de un camino literario impulsado por el talento de la escritura, de la observación y del empeño.

Fernanda ha residido en Montevideo, Berlín, Buenos Aires, Nueva York, Valparaíso, Madrid y lleva unos buenos años radicada Bogotá. Su obra narrativa ha sido traducida a más de quince lenguas, y ha sido publicada en España, Chile, Estados Unidos, Colombia, Argentina, Bolivia y Uruguay, así como en antologías de nueva narrativa latinoamericana en Alemania, Inglaterra, Perú e Italia.

Trías ha publicado las novelas Cuaderno para un solo ojo (2002), La azotea (2001; Premio Nacional de Narrativa/MEC, 2002), La ciudad invencible (2014; publicada en 2013 bajo el título Bienes muebles), la plaqueta de relatos El regreso (2012), Mugre Rosa (2020, considerado entre los mejores libros de ese año), y el libro de cuentos No soñarás flores (2016; nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez como uno de los trece mejores libros de cuentos en habla hispana de ese año). Es esta obra la que se lanza de nuevo en Colombia, en una nueva edición de Random House.

En los cuentos de No soñarás flores hay protagonistas experimentando eventos capaces de agitar sus existencias. Entre otras historias, vemos cómo, doce años después de abandonar a su hija y a su marido, Teresa regresa y los espera en un café para esa reveladora y tensa charla; seguimos a una chica que toma asiento noche tras noche en la barra de un bar a preguntarse por qué los trenes nocturnos son tan lentos; y conocemos de la existencia de un “pantano de pérdida”, que une a un grupo de personas arrastradas por el dolor.

Los personajes de los ocho cuentos son mujeres en su mayoría, y están a punto de naufragar. Sus ilusiones están quebradas, no tienen escapatoria. Y es por medio de estas historias que la escritora toca temas como el fracaso de la pareja, los juegos de la amistad o la muerte del padre, temas que le sirven a la escritora uruguaya para explorar el miedo, la violencia y, sobre todo, la pérdida. Porque en su literatura, la autora habita el mundo de los cuentos de la misma forma que habita el de sus novelas, sigilosamente, con elegancia sobria, ahondando en la desesperanza y dibujando un mundo descarnado.

Ahora, compartimos el inicio del primer cuento del libro, que la da su nombre, y dejamos que sus letras hablen por ella.

Su obra narrativa ha sido traducida a más de quince lenguas, y ha sido publicada en España, Chile, Estados Unidos, Colombia, Argentina, Bolivia y Uruguay, así como en antologías de nueva narrativa latinoamericana en Alemania, Inglaterra, Perú e Italia. | Foto: Foto de Fernanda Montoro / cortesía Random House Literatura

No soñarás flores

Esta mañana compré dos tubos de cinta adhesiva, una tijera y una birome que se desliza rápido por el papel satinado del cuaderno. Voy a contar lo que pasó, con la mayor fidelidad posible, y después voy a entregarle el cuaderno sellado a Carmela. Sé que homenajear a mi padre no tiene nada que ver con lo que haremos esta noche, ni siquiera con lo que hicimos en los últimos meses y que, sin quererlo, nos condujo hasta acá. No importa. A su manera, todos fuimos débiles; hasta Carmela, aunque eso no debería servirme de consuelo: es mezquino aliviar el fracaso propio con el fracaso ajeno. Lo que quiero decir es que no escribo para mi padre, y si me atrevo a hacerlo sin cambiar nada, sin juzgarme siquiera, es porque sé que el misterio seguirá intacto. Nada encontrarán en estas páginas mis amigos o mi hermano que les permita entenderme, como tampoco yo logré acercarme ni un centímetro a ese desconocido que fue mi padre.

Cuando él murió, hacía cinco meses que me había mudado a la casa de La Paternal. Espinosa y Álvarez Jonte. Trabajaba cuidando a una vieja de noventa años, la abuela de la familia. Le servía la comida, le cambiaba los pañales, la duchaba dos o tres veces por semana y le hacía compañía. En los días buenos le limaba los callos, le cepillaba el pelo. De ocho a siete y media, los días de semana, y los sábados hasta la una, cuando la dueña de casa iba a la feria y cocinaba todo tipo de guisos que congelaba en táperes individuales. Los táperes se apilaban como un iglú dentro del freezer y en el transcurso de la semana iban desapareciendo: la dueña, su hijo, la vieja y yo. No había más que calentarlos en el microondas y cuidar que no quedara un centro helado de lentejas pegoteadas; cuidar también que no estuviera demasiado caliente, porque la vieja ya no sentía la temperatura y era capaz de lanzarse a la boca una cucharada de lava directo del volcán. Si se ampollaba, adiós trabajo, adiós piecita junto a la terraza.

En la casa también había un perro blanco que parecía un lobo y que aullaba hasta que la dueña volvía del trabajo. La primera mañana pensé que la vieja estaría loca y que gritaba presa de un delirio. Después pensé que le había dado un ataque y que gritaba agonizante en el baño que compartíamos, tan chico que era imposible casi cualquier maniobra. Bajé corriendo la escalera desde mi pieza solo para descubrir que esos aullidos humanos, desgarradores, salían del perro. A su modo, la vieja también aullaba. Pasaba la tarde insultando al perro, le decía que se callara y su voz ronca se imponía sobre el ruido del televisor. A veces yo salía de su habitación y le hacía creer que estaba limpiando algo en la cocina, aunque en realidad me quedaba en el pasillo, justo afuera de la puerta, escuchándolos: el perro, la vieja, el perro, la vieja, hasta que al final era lo mismo que oír un golpe y su eco. De pronto algo me delataba. La vieja tenía un oído muy sutil, el único sentido aún intacto. “¿Nena?”, decía, y ahí terminaba yo, mirando televisión junto a su cama con pasamanos como una gran cuna metálica.

A los aullidos y a los gritos a veces se sumaban los ensayos del hijo, que había convertido su viejo cuarto en un estudio. La habitación de paredes acolchadas en el segundo piso no alcanzaba a ahogar los golpes de la batería. Así pasaron los primeros meses, pero cuando mi padre murió, esos ruidos se volvieron insoportables. Valga decir que en el tiempo que llevaba viviendo en Buenos Aires no hablé con mi padre más de dos o tres veces. Una llamada corta desde el locutorio en Juan Agustín García, una llamada glacial, orgullosa, y adiós que te vaya bien. Murió sin que hiciéramos las paces, y yo recordaba como si fuera ayer el peso de su cuerpo desplomado entre las botellas vacías, recordaba lo que era vivir con él, el ventilador eternamente prendido, la manía de dejar un cigarrillo en cada cenicero, como piras funerarias. Le quedaba treinta por ciento del corazón, así me dijo la médica la última vez que lo internaron. Claro que él lo sabía mejor que nadie. “Cada uno tiene derecho a ofrecer su cuerpo en sacrificio”. Lo cierto es que ya no podía soportar los ruidos de la casa, y un día simplemente salí y dejé a la vieja sola. Me fui a la plaza, volví al rato para ver cómo seguía y constaté que nada había cambiado: aullido, rezongo, el latido grave de la batería en la planta alta. Me senté un rato con ella a mirar las noticias de la tarde. Acababa de morir Sandro; sus labios gruesos y pardos llenaban la pantalla.

Se me hizo costumbre salir todas las tardes después de calentarle el guiso a la vieja y de dejar nuestros táperes lavados y boca abajo sobre la rejilla de la cocina. A la plaza, a la iglesia, a un bar, no importaba mucho. A veces cruzaba las vías de La Paternal y atravesaba en un sueño el humo de las fogatas hechas de hojas y llantas hasta la puerta lateral del cementerio. Las tumbas no me causaban ningún alivio, pero era más llevadero sentir el dolor hasta el final, provocarlo, antes que tenerlo ahí, pulsando como una llaga.

A Carmela la vi por primera vez en la plaza de Juan Agustín García, si se le puede llamar plaza a ese triángulo de baldosa y cemento con un edificio tapiado como telón de fondo: un gran muro con afiches del primero de mayo y plantas naciendo de las grietas, yuyos finos que emergían como los rayos de una luz endeble de las ventanas clausuradas. “La Paternal no olvida”, decían los afiches hechos jirones, el papel hinchado con burbujas de aire, los colores deslucidos por la lluvia. A las seis de la tarde, en esa plaza, un grupo de viejas se paraba en círculo y rezaba el rosario. Algunos tímidos o curiosos escuchábamos de lejos, sentados en los bancos de hormigón. Carmela miraba desde el banco frente al mío y quiso el azar o el destino que tres días antes hubiese pasado lo del teléfono, que tal vez sin eso nunca me habría fijado en ella. Lo que me llamó la atención fue que sostuviera algo —que más tarde supe era una bolsita con flores secas— apretado contra la nariz. Ella también huele, pensé.

Para no saltarme nada debería contar cómo empezó lo de los olores. Fue una semana después de la muerte de mi padre, al volver de Junín. Mala señal: no me animé a contárselo a nadie. Tampoco tenía amigos en Buenos Aires y supongo que eso habrá contribuido a lo que pasó después, pero había dos o tres personas que veía cada tanto y también estaba mi hermano en Córdoba, con quien me escribía desde el locutorio. A nadie le conté lo de los olores. El caso es que llegué a Retiro por la noche, me tomé dos subtes hasta Chacarita y de ahí el colectivo que me dejaba en la esquina. A pesar del cansancio, quise desarmar el bolso y ordenar los objetos de mi padre que había traído conmigo. Su celular estaba dado de baja, pero podía usarlo de alarma; fue así como descubrí, justo antes de acostarme, que el teléfono aún tenía su olor. Claro que no era la primera vez que abría la tapita. Durante la semana anterior había revisado los mensajes, los contactos, las llamadas que mi padre hizo antes de morir, pero recién esa noche se me dio por oler las teclas. Será que vi entre las junturas esa caspa blanca, el eccema que heredé pero que él no combatía con ungüentos ni corticoides y que le había tomado la cara, sobre todo las cejas, los lados de la nariz y la frente. Olí el teléfono. Aspiré ese olor que hacía tiempo no tenía nada de agradable, pero que era de él, del padre que yo había tenido al final, en sus últimos y peores años: desahuciado por sí mismo.

El día después del entierro también había estado oliendo cosas: llegué a la casa de mi padre y mi hermano ya estaba ahí, sacando la basura. Lo primero que agarré fue la almohada. Tenía el mismo olor que el teléfono. En esa funda percudida habían apoyado su cabeza muerta. Olí las sábanas sucias. Olí un pulóver que estaba sobre la silla, sucio también, y después olí la ropa en el placar. Todavía recordaba el olor del velorio, el que siempre atribuí a las flores marchitas. Ahora sé que no son las flores las que huelen así. Ese olor pesado, empalagoso, es el olor del cuerpo muerto o de la sustancia que le ponen para que no se desinfle, no suelte lo que mantiene adentro gracias a dos algodoncitos apretados en la nariz. Lo sé porque lo olí cuando nadie me miraba; le olí la piel de la cara, lo único al descubierto entre esa mortaja esponjosa con voladitos que le pusieron. Y después, en un momento en que estuve sola con el ataúd cerrado, olí también las junturas de las maderas y toqué las tuercas doradas que atornillaban la tapa, aunque solo olían a metal helado. Pero no fue hasta la semana después, cuando pasó lo del teléfono, que pensé realmente en eso: que el olor de mi padre sería lo primero en olvidarse, lo más frágil, y fue como si de pronto mi padre muriera de nuevo, pero ya no solo, en su casa, tratando de abrirle la puerta a los paramédicos, sino ante mí, en mis propios brazos, literalmente en mis narices.

Unos días después volví a ver a Carmela y esta vez me senté a su lado. Lo que me intrigaba era saber qué sostenía contra la nariz. ¿Un pañuelo? ¿Una imagen de la Virgen? Desde el principio me di cuenta de que ella también tenía un muerto y de que era pobre, al menos más pobre que yo, o tan pobre como yo pero desde hacía más tiempo, porque la tela gastada de los pantalones se veía clara en las rodillas y los zapatos tenían el cuero agrietado ahí donde el pie se pliega al agacharse. Hablaba de manera inconexa y a veces quedaba en blanco, silenciosa como un avión de papel, la mirada perdida en los pies de las viejas que rezaban, hasta que de pronto decía algo que no tenía nada que ver con mi pregunta o con lo que veníamos hablando. Me contó que estudió Bellas Artes en Rosario, pero que no había terminado. Vivió unos años en Santa Fe, y por un tiempo, cuando volvió, tuvo un puesto de cerámica en Parque Centenario. “¿Y ahora no?”, le pregunté. “Ahora no”, dijo con desdén, como si el ahora no existiera o fuera una cosa despreciable. Le invité un café con medialunas, no tanto porque pareciera no haber comido en semanas, sino como una excusa para averiguar más. Al final abrió la mano y me mostró el amuleto dentro de la palma enrojecida. Me habló de Maite, su hija de dieciséis años, muerta hacía once meses de meningitis. La bolsita de flores secas la llevaba su hija entre el cuerpo y el corpiño para perfumarse.

—Siempre estaba perfumada —dijo, y enseguida me contó que ella misma había sacado la bolsita del cuerpo sin vida.

'No soñarás flores', Fernanda Trías, Random House Literatura. | Foto: Foto de Fernanda Montoro / cortesía Random House Literatura

Cuando nos despedimos, Carmela me agradeció. Dijo que ya no podía hablar con nadie. “La gente se cansa de que le cuenten las mismas cosas”. En ese momento Carmela estaba sana, o mejor dicho, no lo estaba pero aún no se había enterado. Lo supo dos meses después, cuando lo anunció en casa del ciego. Panizza, que trabajaba en el Fernández, le había conseguido una hora de urgencia con un médico amigo suyo. De hecho, fue ella la que me presentó a Panizza. Él era enfermero en el turno de la noche cuando la hija de Carmela murió y, por supuesto, también tenía un muerto.

Ni aunque llenara este cuaderno de palabras podría explicar la impresión que me causó Panizza cuando lo vi entrar al bar, apurado, la bata enrollada en el antebrazo como un búho blanco. Dos cosas me perturbaron: que llevara su dolor tan dignamente, sin la más mínima afectación, y que fuera atractivo —del tipo oscuro: cejas negras y despeinadas, labios gruesos que enseguida imaginé lentos y calientes, un poco como los de Sandro—. No es que se pareciera a Sandro, no, pero tenía ese tipo gitano, la piel con cicatrices o poros grandes; o será que Sandro estaba muerto y Panizza tenía algo sombrío y sereno, una entereza que Carmela y yo no habíamos alcanzado. (Ahora recuerdo que, mientras mirábamos televisión, la vieja no se cansaba de repetir que Sandro había sido hombre “de una sola mujer”).

Si soy sincera, también debería confesar que hubo otra cosa que me perturbó: que Panizza no sufriera por mí. Ridículo, ya sé, porque acababa de conocerlo, pero todo eso se precipitó en el instante mismo en que abrió la puerta vaivén y dio los tres pasos hasta nosotras con la bata desmadejada en el brazo, la boca murmurando a medias “perdón”, el olor a cloroformo que me llegó como una oleada del pasado, cuando acompañaba a mi padre a las rondas del hospital. Yo tenía todos los derechos porque era la hija del médico de sala y entonces podía acercarme a las vitrinas, poner las manos pegoteadas sobre el vidrio impecable y mirar de cerca los frascos de remedios, los tubitos etiquetados llenos de sangre negra. Nadie iba a decirme que no empañara el vidrio con mi aliento a caramelo de frutilla; nadie iba a impedirme aspirar el olor de los medicamentos, el olor rancio a hospital que tanto espantaba a mi abuela: “Lleno de gérmenes”. Seguía a mi padre por el pasillo y en la puerta de cada habitación me detenía a espiar los pies de los viejos, como montículos de nieve bajo la sábana tiesa; usaba el estetoscopio de micrófono; podía comer los postres, el flan soso pero prohibido, la gelatina de cereza. Podía patinar sin zapatos por la baldosa brillante donde se reflejaban las luces del techo; tan pulcros, esos pasillos, aunque las medias terminaran negras en la palangana con cloro. Ninguna enfermera iba a impedírmelo; nadie me trataría mal o me pincharía los brazos.

Panizza se sentó y lo primero que dijo fue que Carmela le había hablado mucho de mí. Yo no lo traté bien, y casi enseguida —como si ese asunto debiera quedar zanjado entre nosotros desde el principio—, le dije que mi padre era médico. No le conté lo otro, las deudas, el treinta por ciento del corazón y cómo yo había empezado a cuidar viejos para alimentarnos a mi padre y a mí. Panizza tenía cuarenta años, viudo desde hacía cinco meses, y no era del tipo histriónico. Como yo, Panizza nunca lloraría en público. Mi padre era igual. Le gustaba compadecerse de sí mismo, pero nunca le vi una lágrima, ni siquiera cuando me echó de su casa gritando que si yo tenía vocación de muleta, me fuera a buscar a un paralítico. Él no me necesitaba para nada, dijo, no me necesitaba más.

Esa noche nos quedamos en el bar hasta la madrugada. Hablé casi frenéticamente, sin detenerme ni para tomar un sorbo del café que se iba enfriando en el pocillo. Conté cómo, desde la muerte de mi padre, tenía terror de enfermarme, de pescar aunque más no fuera una gripe, el resfrío más insignificante. Y conté de la vez en que me quebré la muñeca, a los siete u ocho años, y cómo mi padre, mirando ese montoncito de huesos colgantes, me enyesó él mismo y dijo que no era nada. Tenía algo compacto, el silencio, en ese bar de taxistas; rebotaban las miradas en las mesas y las paredes. Cuando llegué a la casa lloré por primera vez desde el entierro. Me venía a la mente el colchón en el que había dormido durante años en el living de mi padre; el colchón desnudo, solo, recostado contra la pared como si estuviera aireando el meo de una niña incontinente. Por momentos me dormía y el propio temblor del cuerpo me despertaba. Las pocas veces que lo llamé desde Buenos Aires, él estaría sentado en el sofá, mirando el colchón que ya nadie usaba pero incapaz de guardarlo en alguna parte. Estaba ahí, con las mismas manchas ocre de líquido derramado, el día en que mi hermano y yo vaciamos todo.

La mujer de Panizza tenía problemas mentales. No debería contar aquí detalles de los muertos ajenos; no solo por pudor, sino por el pacto que hicimos en una de las primeras reuniones en casa del ciego. Los muertos de los otros no se discuten fuera del grupo, ni siquiera fuera de la casa. Solo diré que, hacia el final, cuando sus ataques eran más frecuentes, Panizza sintió que ya no la conocía. Ella era otra, ¿y por qué habría él de querer a esa extraña, pura piel y hueso de tanto negarse a comer, sin siquiera memoria de lo que habían sido? Una lucha se libraba sobre la cama del hospital. La otra le robaba el cuerpo a la mujer de Panizza, la consumía, y me acuerdo como si fuera hoy de la manera en que él movía los dedos sobre la mesa cuando nos habló de ella:

—Tenía los ojos abiertos, pero no me reconoció. Me miró como si yo fuera un pedazo de madera o cualquier otra cosa, ¿entendés? Y lo peor es que yo tampoco la reconocí. De pronto pensé: ¿qué estoy haciendo en este cuarto, en este sanatorio? Hasta me pincharon un cartelito acá —dijo, señalándose el bolsillo de la camisa—, que decía «Familiar». ¿Te das cuenta? ¿Familiar de quién?

Carmela clavaba un dedo sin uña en un sobrecito de azúcar. La tarde anterior, en la plaza, la vi llorar en el banco y pensé por primera vez si debería abrazarla, si valdría la pena un gesto así con ella. Acababa de decirme que hubiera preferido ver a su hija hecha un vegetal antes que muerta, y yo miré a lo lejos, a un punto indefinido de avenida San Martín, mientras ella hipaba y estrujaba contra a nariz la bolsita de flores, embadurnada de moco, lágrimas y saliva.

—Respiraba —dijo Carmela—, al menos eso.

Panizza no la oyó o no quiso escucharla. Se miraba las manos, y cuando volvió a levantar la cabeza la piel se le tensó en las mandíbulas: —Tenía derecho, ¿no? Tenía derecho a no quererla.

El silencio se extendió en el bar hasta derramarse en la noche por la ventana abierta. Carmela rompió el sobre de azúcar y los granos brillaron sobre la fórmica celeste. No, pensé. ¿Pero cómo iba a decírselo? ¿Cómo decírselo a Panizza si acababa de conocerlo, si tenía esa sonrisa tan linda, de dientes blancos y colmillos apenas afilados? No teníamos derecho; aunque diera rabia, aunque me vinieran ganas de romper las botellas que él escondía en el placar, ganas de dejarlo abandonado, atragantándose con su propia lengua. Las sombras cruzaban la cara de Panizza y el peso de la sangre le abultaba una vena en la frente. Visto así era distinto, más blando, más lleno de detalles. Tenía un punto de sangre en el blanco del ojo. Tenía un hueco entre las pestañas, una zona extrañamente despoblada.