Una pareja de alfareros se esmera en perfeccionar esculturas que terminarán en el fondo del mar. ¿Su destino? El Caribe colombiano, donde un museo submarino protege a los arrecifes de coral amenazados por el turismo y el cambio climático. Son 25 figuras de un metro y medio de altura que componen una especie de arrecife artificial e intrigan a buzos que se sumergen en las aguas azules de la paradisíaca Isla Fuerte, en el departamento de Bolívar (norte).
“Cuando nos encontramos con esas esculturas yo dije: ‘¡Ay Dios, caramba! ¿Qué es eso?’”, relata Orlis Navas, poblador de la pequeña isla de 3.000 habitantes. Este buzo ahora guía recorridos turísticos por las esculturas. Su estilo precolombino y una abundante cobertura de coral les dan un aura de naufragio milenario, pero en realidad fueron puestas allí en 2018 por una empresaria hotelera.
“Cuando me encuentro con el deterioro de los arrecifes naturales de la isla, vi en el proyecto de arte una posibilidad de proteger y potenciar la vida de los corales”, explica Tatiana Orrego, creadora de la iniciativa conocida como MUSZIF.
Las esculturas son ahora albergue para los corales, afectados por malas prácticas de turismo y el cambio climático. En el último año, los corales a nivel mundial registraron un nuevo episodio masivo de blanqueamiento debido a las temperaturas récord de los océanos, según la Agencia Estadounidense de Observación Oceánica y Atmosférica (NOAA).
Los corales, invertebrados marinos, viven en simbiosis con las algas que se encuentran dentro de sus tejidos y les proporcionan alimento. Pero cuando el agua está muy caliente, expulsan las algas y se vuelven blancos, algo que los expone a enfermedades y a la muerte. Colombia cuenta con un área coralina equivalente a 100.000 campos de fútbol. Sin embargo, el 70% de ellos perdió sus colores, según el ministerio de Ambiente.
Arrecifes sobrecargados
Bajo el mar, las piezas que crearon los alfareros locales Hugo Osorio y Pedro Fuentes se convierten en un “sustrato idóneo” para el crecimiento de nuevos corales, explica Orrego.
Al principio “sembraba” partes de coral sobre el barro para iniciar el proceso. Últimamente han comenzado a colonizar las estatuas espontáneamente, cuenta con satisfacción. Parches coloridos recubren las figuras de caciques y deidades precolombinas. Decenas de peces adornan el recorrido a 6 metros de profundidad. El museo recibe un poco más de 2.000 visitantes al año, entre buzos y nadadores con esnórquel.
Es un “espacio alterno para llevar al turista y no sobrecargar los arrecifes naturales, que ya están sobrecargados”, agrega la empresaria. En lugares como Isla Fuerte, donde el turismo ha crecido exponencialmente en los últimos años, la acción del hombre agrava el problema. Algunos curiosos arrancan trozos de coral para llevarlo a la superficie, otra veces el daño es causado por las pisadas y aletazos que le propinan involuntariamente al frágil ecosistema. “La gente no entiende que el coral es un ser vivo” se queja Orrego.
Raíces indígenas
Inspirada en la obras que el escultor británico Jason Taylor ha sumergido en las costas de México, Orrego buscó artistas locales para crear un museo submarino que sirviera a la vez de hogar para el coral. Fue así como dio con Osorio y Fuentes, especialistas en dar forma al barro que extraen a mano de la Ciénaga Grande de Momil, ubicada a unos 60 kilómetros de Isla Fuerte, en territorio continental de Colombia.
De ancestros indígenas, imitan las creaciones del pueblo Zenú, que habitó el Caribe colombiano antes de la conquista española. “Ellos también se dedicaban a la alfarería. Todo esto viene de las raíces (…) Mi mamá también hace piecitas”, explica Fuentes, de 48 años, mientras moldea el barro mezclado con arena. “Seguimos con la cultura para que no se perdiera”, completa Osorio, de 59.
Elaboran “ídolos” y figuras alusivas a la maternidad, la cacería y la búsqueda de leña, tal y como lo hacían los zenú. Lo saben porque de jóvenes participaron en varias excavaciones arqueológicas en los cerros que rodean a la ciénaga. Lamentan haber malvendido cientos de piezas precolombinas a comerciantes que luego las ofrecían a precios exorbitantes en el interior del país. “Es una tristeza grande. El patrimonio de nosotros se perdió. Tratamos de recuperarlo, pero ya no se puede”, dice Osorio, antes de acomodar trozos de boñiga seca que usa como horno para finalizar su obra.