1. Con cada paso que daba parecía obedecer algún tipo de instrucción para no tropezarme. Las paredes eran blancas pero sombrías, la iluminación de los pasillos no llegaba hasta las escaleras y mis palpitaciones se acrecentaban a medida que ascendía. Levantaba un pie detrás del otro, intentando mantener un ritmo constante. No subas tan rápido, me ordenaba mi cabeza; se debe ver natural para no levantar sospechas, y para no llegar agitado. Sentía como si estuviera en una película, y yo fuera el personaje principal. Pensaba que en cualquier momento se cortaría la escena, el director gritaría y demostraría su decepción con mi fracaso al actuar. Y es que, francamente, actuar nunca ha sido lo mío; siempre he querido estar en el puesto del que dirige, exponer mis exigencias y revisar las emociones de los actores, mas no ser uno de ellos.

Tenía miedo, y por eso subía con la idea de la película en la cabeza; quería que existiera ese director para que detuviera mi camino. ¿Habría sido mejor no haber dado con este edificio?, ¿haberme resignado a la decepción de no encontrarla esa mañana? ¿Qué hubiera tenido de malo haber metido mi cobardía entre las piernas y regresar a casa?

Sin más, llegué al pasillo del cuarto piso. Había luz, mucha luz, como si las lámparas que se utilizan en los rodajes estuvieran ubicadas en un punto preciso para resaltar mis labios apretados y cada arruga de mi rostro. A la derecha, las ventanas desaseadas dejaban que el sol penetrara, y las puertas a la izquierda me decían que ella podía estar cerca. No las conté, pero le pongo que había diez puertas idénticas, diferenciadas solo por un número negro a cada lado. La cabeza me empezó a dar tantas vueltas que mis pasos se ralentizaron; por un segundo sentí que debía tomar aire, quizás así podría actuar como un ser humano en control de mis emociones apenas la viera. Además, siempre había intentado mostrarme así ante ella: decente e imperturbable.

Sin embargo, mis respiraciones fueron interrumpidas. Un sonido comenzó a dominar el pasillo y no tardé en caer en cuenta de que se trataba de gemidos. Sí; alguien —una mujer— gemía detrás de una de esas puertas. Mi rostro palideció y, de nuevo, lo único que deseé fue que un director detuviera la escena, que exigiera que empezáramos de nuevo, que reubicaran las lámparas y los micrófonos, o que le ordenara a la persona que hacía aquel sonido que lo repitiera, puesto que los gemidos habían surgido a destiempo, había algo inverosímil en ellos, o porque simplemente no tenían la fuerza suficiente como para llamar la atención en una sala de cine. Pero claro, esto no era una película: el director y sus regaños eran obra de mi imaginación; no había cámaras, tampoco micrófonos, y mucho menos público al que le interesara que yo estuviera caminando por este edificio.

Los gemidos eran constantes; cada dos segundos escuchaba cómo a una mujer se le iba el aire mientras le presionaban los botones exactos para emitir tal sonido. Puse mi mano sobre la pared, intentando no caer de los nervios. Había pensado muchas veces en lo que podía ocurrir al llegar a su puerta: ¿me había olvidado? ¿Mi presencia la incomodaría? ¿Ya tenía otro que la entretuviera? Pero jamás me imaginé que la encontraría en pleno acto…

Si esta fuera la escena de una película, y estuviera en mis manos, este habría sido el momento en que las cámaras se enfocarían en el rostro del protagonista, y yo, como director, haría todo para resaltar su angustia y su miedo. Nunca había tenido tantas ganas de ser el director de una escena, para evitar sentir, para desprenderme de mi cuerpo, alejarme de la realidad y hacerme a la idea de que todo era falso.

Pero, a pesar de mis nervios, la curiosidad me estaba matando. Fuera ella, o alguien más, necesitaba saber de qué puerta provenían los gemidos. Recorrí el pasillo muy despacio, y acerqué el oído a cada una. Mi ansiedad crecía mientras llegaba al 406, su apartamento. Cualquiera se puede imaginar todo lo que se me pasó por la cabeza en esos momentos. Pensé lo peor; por supuesto, creí que la que gemía era ella. Era el deber ser, la Ley de Murphy, viajar hasta el otro lado del mundo y darme cuenta de que la mujer que amaba estaba con otro. “Pero así no gime ella”, me decía a mí mismo para tranquilizarme, “es más bien callada cuando hace el amor…”. Quise correr, dejarlo todo, decirle al director que esta escena no era para mí, que yo no era actor, que nunca me entrenaron para eso.

De repente el sonido se acrecentó, y los gemidos se convirtieron en gritos lo suficientemente fuertes para darme a entender —lo que me provocó un inmenso alivio— que salían de otra puerta. Ahora bien, si no eran de ella, ¿de quién eran? No pude evitar acercar la oreja a esa puerta de hierro; el tiempo corría lento, y la mujer allí dentro ahora exclamaba cosas en un tono que oscilaba entre el desespero y el goce. Por supuesto, yo no entendía nada de lo que gritaba; eran berridos en un lenguaje del que no reconocía ni una palabra. Sin embargo, permanecí ahí unos minutos, con la oreja pegada a la puerta, escuchando todo lo que decía, y esperando a que el hombre que le provocaba este placer se pronunciara. No se cansaban, manejaban los ritmos como si fueran profesionales, mientras yo trataba de imaginarme la escena y el rostro de aquella mujer desconocida. Todo era muy repentino y sicalíptico.

De pronto escuché otro sonido, algo diferente, algo que no pertenecía a esa escena: era una llave que se giraba. ¿De dónde venía? Intenté alejarme de la puerta, pero mi reacción fue tardía; mis reflejos se habían ralentizado, estaba demasiado concentrado en lo que pasaba allí dentro. Los gemidos continuaron y confirmé que la llave que se había girado no era la de esa puerta. De reojo, y no sin cierto susto, observé cómo la 406, la puerta por la que yo había hecho todo este recorrido, se abría de par en par.