SEMANA: Su papá se despidió de este mundo luego de una vida maravillosa. ¿Cómo fue ese adiós?
LINA BOTERO (L. B.): Mi papá tuvo a Dios gracias una vida maravillosa. Conoció en vida el éxito y el reconocimiento. Hizo con su vida exactamente lo que quiso. Eso fue extraordinario. No le quedaron pendientes. Es muy difícil llegar al final de la vida y no decir: me quedaron tantas cosas por hacer. Pero este no fue el caso de mi papá. Él vivió una vida congruente, consecuente con lo que era importante para él, con sus valores, con su amor por Colombia, con su compromiso con el país y con su propia obra. Eso nos deja a nosotros con muchísima paz.
SEMANA: Usted estuvo con él hasta el final.
L. B.: Mi papá murió a las nueve de la mañana del viernes en Mónaco. Yo estaba afortunadamente con mi hija Andrea. Pudimos estar las dos, agarradas de la mano de mi papá durante más de una hora y media hasta que él dio su último suspiro.
SEMANA: Usted tenía una relación entrañable con él. ¿Cómo fue Fernando Botero como papá?
L. B.: Él fue un papá extraordinario. Tengo los recuerdos más maravillosos de mi infancia, porque justamente fue una infancia mágica pese a que mi papá vivía una situación económica muy precaria. Pero compensaba la falta de dinero con su imaginación tan fantástica, con los juegos que nos inventaba. Siempre fue un padre preocupado, pendiente, dispuesto a apoyar, pero de manera muy filosófica. Para él, las cosas había que trabajarlas, lucharlas, pero siempre podías contar con su apoyo.
SEMANA: ¿Qué juegos inventaba?
L. B.: Muchos. Recuerdo que, cuando éramos chiquitos e íbamos a pasar la tarde del viernes a su casa en Nueva York, nos preparaba una sopa de ojos. Lo que pasaba es que debajo de su apartamento había una tienda que vendía prótesis. Él compraba una sopa de tomates en lata a la que le ponía unos ojos de cristal. Y nos decía: “Qué delicia, esto sabe a ojos y es la cosa más deliciosa”. Uno se comía esa sopa, consternado, mientras los ojos se bamboleaban en el tomate.
SEMANA: ¿Cómo fue él con sus nietos?, ¿los pudo disfrutar en estos últimos años?
L. B.: Muchísimo. Siempre estuvo muy pendiente de ellos. Ya tenía ocho bisnietos, pero, cuando mis hijos eran pequeños, él los invitaba a trabajar al estudio y, cuando él trabajaba el barro, los ponía a que le ayudaran. Cuando él pintaba, los ponía a pintar. Ellos también tienen recuerdos maravillosos de esos veranos que pasábamos en Pietrasanta.
SEMANA: El maestro tuvo que vivir sus últimos días sin su gran amor, Sophia Vari. ¿Cómo fueron esos días sin ella?
L. B.: Fueron meses muy difíciles, sobre todo, porque la muerte de Sophia fue muy dura. Estuvo casi tres meses hospitalizada, sufriendo muchísimo. Ella luchaba por mantenerse viva porque no quería dejar solo a mi papá. Él fue todos los días a visitarla a la misma hora. Se sentaba al lado de ella y le agarraba la mano. Otras veces se metía a su cama de hospital y la abrazaba. Así podían permanecer durante horas.
El momento en que se fue Sophia fue muy difícil para él. Jamás imaginó que ella se iría antes que él. Pero creo que la gente después de una cierta edad tiene una actitud posiblemente más filosófica hacia la muerte de la que tenemos la gente más joven. Él aceptó con resignación la muerte de Sophia, pero la sentía muy presente en su vida. Y eso me parecía maravilloso. Me llamaba la atención, porque mi papá siempre fue una persona muy pragmática.
Y ahora nos sucedió una cosa extraordinaria a mi hija y a mí. Llegamos al hospital a las 7:20 de la mañana, nos recibió una enfermera en cuidados intensivos y nos dijo: “Estoy aquí para ayudarlas y acompañarlas. Mi nombre es Sophia”. Las dos sentimos que era como un ángel que se nos había aparecido. Estábamos seguras de que ella de alguna manera nos estaba acompañando en este momento.
SEMANA: ¿Cómo vivió usted los amores de su papá?
L. B.: Tuvo muchos amores. Fue un hombre que gozó la vida desde este punto de vista. Pero su alma gemela en todo sentido fue Sophia Vari, una mujer extraordinaria. Artista, compañera de mi papá durante 48 años de vida. Una mujer bella, profundamente sabia y generosa. El regalo más grande que nos dio mi papá fue haber traído a Sophia a nuestras vidas.
SEMANA: ¿Cómo afectó el párkinson al maestro en su trabajo como artista?
L. B.: Mi papá afortunadamente no tenía el párkinson que tiembla. Tenía un párkinson rígido, que es diferente. Gracias a eso, él pudo seguir trabajando hasta el final cuatro horas al día, todos los días. Y eso fue muy importante para él, porque justamente muchas personas a esas alturas de la vida, de alguna manera, se sientan a esperar la muerte. Pero él se levantaba siempre con la ilusión de ir a su estudio a trabajar y retomar la obra que había comenzado el día anterior.
Pero la edad es la edad e, independientemente del párkinson, mi papá tenía 91 años. Se cansaba más y la enfermedad le creó dificultades para caminar, para comunicarse. Pero él llegaba a su estudio, que era su santuario de paz, su refugio, y podían transcurrir cuatro o cinco horas en silencio total, trabajando a la acuarela, que, además, es una de las técnicas más difíciles de la pintura. No admite errores ni correcciones. Su última serie es de una belleza, de una poesía, de una frescura increíble. Parece el trabajo de un hombre joven.
SEMANA: ¿Dejó muchas obras inéditas?
L. B.: Mi papá era un hombre muy prolífico. En esta última etapa trabajó muchísimo en estas acuarelas y dejó una obra muy importante.
SEMANA: Él fue un artista que legó gran parte de su obra en vida. ¿Cómo explicar esa generosidad que tuvo con Colombia?
L. B.: Mi papá fue una persona profundamente comprometida y enamorada de su país, siempre al tanto de lo que estaba pasando en Colombia, siempre buscando de qué manera ayudar. Nos decía con frecuencia que la decisión más sabia e inteligente que había tomado en vida fue la de haber hecho estos grandes regalos a Colombia. Porque todo lo que él regaló se le devolvió multiplicado en cariño y reconocimiento de la gente, y eso le daba una satisfacción inmensa. Como familia estamos felices de que él en vida pudo hacer esos regalos a su país, tal como él se los imaginó. Participó en el diseño de cada sala del Museo Botero y del Museo de Antioquia, de cómo se colgaron las obras y de su iluminación.
SEMANA: ¿Cómo vivió usted esa gran donación que hizo su papá en el año 2000?
L. B.: En ese entonces, Colombia estaba atravesando una de las peores épocas de su historia reciente. Muchos habían perdido confianza en el país, y la donación justamente en ese momento fue un gesto importante de fe en su futuro. Recuerdo verlo descolgar los cuadros de su apartamento y dejar las paredes en limpio, con solo las puntillas como recuerdo de las obras maestras que allí se habían exhibido. Le pregunté: “Papá, ¿por qué no dejas al menos los cuadros que están en tus propias paredes?”. Y él me contestó: “Porque un regalo, si no duele, no es un buen regalo”. Esa frase me quedó marcada en la memoria para siempre. Él tuvo ese gesto de generosidad y lo tuvo de manera contundente. No se quedó con absolutamente nada.
Por eso, cuando me preguntan cuál es el legado que me ha dejado mi papá, respondo: su ejemplo. Es fácil tomar el camino sencillo, pero él nunca lo tomó. No solamente regaló 200 de sus propias obras, 24 esculturas monumentales, la totalidad de su colección de arte reunida a lo largo de 35 años, sino que además, después de anunciar la donación, terminó agregando un 35 por ciento más en obras que salió a comprar para, según él, mejorar y complementar la donación. Eso fue increíble realmente.
SEMANA: Son pocos los artistas que llegan a la fama en vida. Y muchos los que tienen una existencia muy desgraciada. Por lo que usted cuenta, su papá vivió feliz y pleno. ¿Cómo explica eso?
L. B.: No siempre fue así. Sus primeros años en Nueva York, por ejemplo, cuando él llegó como artista joven y figurativo, nadando a contracorriente de las tendencias que predominaban en ese entonces en el mundo del arte, fueron muy difíciles. Él decía que el éxito era una mezcla de muchas cosas: de talento, dedicación, compromiso, pero también de suerte. Siempre vivió en una búsqueda constante. Fue esa búsqueda la que lo llevó a dejar su país e irse a Nueva York, a donde llegó con apenas 200 dólares en el bolsillo. Pero estando allá comenzaron a abrirse las puertas para él.
Fue allá que un día de casualidad lo visitó en su estudio Dorothy Miller, curadora del Museo de Arte Moderno, quien llegó en busca de talentos jóvenes. Mi papá acababa de pintar un cuadro titulado Mona Lisa, doce años. Ella lo vio y dijo inmediatamente: “Este cuadro es para el museo”. Lo exhibieron de manera muy destacada. Eso atrajo la atención de muchísimos galeristas y personas del mundo del arte, que reconocieron un talento en mi papá. Fue esa búsqueda constante, ese compromiso con ese único norte que hizo que las cosas sucedieran en su vida.
SEMANA: Él contaba con mucho dolor que el cuadro que más quería en la vida era Pedrito a caballo. ¿Cómo vivió la familia esa tragedia?
L. B.: Es uno de los cuadros más bellos de mi papá, que, además, tiene una carga emotiva muy grande para nosotros. Esa tragedia nos marcó a todos. No sé cómo se puede sobrevivir la muerte de un hijo. Mi hermano Fernando y yo estábamos en el interior del carro cuando sucedió este accidente. Fue una tragedia horrible.
A los pocos meses nos fuimos a vivir con mi papá a París. Lo acompañamos después de esa tragedia. Recuerdo ver a mi papá llegar un día con este cuadro, que lo dejó a secar en la casa y no en el estudio, lo cual era algo muy inusual. En el interior de la casa de muñecas, hay dos figuras que se asoman, una por la puerta y otra por la ventana: mi papá y Cecilia, la madre de Pedrito. Inicialmente, la figura masculina tenía una barba, era mi papá. Luego se la quitó, porque no quería que pesara demasiado en el cuadro este elemento autobiográfico. Pero era esa pareja, los papás de Pedrito mostrando un enorme dolor. Un cuadro extraordinario que está en el Museo de Antioquia.
SEMANA: La paloma de la paz, de su papá, se convirtió en símbolo de muchas cosas en este país. ¿Cómo ha visto este valor que adquirió esa obra?
L. B.: Cuando sucedió esa tragedia tan aterradora en Medellín en la que estalló la bomba que fue colocada debajo de la escultura de La Paloma y que mató a 26 personas, mi papá quedó destrozado. Quiso regalarle a Medellín otra escultura de la paloma para ser colocada la una al lado de la otra. ‘La paloma de la guerra’ y ‘La paloma de la paz’. Un testimonio importante para las jóvenes generaciones de los años tan terribles que se vivieron en Colombia en ese entonces.
SEMANA: Su papá vivía muy enterado del país. ¿Cómo era su relación con Colombia?
L. B.: Mi papá vivía muy enterado de lo que pasaba en Colombia. Se devoraba la revista SEMANA y El Tiempo. Escuchaba la radio. Le preocupaba la situación del país, en especial los escándalos de corrupción, que le producían una gran desilusión, como nos produce a todos.
SEMANA: A pesar de que su papá se codeó en la vida con muchos poderosos, la que será su última morada es un lugar muy sencillo.
L. B.: Eso era mi papá. Una persona profundamente sencilla. El que es sencillo es el más grande de los hombres. Mi papá siempre trataba a todo el mundo por igual. Él siempre se sintió paisa, muy paisa. Su felicidad absoluta era llegar a Rionegro, a la casita colonial que tenía allá. Nunca se construyó la gran casa. Adoraba desayunar con arepas y quesito. Amaba los fríjoles y el chicharrón. Cuando hacía las cenas de sus inauguraciones, invitaba a los obreros y artesanos de Pietrasanta para que lo acompañaran. Siempre admiré profundamente ese aspecto de su carácter. Tanto él como Sophia querían permanecer allí en Pietrasanta en este cementerio muy pequeño, que se encuentra a las afueras del pueblo. Bellísimo. Su lápida dirá simplemente: “Fernando Botero, pintor y escultor”.
SEMANA: ¿Habían hablado de la muerte, de cómo quisiera que lo recordaran?
L. B.: El legado de mi padre es su obra. Nuestra responsabilidad es cuidar ese legado.