Fernando Soto Aparicio, de 83 años, se quejaba porque ya no podía escribir. Desde que le diagnosticaron cáncer de hígado decidió vivir con su hija Martha en un apartamento de Suba, en el noroccidente de Bogotá. Recién se había caído y tenía el brazo derecho enyesado. Confesó que ese dolor y esa molestia eran nada comparado al saber que ya no podía hacer versos o novelas. Y resignado dijo: “La muerte es irremediable, pero el dolor que hay que vivir es injusto”.El año pasado le descubrieron un cáncer en el hígado que, al cabo de unos meses, hizo metástasis en la columna vertebral y le deterioró poco a poco los huesos y las articulaciones. En marzo, se cayó al salir de un salón de clases de la Universidad Militar –de donde fue maestro casi toda su vida–. Desde entonces su salud y su ánimo se opacaron.Además de dejar las letras, también abandonó su biblioteca, su escritorio y sus libretas de notas en su casa de Chapinero. Desde entonces, pensó que dejar la escritura aceleraría su paso hacia la muerte.“Sé que me queda poco tiempo”, dijo. Aun así, forzado por la agonía de una enfermedad terminal, comenzó a escribir dos libros, de los cuales solo alcanzó a publicar uno, Bitácora del agonizante, que redactó en 2015, cuando supo que tenía cáncer.Este libro es un viaje hacia la intimidad de la muerte, el miedo a perder el aliento y el apego a la vida: “Alguien nos puso en un tablero lleno de preguntas y toda la vida tratamos de resolver alguna de ellas”.Desde La rebelión de las ratas (su libro más reconocido), hasta Bitácora del agonizante (su último libro) habló sobre la dicotomía entre justicia e injusticia, la existencia de Dios, el diálogo entre la vida y la muerte, la diferencia entre clases sociales, el empoderamiento de las mujeres e, incluso, de temas tan humanos como el primer beso y el amor inconcluso. En sus más de 60 años de oficio escribió 72 libros entre novelas, guiones, poesía, relatos e, incluso, manuales educativos, como Cartilla para cambiar el mundo, donde muestra su importante faceta como educador.Bitácora no solo fue el último, también el único escrito a mano. Nunca pensó publicarlo, pero al hacerlo concluyó que más que de él era del mundo. Finalmente, “todos tenemos la misma pregunta sobre morir, aunque yo ya no le temo, porque la tengo al lado”.Durante toda su vida, Soto Aparicio tuvo la costumbre de diseñar las portadas de sus libros antes de escribirlos. Cuando tenía la idea en la cabeza juntaba unas hojas en blanco, las cosía, las empastaba y sobre la pasta hacía un collage de imágenes alusivas al texto. El collage no era otra cosa que recortes desordenados de revistas, la suma de imágenes, colores, letras y símbolos que en conjunto daban una idea del contenido de las hojas cosidas en su interior.El pasado 12 de abril, cuando SEMANA lo entrevistó, Fernando Soto ya tenía hecha la portada de Ellas y yo, la obra que quería fuera el cierre culminante de su vida literaria. Solo faltaban dos capítulos para terminarlo, pero el yeso entorpeció su anhelo. Según él, Ellas y yo era el desarrollo profundo de Bitácora del agonizante: “Sé que la muerte me respira en el cuello, pero quisiera terminar mi último libro”.Sus dos últimas publicaciones tenían algo en común: estaban dedicadas a las mujeres de sus novelas. “Ellas –dijo Soto– me pertenecen y yo les pertenezco. Yo creé un mundo para que ellas lo habitaran. Yo estaré con ellas y ellas estarán conmigo hasta el último instante”.El día de la entrevista, la portada construida por él mismo reposaba en una mesa de madera, tras una imagen de la virgen María, colgada de la pared. En su habitación, a la que llamaba su estudio, intentaba, solo eso podía, escribir diariamente en el computador.Ese 12 de abril el escritor finalizó la entrevista diciendo, “cuando mi voz se calle, mis libros gritarán por ella” y entre risas cerró la puerta del apartamento, no sin antes disculparse porque ya no podía autografiarles sus libros a sus entrevistadores, como le gustaba hacerlo.