Ya han pasado casi dos años y medio desde que un nuevo virus con síntomas similares a la gripe se extendiera por el mundo. Desde entonces, se han notificado más de quinientos millones de casos de COVID-19. Se espera que las pérdidas de la economía global superen los catorce trillones de dólares. Seis millones de personas han fallecido. Y, trágicamente, la pandemia aún no ha terminado. Puede surgir una variante más peligrosa, una que se propague más fácilmente, cause síntomas más graves o evada la inmunidad mejor que las variantes anteriores. Si las vacunas y la inmunidad natural no impiden que se produzca un alto índice de fallecimientos ante tal variante, el mundo tendrá un problema muy grave.

Por esa razón, los gobiernos nacionales, los investigadores académicos y el sector privado tendrán que seguir haciendo un gran esfuerzo para obtener unas herramientas nuevas o mejoradas que nos protejan contra las peores secuelas de la COVID-19 si la amenaza evoluciona. Los gobiernos deberán proteger a sus ciudadanos, usando estrategias que consideren el hecho de que cada lugar tiene su propia idiosincrasia en cuanto a la COVID-19. La capacidad de las nuevas oleadas de COVID-19 para propagarse entre la población depende mucho del número de personas que hayan sido vacunadas, infectadas, las dos cosas o ninguna de ellas. Las autoridades sanitarias deberán adaptar sus estrategias en función de lo que los datos indiquen que pueda ser más efectivo en las áreas donde están trabajando.

Además de todo esto, los gobiernos deben esforzarse aún más en dar una información mejor sobre la incidencia de la COVID-19. A menudo, sobre todo en los países en desarrollo, los datos acerca de la COVID-19 proceden de unas pruebas clínicas escasas y de unos datos desfasados obtenidos mediante unas encuestas sencillas llevadas a cabo entre ciertas poblaciones, en particular, como los sanitarios y los donantes de sangre. Con la ayuda de una vigilancia constante de la enfermedad, los países pueden obtener unos conocimientos cruciales; entre ellos, cuáles serán las maneras más efectivas de utilizar las intervenciones no farmacológicas al mismo tiempo que se acelera la recuperación económica.

Con algo de suerte pasaremos a tratar la COVID-19 como una enfermedad endémica, igual que la gripe estacional. Entretanto, con independencia de que la COVID-19 remita o vuelva agresivamente, también tenemos que esforzarnos en alcanzar otra meta distinta a largo plazo: prevenir la próxima pandemia.

Durante décadas hubo gente que advirtió al mundo de que debía prepararse para una pandemia, pero prácticamente nadie se lo tomó como algo prioritario. Entonces nos atacó la COVID-19 y detenerla se convirtió en el asunto más importante de la agenda global. Lo que me preocupa ahora es que si la COVID-19 remite, el mundo centrará su atención en otros problemas, y la prevención de pandemias volverá una vez más a estar en un segundo plano; o incluso igual en ninguno. Debemos tomar medidas ya, mientras todos nosotros todavía recordamos lo horrible que ha sido esta pandemia y sentimos la necesidad de que nunca se debe permitir que surja otra.

Al mismo tiempo, haber vivido esta experiencia puede llevarnos a engaño. No deberíamos asumir que la próxima amenaza pandémica vaya a ser exactamente como la COVID-19. Tal vez afecte más a los jóvenes que a los ancianos, o quizá también se propague adhiriéndose a superficies o a través de las heces humanas. Tal vez sea más contagiosa y se transmita con más facilidad de una persona a otra. O tal vez sea más letal. O, lo que es peor, podría ser a la vez más letal y más contagiosa.

Y podría estar diseñada por seres humanos. Aunque el plan mundial debería centrarse principalmente en protegernos de los patógenos naturales, los gobiernos también tendrían que tomarse muy en serio la posibilidad de colaborar con el fin de prepararse para un ataque bioterrorista. Gran parte de este plan consiste en dar pasos que deberíamos dar de todas formas, como mejorar la vigilancia de las enfermedades, así como prepararnos para diseñar tratamientos y vacunas con más rapidez. No obstante, las autoridades militares deberían colaborar con los expertos en salud para diseñar políticas, configurar la agenda de investigación y realizar simulaciones de enfermedades en las cuales el patógeno fuera capaz de matar a millones o incluso miles de millones de personas.

Con independencia de cómo se produzca el siguiente gran brote, la clave es contar con mejores planes que los que tenemos hoy en día y con herramientas que se puedan utilizar con rapidez. Afortunadamente se han implementado buenos sistemas que permitan desarrollar esas herramientas. Los gobiernos de Estados Unidos, Europa y China están financiando investigaciones experimentales en sus primeras fases y apoyando el desarrollo del producto. India, Indonesia y otros países emergentes también están dando pasos en esa dirección. Biotech y las compañías farmacéuticas cuentan con grandes presupuestos para sacar las ideas del laboratorio y llevarlas al mercado.

De lo que carecen la mayoría de los países es de un plan concreto; un plan nacional de investigación que financie las mejores ideas científicas. Tiene que quedar claro quién está al mando del plan pandémico, hay que controlar el avance del mismo, probar ideas, implementar las más exitosas y cerciorarse de que acaban siendo unos productos que puedan ser manufacturados en cantidades masivas rápidamente. Sin un plan en marcha, cuando ocurra el próximo gran brote, el gobierno actuará de una manera reactiva y será demasiado tarde, ya que tendremos que intentar trazar un plan cuando la pandemia ya se esté expandiendo, y esa no es forma de proteger a la gente. Comparemos esta situación con el modo en que los gobiernos se ocupan de la defensa nacional, donde se sabe exactamente quién es el responsable de evaluar las amenazas, de desarrollar nuevas capacidades y de llevar a cabo su implementación. Necesitamos estrategias para los brotes que sean tan claras, rigurosas y exhaustivas como la mejor estrategia militar del mundo.

Y no nos olvidemos de que todo este esfuerzo adicional para evitar pandemias tiene otra enorme ventaja: también podremos erradicar familias enteras de virus respiratorios; entre ellas, los coronavirus y la gripe, enfermedades que causan un tremendo sufrimiento. El impacto económico y en número de vidas humanas salvadas que tendría esto sería increíble en todo el mundo.