La familia

Mi papá llegó a Barranquilla hacia 1930. Lo deduzco porque mi mamá desembarcó en 1937 y él ya estaba establecido en su cacharrería de la Calle de las Vacas. Ella venía a consumar un matrimonio arreglado con un señor que tenía un retraso mental del que ella no sabía nada. Al descubrirlo, estuvo dispuesta a devolverse a Polonia, pero conoció a mi papá en la casa de unos amigos lituanos y le gustó su apariencia: era alto, de ojos azules y, además, ostentaba una buena posición económica. Mi papá le reembolsó a la familia del pretendiente el boleto del barco y se quedó con ella. Se casaron en la casa de los Kowalsky, pioneros de la colonia judía en Barranquilla, que fueron siempre muy amigos de mis padres. En ese momento debía haber en la ciudad unas 150 familias judías; los solteros debían importar sus novias, que les conseguían sus allegados o casamenteras en Europa. Entre esas familias también había sefarditas, originarias del norte de África, que hablaban ladino, un antiguo dialecto español, y eran culturalmente bastante distintos a los ashkenazi, judíos del este europeo. La mayor parte de la población judía europea que no pudo emigrar a América o Europa Occidental fue exterminada por los nazis a partir de 1941, lo que se denominó la Shoa, la catástrofe o el holocausto. Se calcula que fueron asesinados seis millones de judíos más otros cinco millones entre polacos comunistas o de partidos liberales, prisioneros rusos, gitanos, homosexuales y discapacitados.

Mi papá era de un pequeño pueblo de Lituania, Voronovo, que hacia 1920 tendría unos 1200 habitantes, pero, tras la Segunda Guerra, los rusos dividieron el país y el pueblo terminó siendo parte de Bielorrusia, recién creada por Rusia como Estado búfer. Los judíos eran una parte importante de la población lituana y se concentraban en Vilna, la capital, donde proliferaban las sinagogas y las yeshivas o escuelas para formar rabinos. Voronovo era un shtetl, una comunidad autosuficiente de judíos que se mantenía bastante limitada porque por ley sus habitantes no podían comprar tierra y debían dedicarse a pequeños negocios. Hablaban yidish, un dialecto que mezclaba el alemán, el polaco y el ruso, y se escribía con el alfabeto hebraico. Tengo la idea de que la concentración requerida para aprender la mecánica del hebreo, más la de los idiomas locales, contribuyó a que muchos judíos desarrollaran sus capacidades intelectuales. Mi abuelo era religioso y no trabajaba, por lo cual la abuela se encargaba de los ingresos para sostener un hogar que incluía tres hijos varones y una mujer que se llamaba Sheva. Mi abuela se dedicaba a fabricar jabón artesanalmente y así se defendieron. El abuelo debió profesar una visión religiosa racionalista de la vida bajo la tutela de una divinidad que no se manifestaba en la historia, la de los haredim, que, a diferencia de los jasídicos, eran místicos. Los jasidim creían en un dios omnipresente y dialogante. Los haredim incluyen a los lubavich, que es una de las pocas sectas judías proselitistas, e incluso tienen presencia en Colombia. Eso lo averigüé mucho después, indirectamente, por lo que me contaba mi hermana de la tía Sheva, porque mi papá nunca nos habló de su familia o de su vida en Lituania.

Un correligionario de mi papá, Isaac Gilinsky, nació en Barranquilla en 1934 de padres lituanos que habían llegado al país en los años veinte del siglo pasado. Su padre, Joshua, había arribado después de un intento fallido de establecerse en la Palestina ocupada por los británicos y que en ese momento no tenía condiciones de desarrollo económico. Él debió ser uno de los que le dio la bienvenida a mi papá cuando llegó por el muelle de Puerto Colombia, porque era oriundo de la misma región. Tenía unos familiares, los Minskys, establecidos también en Barranquilla, que resultaron muy amigos de mis papás y que participaban de una curtiembre que montaron en la ciudad.

En el pasaporte de mi mamá decía que había nacido en Biala Podlaska, al oriente de Polonia, pero siempre me habló de Brest-Litovsk, donde Trotsky firmó la salida de Rusia de la Primera Guerra, como si hubiera vivido ahí algún tiempo. Su papá había sido herido por un soldado alemán durante la guerra y quedó lesionado de los pulmones, lo que le causó la muerte prematura. Mi abuela materna se llamaba Riva; volvió a casarse y tuvo tres hijos más, pero murió en el último parto. El padrastro se quedó con sus hijos y mi mamá terminó bajo el cuidado de una tía que tenía una fábrica de ropa de cama y un almacén en la misma ciudad. Mi mamá se sentía orgullosa de hablar polaco, porque la mayor parte de la comunidad judía que llegó a Colombia era de extracción rural y solo hablaban yidish, que ella también dominaba. Aprendió a hablar español bastante bien y casi no se le notaba el acento, a diferencia de mi papá, que lo chapuceaba (hablaba con un acento muy marcado). En su adolescencia había entrado a trabajar en la tienda de su tía, pues no le permitieron terminar el bachillerato, y allí aprendió las dinámicas del comercio que le sirvieron mucho después. La tía la trataba como su sirvienta, sirviendo la mesa y lavando los platos. Había mucho antisemitismo en Polonia y a ella le tocó sufrirlo; en alguna ocasión, la rodearon en la calle jóvenes fachos, que le gritaron: “Fuera los judíos, que se queden las judías”. El extendido prejuicio racial en toda Europa del Este facilitó el exterminio del pueblo judío que los alemanes organizarían durante la guerra.

Mi mamá era muy bella y debió tener muchos pretendientes, pero ninguno dispuesto a casarse. Uno de ellos, el señor Gold, era rico, pero también un mujeriego dedicado a las fiestas y al trago, que había estudiado en París. Mi mamá no quiso seguir con él porque no le ofrecía ninguna seguridad. Mucho tiempo después, el señor Gold vendría a buscarla a Barranquilla, cuando ya estaba casada y con tres hijos, pero no la encontró en la ciudad. En el club judío preguntó por ella y le mostraron a mi hermana menor, que debía tener unos nueve años. Él corrió a abrazarla. Tuvo un altercado con mi papá en el que Gold le dijo que se había acostado con mi mamá, a lo cual él le contestó: “Si es buena para ti, es suficientemente buena para mí”.

Entre los judíos era usual que los papás de la novia ofrecieran una dote, de acuerdo con su riqueza, para financiar la nueva vida de la pareja. Era también una forma de defensa de la mujer, pues, en caso de ser maltratada, su familia podía reclamar la devolución de la dote. Mi mamá, huérfana, no tenía dote alguna y su única opción fue viajar a la lejana América a casarse con un pretendiente desconocido que asumiera los costos del viaje, generalmente negociado por una casamentera que acordaba los términos del arreglo (en yidish, del shidaj). Resultó paradójico que se salvara del Holocausto por no tener una familia acomodada que ofreciera su dote.

El vapor en que zarpó hacia Barranquilla debió salir del puerto de Gdansk, en el Báltico. En ese entonces los recorridos tardaban entre dos y tres semanas a América, porque paraba en muchos puertos. En el barco no quiso hablar con nadie, advertida de unas mafias que hacían trata de blancas y vendían mujeres en Argentina.

Solo uno de los hermanastros de mi mamá sobrevivió y emigró a Estados Unidos, donde se reencontraron cincuenta años después; los otros murieron en los campos de concentración. Era bajita, debió medir poco más de metro y medio. Nació en medio de la Primera Guerra y contaba que solo alcanzó a pararse en su corral hasta los cinco años de edad, y comenzó a caminar entonces; posiblemente estaba desnutrida y eso atrofió su desarrollo. Tuvo tres hijos, dos mujeres y mi persona, todos parecidos a ella en lo físico, de cabellos y ojos oscuros, pero nos desarrollamos plenamente: mis hermanas alcanzaron más de 1,75 y yo, 1,85. Era la diferencia de crecer en una Europa empobrecida por la guerra y vivir en una América en la que, si te iba bien, contabas con abundante proteína y un buen servicio de salud.

Mi papá salió a buscar fortuna cuando tenía unos veinte años, aunque no lo sé con certeza. Aspiraba a llegar a Estados Unidos, donde vivía un tío rico, pero se encontró con el cierre hermético de la inmigración y, tras hacer varios intentos para llegar desde Cuba, se resignó a buscar otro destino. Alcanzó a cortar caña en la isla, una de las pocas cosas que me contó de su vida; hablaba con sorna de los negros, que se burlaban de él porque no hablaba español y él les cogió bronca para siempre. Terminó en Barranquilla, donde se habían establecido varios amigos a quienes les iba bien. Se asoció con uno de ellos y se volvió vendedor callejero de crucifijos y otras chucherías. En algún momento se independizó, alquiló su propio local; cuando le fue mejor, le consiguió papeles a su hermano mayor, Ben, que se estableció en Medellín. Como Ben siempre fue pobre, no pudo traer a una mujer judía de Europa y terminó solterón, aunque debió tener novias gentiles. Recuerdo una foto de él, muy elegante, conduciendo una motocicleta con carro auxiliar.

El hermano menor de ellos, Aron, era activista de un partido sionista que se volvió el Likud más adelante (muy conservador, por cierto); era asistente de uno de los fundadores del Estado de Israel, Zeev (lobo en hebreo) Jabotinsky, oriundo del puerto de Odesa, Rusia. Este mentor había estudiado Derecho en Roma antes de convertirse en un periodista brillante y un agitador político, partidario de la lucha armada de brigadas judías para defender aldeas y negocios de los correligionarios de los ataques coordinados por los grupos antisemitas, llamados progroms, que asolaban estos pueblos, asesinando a sus habitantes y destruyendo casas y negocios, con pérdidas económicas cuantiosas. Jabotinsky contribuiría al desarrollo del hebreo moderno y a fundar la Universidad Hebrea de Jerusalén, aunque murió en 1940, ocho años antes de la fundación del Estado de Israel. Mi tío viajaba por Lituania, Rusia y Polonia en los años treinta, reclutando jóvenes interesados en emigrar a Palestina y allí forjar el nuevo Estado judío.

Tras el estallido de la Segunda Guerra y la invasión alemana a Polonia, Aron escapó por Rusia y China. La hermana Sheva y mi abuela fueron deportadas a Siberia por las actividades políticas de Aron. Otro hermano trabajaba en un laboratorio dental y la tía Sheva contaba que tenía manos de oro. Tenía una tía casada, con dos hijos, uno de los cuales era un genio en matemáticas, pero todos perecieron en la guerra. Aron se estableció en Shanghái para hacer negocios y ahorrar, antes de comenzar su nueva vida en la tierra prometida. En Shanghái conoció a una judía austriaca, más ilustrada que él, Gerdie, que también era militante sionista.

La desaparición de Jabotinsky quizás haya facilitado la decisión de Aron de aplazar su viaje a Palestina, mientras que ella comenzó a interesarse en el sueño americano, lo que efectivamente logró con el paso del tiempo. Julius le consiguió los papeles para migrar a Estados Unidos. El tío rico, que le había negado su apoyo a mi papá, se llamaba Julius y se había recortado el apellido a Kalman, le consiguió los papeles para migrar a Estados Unidos. Julius hizo la donación de un edificio a la Universidad Brandeis, que lleva ese nombre en honor a un magistrado judío de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, Louis Brandeis. El edificio, de dos plantas, se llamó el Julius Kalman Science Building, que yo alcancé a visitar en mi estadía en Cambridge, antes de que lo demolieran para dar lugar a un edificio mucho más grande y moderno regalado por otro filántropo judío más rico que mi tío abuelo.

Mi tío Aron arribó a Nueva York con su esposa embarazada, y su hijo, Zame, nació a los pocos meses de haber llegado en 1948. El nacimiento del hijo y la situación conflictiva en el formación del Estado judío en Palestina los hizo optar por quedarse en Estados Unidos. El tío Julius, que era bastante tacaño, le hizo un préstamo con altos intereses para comprar una finca avícola en New Hampshire, en la que también los ayudó una asociación llamada Hias, que orientaba a inmigrantes en el proceso de convertirse en ciudadanos de los Estados Unidos. La propiedad quedaba a una hora de Boston, por una carretera secundaria que al poco tiempo fue remplazada por una gran autopista. Trabajaba durísimo, prosperó lentamente y adquirió tierras que después se valorizaron.

Había gran escasez de mano de obra en la zona y un par de veces le pidieron a mi mamá que les consiguiera trabajadores colombianos que ella diligentemente les envió; les tocaba estar encerrados en la finca en unas condiciones quizás no óptimas, pues, apenas aprendían algo de inglés y conocían a otros trabajadores latinos, se les volaban. El negocio de la avicultura se fue deteriorando en el norte gélido de Estados Unidos y se trasladó a los estados del sur, lo que hizo que mi tío lo abandonara y se tornara rentista con toda la tierra que había adquirido. Se hizo muy rico, sepultando definitivamente su compromiso con el sionismo. Su hermana y su mamá escaparon de Lituania y llegaron a Palestina después de la derrota de los alemanes en la Segunda Guerra. Mi tío las visitó unas cuantas veces, cuando ya se había fundado Israel, pero iba de incógnito, evitando a sus compañeros de militancia, que entonces ocupaban prestantes posiciones en el nuevo Estado. Su esposa certificó sus estudios del gymnasium austriaco y se graduó en Ciencias Políticas, obtuvo su maestría y ejerció como maestra siendo promovida hasta que alcanzó a dirigir una escuela pública.

Antes de morir, mi tío pidió ser enterrado en Israel, traslado que organizó su esposa un par de años después. El viaje del féretro fue todo un drama burocrático. Ella insistió y, una vez llegaron los restos, hizo escribir en su lápida que había sido un héroe sionista. La ceremonia misma fue un asunto melancólico que contó con la presencia de mi tía, mi primo, mis dos hermanas y sus esposos, más algunos trabajadores del cementerio de Holon, en las afueras de Tel Aviv, que completaron el minia —el número mínimo de diez asistentes masculinos requerido en los rezos judíos para hacer posible la presencia de Dios—. Mi tía aborrecía viajar y solo estuvo dos días en Israel, tras lo cual regresó de inmediato a las planicies de Plaistow, en New Hampshire.