Todo el mundo conoce la historia de Oskar Schindler, que salvó a un millar de judíos librándolos del exterminio nazi durante la Segunda Guerra Mundial. En realidad, Felix Kersten logró una proeza mayor que la de Oskar Schindler. La presente obra habría podido titularse ‘Las listas de Kersten’, ya que sus listas fueron más de cien, ¡y eso sin tener en cuenta que la inmensa mayoría de hombres y mujeres que se salvaron gracias a él ni siquiera figuraban en ellas! En 1947, un memorando del Congreso Judío Mundial establecía que Felix Kersten había salvado en Alemania a «cien mil personas de distintas nacionalidades, de las que unas sesenta mil eran judías, […] poniendo en riesgo su propia vida». De hecho, al acabar el relato que presentamos veremos que esas cifras se quedan cortas.

Uno de los libros menos conocidos y más conmovedores del escritor francés Joseph Kessel lleva por título Manos milagrosas. Esta novela reconstruía ya la proeza del masajista de Himmler, que hacía que le pagasen con la liberación de judíos y miembros de la Resistencia, sin que el lector pueda distinguir del todo qué parte pertenece a la imaginación de Kessel y cuál al testimonio de Kersten. Es cierto que este último fue acogido por los historiadores occidentales con la misma incredulidad condescendiente con que se recibieron en su tiempo Otto Strasser, Hermann Rauschning y Hans-Jürgen Köhler, otros refugiados políticos que describieron con total conocimiento de causa el régimen de Hitler desde finales de los años treinta.* Pero en el caso de Kersten podemos destacar, además, una cierta contradicción en el hecho de que la mayoría de los historiadores que no reconocen su valor como actor o testigo, sí lo citan constantemente en sus obras. A esto hay que añadir que su escepticismo choca con numerosos hechos incontestables: la agenda y la correspondencia de Himmler demuestran que recibió más de doscientas veces los tratamientos de Felix Kersten entre marzo de 1939 y abril de 1945, en sesiones de una hora. Además, las observaciones anotadas al finalizar estas sesiones y reproducidas en las memorias del terapeuta desde 1947 se corresponden fielmente con lo que revelarán las transcripciones de las reuniones de la cúpula de la jerarquía nazi, publicadas entre cinco y 33 años más tarde. Por otra parte, muchos documentos originales firmados por el propio Himmler o por su secretario particular, Rudolf Brandt, dan sobrada fe de las acciones de Kersten en favor de las víctimas del régimen. Ocurre lo mismo con las declaraciones públicas y las memorias personales de sus aliados y de sus adversarios. Por otra parte, la correspondencia diplomática estadounidense, británica, holandesa y sueca durante los dos últimos años de la guerra indica claramente que, desde los embajadores hasta los ministros de Asuntos Exteriores, pasando por Franklin Roosevelt y Winston Churchill, todos estaban al corriente de las operaciones de Felix Kersten. Por último, la mayoría de sus afirmaciones se pueden verificar y, cuando parecen ser inexactas o exageradas, casi siempre es posible descubrir las razones de ello.

No resulta fácil reconstruir la vida de Felix Kersten. Nació en el seno de una familia alemana que vivía en una provincia estonia del Imperio ruso, se convirtió en finlandés sin dejar realmente de ser alemán, y los años treinta hicieron de él un holandés de corazón, antes de que el final de la guerra lo indujera a optar por la nacionalidad sueca. Sus memorias están repartidas en cuatro volúmenes escritos en distintas lenguas a lo largo de diez años. Sus diarios, que se buscaron durante 75 años, en realidad nunca existieron como tal. Las cartas, pruebas, testimonios, declaraciones e investigaciones que los componen están escritos en alemán, inglés, sueco, danés, noruego, finlandés y holandés. El anonimato necesario para que sus acciones llegaran a buen puerto durante la guerra persistió en la inmediata posguerra y, con algunas raras excepciones, los cientos de miles de personas que salvó nunca supieron a quién debían su salvación. Por último, debido a la extrema confusión de los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, es prácticamente imposible evaluar con precisión el número exacto de estos supervivientes.

Ha supuesto un verdadero desafío impedir que todas esas dificultades se reflejaran en el relato que presentamos. Por ejemplo, incluir los testimonios traducidos, explicar en qué consisten las distintas instituciones, exponer las consecuencias, detallar las localizaciones y hacer referencia constantemente a las peripecias de la guerra que se estaba desarrollando. Omitir todo esto haría incomprensible la narración, pero incluirlo la haría ilegible. De modo que hemos optado por poner notas a pie de página, que el lector podrá consultar si lo desea. Por otra parte, en este relato se incluyen muchos diálogos reproducidos por Kersten, por el general Schellenberg, por el conde Bernadotte, por el astrólogo de Himmler, por el ministro sueco de Asuntos Exteriores y por las diversas comisiones parlamentarias de investigación de la posguerra. ¿Cómo saber si esos diálogos son auténticos, con absoluta precisión? Las comisiones de investigación contaban con estenógrafos, pero nadie en aquella época disponía de magnetófonos portátiles, ni siquiera los espías. De modo que hemos tenido que conceder un mínimo de confianza a los actores y a los testigos, tras haber contrastado los archivos, los testimonios, el contexto, la verosimilitud de cada caso y el sentido común.

Sin duda, esta asombrosa incursión en los oscuros laberintos del Reich milenario abrirá nuevas perspectivas a los historiadores y servirá para recordar que en la cúpula de ese régimen tan malvado como efímero dominaban tres pasiones: el odio sordo y mortal que se profesaban entre ellos Himmler, Ribbentrop, Goebbels, Bormann, Göring, Hess y Rosenberg, con el que Felix Kersten jugó constantemente para asegurar el éxito de sus empresas; el fanatismo ciego y despersonalizador que animaba a todos ellos, bajo la influencia demoniaca del Führer que hacía decir al mariscal Göring: «Yo no tengo conciencia, mi conciencia se llama Adolf Hitler»; y, por último, el miedo, un miedo abyecto que los dominaba en todo momento y que se manifestaba sin rodeos en estas palabras del propio Hermann Göring: «Cuando entro en el despacho de Hitler, invariablemente me tiemblan las piernas».

En definitiva, a lo largo de este viaje agitado y terriblemente peligroso en compañía del masajista Felix Kersten, el lector podrá comprobar que el humor surge a veces en medio de las situaciones más trágicas. Algunos se sentirán ofendidos, dado que actualmente existen profesionales de la indignación, pero todos los demás harán caso omiso,* y más bien se alegrarán de haber conocido a uno de esos personajes excepcionales que nos reconcilian con el género humano.