Fred Vargas Cuando sale la reclusa Siruela, 2018 405 páginas Adamsberg. Así se llama el comisario creado por Fred Vargas –seudónimo de Frédérique Audoin-Rouzeau–, quien se consolida en su reciente novela, Cuando sale la reclusa. Entrañable, único, con una personalidad reconocible, como deben ser los investigadores de la buena literatura policiaca. Dirige una brigada en París, pero es provinciano, viene del sur, del bajo Pirineo. Tiene 45 años, es bajo, delgado, macizo, desaliñado en el vestir y nada exquisito en el comer –su plato preferido es una recargada sopa montañera– y su rostro es “como si sesenta caras hubieran chocado entre sí”. Todo esto resulta atractivo a las mujeres, pero él no es donjuán ni un casanova como el Mandrake de Rubem Fonseca, tal vez porque no logra olvidar a Camille, un viejo amor intermitente. Por supuesto, tiene sus demonios y un pasado oscuro. Es ya el protagonista de siete novelas, más dos gráficas y un libro con tres relatos cortos. El ‘personaje recurrente’ del género policiaco, que no solo sirve para que el lector se enganche con él, también, cree Vargas, hay otra explicación: “Para decirlo rápido, creo que la novela policiaca se inscribe dentro de la continuidad de las grandes fábulas, que es un género que se deriva directamente de la rama de la literatura heroica antigua y más tarde medieval. En el fondo, diez novelas policiacas con el mismo protagonista solo forman uno de esos cuentos épicos casi infinitos, en los que la búsqueda a cargo del héroe duraba prácticamente toda su vida. Siguiendo esta idea, creo que hay una lógica antigua en la recurrencia del héroe en la novela policiaca”. El método de Adamsberg para resolver los crímenes no se basa en el raciocinio, sino en la intuición. No es nada cartesiano, ni francés. Como bien le dicen sus colegas, con cierto sarcasmo: “Estás ahí, vagando, soñando, mirando a la pared, haces dibujitos deprisa y corriendo sobre las rodillas, como si poseyeras ciencia infusa y tuvieras la vida ante ti, y luego, un día, te presentas, lánguido y amable, y dices: ‘Hay que detener al cura, ha estrangulado al niño para que no hable’”. Sin embargo, antes de que aparezca la intuición, cuando el panorama es todavía oscuro, Adamsberg no la tiene fácil, padece, se deprime, su angustia es contagiosa. Entonces, se acuerda de la historia contada por su profesor de colegio, sobre Fernando de Magallanes, perdiéndose en golfos y bahías cerradas, sin salida, sufriendo el acoso de la tripulación, antes de alcanzar la latitud 52º, antes de encontrar el estrecho que lo llevará al océano Pacífico. Le sugerimos: 10 libros para leer en octubre El comisario Adamsberg no actúa solo, tiene eficientes colaboradores, igualmente queribles, como Danglard, él sí racional e intelectual, algo arrogante, algo borracho en las tardes, pero que despierta empatía por su situación personal: su mujer lo abandonó y le dejó a cargo dos parejas de mellizos y tiempo después le trajo otro niño, de otro padre “porque dónde iban a estar mejor que con sus hermanos”. El teniente Veyrenc, de pelo atigrado y parla en verso, coterráneo y cómplice de la sopa, que lo ayuda a pensar en voz alta; la teniente Froissy, insuperable para obtener información y encontrar personas, y Violette Retancourt, otra teniente, grandota, voluminosa, cuya misión en la vida es proteger a Adamsberg. La trama de esta novela, aparentemente trivial, irá creciendo en complejidad y en tensión narrativa: tres ancianos –luego serán más–, en el sur de Francia, han muerto a causa de la picadura de araña conocida como la reclusa (Loxosceles rufescens), que produce necrosis, pero nunca la muerte inmediata. ¿Una mutación genética como consecuencia de los insecticidas? ¿El cambio climático? Habrá muchas hipótesis y pistas falsas, como corresponde, y habrá una necesidad imperiosa por parte del lector, más que de conocer al culpable o los culpables, de que se haga justicia. Fred Vargas renueva el género policiaco porque ha encontrado su sentido en la época contemporánea, aniquilar “al asesino” sin matarlo jamás: “La novela policiaca elimina provisionalmente la angustia vital. Y creo que este alivio temporal es lo que crea la célebre adicción. En definitiva, la célebre catarsis griega, la válvula de escape de la ansiedad”.