A Gustave Flaubert le bastan un par de frases para sumergir al lector en el universo de Madame Bovary o de Salammbô. Sus descripciones son visuales, es como si narrara la historia en escenas o en cuadros del holandés Johannes Vermeer, que le muestran al lector hasta el más mínimo detalle para permitirle contemplar la historia.
Las celebraciones del bicentenario del escritor arrancan con una exposición que busca replicar el mismo hechizo ejercido por el francés en sus escritos. ‘Salammbô, furor, pasión, elefantes’ transporta al lector a la extravagante Cartago que describe Flaubert en su novela, y le cuenta sobre el impacto que esta tuvo en las artes y en las ciencias de finales del siglo XIX. “Todo en este libro es propicio para encender la imaginación: la atracción entre Salammbô –una sacerdotisa de Tanit– y Matho, jefe de los mercenarios sublevados; la opulenta Cartago, sus feroces cultos, sus murallas invencibles, sus sangrientas batallas, los elefantes quemados y los hombres crucificados...”, dice el texto curatorial del Museo de Bellas Artes de Ruan.
A esta exposición le sigue la reapertura del Museo de Flaubert y de Historia de la Medicina; recorridos por pueblitos normandos, entre ellos, el pintoresco Ry, que supuestamente sirvió de inspiración para imaginar el Yonville-l’Abbaye de Madame Bovary, y conferencias y exhibiciones sobre la vida y obra del autor.
Flaubert nació en Ruan en diciembre de 1821. Su padre era el cirujano jefe del hospital de esa ciudad, y su madre estaba emparentada con algunas de las familias más antiguas de Normandía. Obligado por su padre, viajó a París y comenzó a estudiar Derecho, pero dejó la carrera tras una serie de ataques epilépticos y se dedicó a escribir.
A pesar de su pasión por la escritura, o quizá precisamente por ella, su primera novela fracasó. La deformó por excesos de metáforas y lirismos, y porque con frecuencia se dejaba llevar por pasionales impulsos y perdía el hilo narrativo.
Las críticas y consejos que recibió de sus amigos lo convirtieron en otro escritor. Madame Bovary tiene un orden riguroso, simétrico, determinado, según un estricto plan que el francés diseñó antes de comenzar a escribir la novela. Desarrolló la trama, trazó una sinopsis de la historia y construyó los personajes. La pormenorización de los detalles le frenaba los arrebatos de espontaneidad que habían desconfigurado su primera versión de La tentación de san Antonio. Con la estructura de la novela en pie, comenzó a escribir los capítulos que dieron vida a Emma y a Charles Bovary. Iba en orden y no pasaba al siguiente hasta no haber alcanzado la perfección en el anterior. Cada frase debía tener una melodía envolvente, y estar compuesta por las palabras justas para describir la escena o conferirle al lector las pasiones y fantasías de Emma Bovary.
Ese perfeccionamiento casi infinito de la forma, que llena de magia la cotidianidad y la medianía de lo humano, revolucionó la narrativa literaria. “Con Flaubert ocurre una curiosa paradoja: el mismo escritor que convierte en tema de novela el mundo de los hombres mediocres
y los espíritus rastreros advierte que, al igual que en la poesía, también en la ficción todo depende esencialmente de la forma, que esta decide la fealdad y la belleza de los temas, su verdad y su mentira, y proclama que el novelista debe ser, ante todo, un artista, un trabajador incansable e incorruptible del estilo. Se trata, en suma, de lograr esta simbiosis: dar vida, mediante un arte depurado y exquisito, a la vulgaridad, a las experiencias más compartidas de los hombres”, explica Mario Vargas Llosa en La orgía perpetua.
Flaubert plantó la semilla de lo que se conoce como la ‘novela moderna’. Antes de que el francés publicara Madame Bovary, se decía que estas narraciones debían su belleza a la nobleza del tema, a su sinceridad, a su originalidad y a sus emociones, y que los grandes novelistas eran una especie de genios intuitivos que debían sentir la materia de la historia para poder escribirla.
El método flaubertiano, en cambio, consiste en saquear conscientemente la realidad para construir una ficticia. La materia prima de Emma Bovary es, entre otras cosas, la mezcla del carácter y la historia de varias mujeres: Louise d’Arcet, amante fugaz de Flaubert, pronto se aburrió de su matrimonio y buscó divertirse con amantes y despilfarrando el dinero que no tenía. Se cree que un relato amarillista publicado en La Gazette des Tribunaux lo inspiraría a incluir otros detalles: el periódico contaba la historia de una mujer adúltera que, abandonada por su amante, decide envenenarse. Y Vargas Llosa le apuesta a que Emma Bovary le debe a Louise Colet, la gran amante del francés, su “carácter un poco varonil y tempestuoso”.
Otro elemento esencial del modernismo de Flaubert es el haber sido el primero en representar el flujo de conciencia sin recurrir a manifestaciones externas. El lector sigue los pensamientos y las fantasías de Emma y, dice el peruano, esta novela tiene la particularidad de que los pensamientos y los sentimientos “parecieran hechos que pudieran verse y casi tocarse”.
Madame Bovary se publicó por capítulos en La Revue de Paris en 1856. Al año siguiente, el entonces fiscal imperial de Francia, Pierre Ernest Pinard, la declaró inmoral y juzgó a Flaubert por “ultraje a la moral pública y religiosa y a las buenas costumbres.” Según el fiscal, la novela podría incitar a las mujeres a la infidelidad, lo que resultaría perjudicial para las familias francesas. Flaubert respondió que su heroína pagaba con creces los pecados cometidos; basta con leer la escena de su envenenamiento. El escritor fue absuelto, y el escándalo que generó el juicio disparó las ventas de la novela y la convirtió en un éxito rotundo.
Se dice que Salammbô –el libro que publicó después de Madame Bovary– es un desafío a quienes lo juzgaron: en la Cartago del siglo III a. C. de Flaubert abundan la opulencia, el erotismo y la violencia. La descripción de ese mundo antiguo tuvo un enorme impacto en el imaginario de la Francia de la época, y convirtió a la protagonista de la novela en la femme fatale que sirvió de musa a conocidos pintores, como Adolphe Cossard, Alphonse Mucha, Gaston Bussiere y Léon Bonnat.
Según la autora belga Marguerite Yourcenar, “describir Cartago, de la que sabemos tan poco, era en la época de Flaubert una empresa demencial”. Pero la excelencia de su estilo “hace que todo el mundo lo acepte: nos quedamos asombrados ante esas frases, cada una de las cuales es una moneda de oro o de bronce que pesa con todo su peso”. Dicho de otro modo, las novelas de Flaubert sirven como ejemplo para sustentar una tesis que han sostenido varios escritores: una ficción bien escrita se convierte en verdad.