De dos años para acá, con justicia, el medio musical del país no ha escatimado esfuerzos para reconocer los méritos de Blanca Uribe y Teresa Gómez. Incluso dos libros han publicado para dejar el testimonio de su arte y contribuciones a la música y la cultura. Eso, desde luego, está muy bien y todos esos reconocimientos son de sobra merecidos.
Sin embargo, en medio del furor han pasado por alto el nombre de quien completa esa ‘Trinidad del piano en Colombia’, la cartagenera Helvia Mendoza.
Si los inicios de la carrera de las antioqueñas Teresa y Blanca parecen salir de las páginas de una novela, los de Helvia no se quedan atrás. Comparten la proeza de seguir voluntariamente atadas al teclado y transmitiendo su experiencia a sus discípulos. Sin embargo, son pianistas muy diferentes.
La cartagenera nació el 18 de agosto de 1936 “en el barrio de San Diego, en la ciudad antigua, pero cuando no era un barrio exclusivo, como hoy; de manera que soy la decana de las tres”, declaró a SEMANA, luego de interrumpir el Intermezzo del Carnaval de Viena, de Robert Schumann, que estaba estudiando.
Caso asombroso. Por el lado materno, la suya era una familia musical, no profesionales, pero sí talentosos. En el piano de la casa, sus primas recibían clases que la niña observaba fascinada. A los cuatro años, mientras su mamá la peinaba, repetía esas melodías nota por nota, solfeando. El asunto se volvió sensación. Su padre quiso comprobar en el teclado que lo hacía correctamente. Incrédulo, trajo al salón un vaso de plata que hizo sonar, Helvia dijo la nota, se comprobó que así era y quedó claro que poseía el don del oído absoluto.
El asunto echó abajo los planes de su padre para que fuera médica y la llevó de la mano al Instituto musical de Cartagena. Fue admitida enseguida en la clase de piano de Josefina de Santis: “Aprendí primero a leer partituras que letras. Todos en la casa me apoyaban, pero mi padre fue decisivo, me llevaba al Instituto, yo tocaba en su mano las notas; él aprendió piano para ayudarme”.
Ese mismo año tocó en público en el acto de clausura. Un par de años más tarde una mudanza, también en San Diego, una casa enorme que habían dividido con un muro que nunca terminaron, al otro lado vivía Adolfo Mejía, “Él era como de la familia, era cultísimo, las reuniones de músicos, poetas e intelectuales eran permanentes y yo las espiaba encantada por ese muro que nunca terminaron de construir; esa experiencia me marcó para siempre, Adolfo fue mi profesor de armonía. Yo luego empecé a tocar su música. No he dejado de hacerlo hasta hoy”.
A los 12 años, en Cartagena, tocó el recital que despejó cualquier duda: obras de Bach, la Balada n.º 1, de Chopin, y la prueba de fuego virtuosística, La campanella, de Liszt, un camino, el del virtuosismo, que no ha formado parte de sus preocupaciones musicales.
El siguiente paso fue el Conservatorio Nacional en Bogotá a los 16 años.
MÚSICA, FAMILIA, VIDA PROFESIONAL
En Bogotá, su maestra fue Lucía Pérez. Se graduó con honores en 1963. Por el camino, su vida dio un vuelco porque se casó en 1955 con Ernesto Díaz, un músico talentosísimo, violista, una personalidad fundamental en la vida musical de este país, como intérprete, pedagogo y fundador de la Orquesta Sinfónica Juvenil de Colombia, un luchador.
La carrera de Helvia es diferente de la de sus compañeras de la trinidad.
Por una parte, el hecho incontrovertible de ser invitada por Olav Roots para hacer su debut, cuando aún era alumna del conservatorio, con la Sinfónica de Colombia el 6 de mayo de 1961 en el Teatro Colón: “Toqué el Concierto en re menor, de Bach, estaba en el tercer mes de embarazo de mi hija Luisa”. Por otra, su vida personal, profesional y familiar no ha sido otra cosa que la extensión placentera de vivir por y para la música.
Del matrimonio hubo cuatro hijos, todos músicos talentosos y reconocidos: Ernesto y Luisa, chelistas; Mario, violinista, y Juan Pablo, violista. Luego de 18 años, su matrimonio terminó y un par de años más tarde un nuevo compromiso, ahora con otro músico igualmente talentoso: Jairo Peña, un clarinetista.
Esto tiene un significado más allá de la anécdota, porque Helvia ha enriquecido su talento natural al estar rodeada de su talentosa familia en la práctica íntima de la música de cámara.
DE EXPERIENCIAS Y PROEZAS
Hablamos de la artista que en Colombia atesora la más completa experiencia musical. Entre sus colegas nadie se ha dado el lujo de trabajar todas las combinaciones de la música de cámara con piano, en la intimidad del hogar y en la sala de conciertos. Tiene una sólida experiencia como maestra en el conservatorio y como pianista de planta de la Orquesta Sinfónica de Colombia. También como pianista repetidora en la Ópera de Colombia, un campo que grandes musicólogos consideran indispensable en el arte de la música. En el rol de acompañante se ha dado el lujo de trabajar con todos los cantantes líricos de renombre, en el país y en el exterior. Como recitalista, se ha presentado, siempre con éxito, en todas las salas de renombre del país. Sus discos también le hacen justicia. En realidad, el único campo en el que no se probó fue la dirección orquestal.
Su vida ha sido la prolongación plácida de la experiencia musical, en la sala de conciertos y en la intimidad del hogar.
Si de proezas hemos de hablar, tocar en dos noches consecutivas la totalidad de los Estudios de Chopin, un enorme repertorio de conciertos de todas las épocas, interpretar en varias oportunidades por toda Colombia el inalcanzable Cuarteto para el fin de los tiempos, de Messiaen, o el dificilísimo Concierto de Samuel Barber y lo que nadie más ha hecho en Colombia, el Concierto n.º 2, de Johannes Brahms, no en una sino en varias oportunidades y épocas, una partitura a la que pocos, muy pocos pianistas logran acceder: “De toda la música que he podido interpretar a lo largo de mi carrera, el Messiaen y el Brahms ocupan un lugar importantísimo”.
Nunca ha buscado ni ser reconocida y menos aún ser famosa, aunque su nombre es indispensable en la vida musical del país. Su carrera ha sido reconocida, especialmente por las academias, pero no a la altura de sus logros. Hoy en día la satisface que uno de sus descendientes, su nieto Ernesto Díaz Rodríguez, tomó el camino del piano y acaba de debutar en la sala Luis Arango y su bisnieta, Luna Melo Díaz, el del canto, con una preciosa voz de soprano.
Si completa la ‘Trinidad de las grandes pianistas’ de Colombia, y tiene el respeto de todos sus colegas y el amor del público, debe ser porque en lo más hondo de su interior sigue viva esa niña que solfeaba disfrutando la música mientras su mamá la peinaba en su casa de Cartagena.